11. La problemática del sujeto en la filosofía práctica contemporánea: de la "muerte del sujeto" al "apogeo del individualismo"

García-Morán, J. “Retorno al sujeto”

Si algo parece haber dejado claro el debate en torno a la modernidad, o por mejor decir, en torno a la crisis y crítica de la modernidad, sin duda uno de los temas más transitados por el pensamiento filosófico y científico-social de estos últimos años, es la necesidad de someter a revisión aquellas nociones o conceptos centrales que articularon el proyecto emancipatorio ilustrado, de cuya pérdida de legitimación histórica ya nadie parece dudar. Ya se trate de quienes lo dan por definitivamente acabado aprestándose así a deconstruirlo y desenmascarándolo, ya se trate de quienes se resisten a abandonarlo considerándolo un proyecto inconcluso o inacabado, por decirlo en los conocidos términos de Habermas, el caso es que tanto unos como otros se han mostrado igualmente interesados por revisar y reinterpretar esas épocas pasadas que han condicionado nuestra actualidad. Interés cuya finalidad última no es otra que la de seguir contribuyendo al esclarecimiento de nuestra historicidad desde el único horizonte en que esto es factible y puede hacerse realidad: el presente.

De ahí que acuciados por esa sensación que experimentamos hoy de incertidumbre y contingencia ante la entrada en crisis de aquellos conceptos que, a modo de puntos arquimédicos, avalaban nuestros programas de actuación teórica y práctica, haya renacido el interés por desvelar nuestra genealogía, por buscar las luces y sombras, los triunfos y fracasos de ese proceso constitutivo de la razón y el sujeto modernos. En este sentido, el interés por la cuestión del sujeto o de la subjetividad moderna ha pasado a ocupar un lugar central en los debates intelectuales de nuestro tiempo.

Nacimiento y crítica del sujeto moderno

La primera gran aparición pública del término “moderno” cabe situarla en el Renacimiento, pues es entonces cuando se impone a la época su propia denominación: Edad Moderna. Desde entonces, esa estructura paradigmática que denominamos “modernidad”, va a presentar como núcleos esenciales de su discursividad al hombre y a la razón, indisociables a su vez de la idea de progreso, de ese pathos del devenir que la propia época moderna inaugura. La modernidad comienza realmente con la irrupción de la subjetividad, es decir, con la certeza de que sólo a partir del hombre y para el hombre puede haber en el mundo sentido, verdad y valor. Por expresarlo con palabras de Heidegger, ese estadio de la historia del ser dominado por la “metafísica de la subjetividad” al que denominamos “modernidad”, sólo adviene como tal cuando “el mundo se convierte en imagen y el hombre en sujeto”. Para Heidegger, en efecto, la transición a la modernidad no se llevó a cabo mediante la sustitución de una imagen del mundo medieval por una moderna, “sino que es el propio hecho de que el mundo pueda convertirse en imagen lo que caracteriza la esencia de la Edad Moderna”. El mundo existe sólo en y a través de un sujeto, el cual cree que está produciendo el mundo al producir su representación. Así, lo que en la Antigüedad (y más aún en el medievo) era el “lugar de Dios”, se hace en la Época Moderna el “lugar del hombre”, que reclama para sí los dos atributos tradicionales de aquél: la omnisciencia y la omnipotencia. Este humanismo que emerge con el surgimiento de la modernidad, se caracteriza por subrayar la capacidad del hombre para concebirse como el autor consciente y responsable de sus pensamientos y de sus actos, capacidad que subyace a la invitación “cartesiana” lanzada al mismo de pensarse “como dueño y señor de la naturaleza”, como destinado a someter al mundo a las exigencias de su razón.

Heidegger se esfuerza por “descentrar” el sujeto, cuyo origen cifra en el privilegio concedido por Descartes al sujeto a expensas del objeto, instaurando así el primado de la subjetividad respecto del mundo de los objetos. Heidegger presenta a Descartes como aquel que al establecer la “soberanía del sujeto” inaugura el discurso filosófico de la modernidad (la dificultad, no obstante, de que el ego cartesiano pueda identificarse sin más con el sujeto, tal como hace Heidegger, no ha pasado desapercibida para algunos). El violento ataque contra la metafísica cartesiana que recorre todo el quehacer intelectual de Heidegger – desde su temprana y más importante obra, Ser y tiempo, hasta sus escritos más tardíos –, va dirigido fundamentalmente a destronar a este sujeto de su “soberanía”. Lo que explica que no pocos intérpretes de la modernidad hayan acabado cifrando el itinerario biográfico del sujeto moderno entre la partida de nacimiento cartesiana y el certificado de defunción heideggeriano.

En cualquier caso, nadie dudaría hoy de que esa imagen de un sujeto plenamente consciente de sí mismo, fundante, soberano, dueño de sí mismo, de la naturaleza y de la historia ha sido definitivamente arrumbada. Aquella figura del sujeto que de manera tan ritual como canónica solía ser identificada con el cogito cartesiano, se nos revela hoy día como ilusoria; o más bien, como una ilusión puramente metafísica. Albrecht Wellmer ha señalado tres momentos estelares de esa crítica formulada a las ilusiones y augoengaños con que fue concebido el sujeto (y la razón) modernos:

a) La crítica psicológica del sujeto. Freud, con sus descubrimientos sobre el inconsciente, es la figura central de este tipo de crítica, que va a mostrar la inexistencia del sujeto autónomo y de la autotrasparencia de su razón. Se trata de nuestro descubrimiento como criaturas corporales, como “máquinas deseantes” o también, en el sentido que le confiere su gran predecesor Nietzsche, como criaturas regidas por la “voluntad de poder”. En este sentido, la unidad y autotrasparencia del sujeto devienen una ficción, pues éste, a los ojos de la teoría psicoanalítica freudiana, lejos de ser el responsable de sus representaciones y deseos, resulta ser más bien un punto de encuentro de “fuerzas psíquicas” y “relaciones sociales de poder” que escapan a su control. En última instancia, si una vez desposeído de su racionalidad y su autonomía y atravesado por el inconsciente este sujeto no puede ser ya el señor o dueño de sí mismo, ¿cómo habría de serlo de la naturaleza o de la historia?

b) La crítica de la razón “instrumental” o de la razón que opera en términos de lógica de la identidad. Esta crítica aparece ya en Nietzsche y es radicalizada por Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración, adoptando para ello la dialéctica negativa de la historia weberiana. Para estos autores, la represión de la naturaleza interna del hombre es el precio que hay que pagar por la formación de un sí mismo unitario, necesario para llevar a cabo el dominio de la naturaleza externa del sujeto. El correlato de este “sí mismo” unitario es una razón objetivante concebida como medio de dominación: de la dominación de la naturaleza interna, externa y social. El sujeto cognoscente (y actuante) se nos muestra ahora como un ser ávido de dominio que acaba haciendo de la razón su “instrumento” de dominación. No otra cosa revela el “triunfo” de la ciencia y de la técnica en el mundo moderno sino ese carácter manipulador y dominador que distingue a la razón ilustrada, el cual se expande a todos los ámbitos de la vida humana. Hasta el punto de que es esta propia “razón” la que, a la postre, termina imponiéndose al hombre, oprimiéndole y sometiéndole.

c) La crítica de la filosofía del lenguaje al sujeto constituyente del sentido. Se trata aquí de la destrucción de la idea de que el sujeto es la fuente originaria de los significados lingüísticos. Wittgenstein – o para ser más precisos, el “segundo” Wittgenstein – es la figura más representativa de este tipo de crítica. Frente a la idea de un sujeto del que se presupone que tiene ya lenguaje y que al asignar nombres a las “cosas”, impone así un significado ya dado de antemano, para el autor de las Investigaciones filosóficas el significado lingüístico se constituye en los “contextos de uso”, en las “formas de vida” (o, como él mismo dice, en los “juegos de lenguaje”). ¿Qué es lo que se infiere y nos interesa destacar aquí de este descentramiento que Wittgenstein realiza del sujeto solipsista del conocimiento? Pues ante todo que con ello pasamos del sujeto particular y sus contenidos de conciencia, a las actividades públicas de un colectivo o comunidad de sujetos. Los portadores de los signos lingüísticos no son ya los sujetos individuales sino la comunidad social de los usuarios del lenguaje. Entender, o hacerse entender, es un proceso de comunicación entre sujetos, de manera que el significado lingüístico pasa a depender ahora de una práctica comunicativa, esto es, de una práctica intersubjetiva. En suma, la crítica efectuada por Wittgenstein constituye un claro exponente de la destrucción del “subjetivismo lingüístico”.

Hasta aquí, pues, tres de las más importantes críticas de que ha sido objeto el concepto moderno “clásico” de sujeto, tal como nos lo ha recordado Wellmer. Pero junto a éstas no estaría de más evocar, por nuestra parte, toda esa corriente de crítica a la categoría del sujeto que va desde el estructuralismo de los años sesenta hasta el postestructuralismo, deconstruccionismo y postmodernismo contemporáneos, caracterizados sobre todo por su puesta en cuestión del humanismo y de la subjetividad.

Luc Ferry y Alain Renaut, en su empeño por reconstruir el “tipo ideal” característico del pensamiento francés de los años sesenta, han señalado con acierto cómo ese proceso efectuado contra el humanismo y la idea de sujeto por parte del pensamiento postestructuralista francés – que tanta influencia ulterior habría de tener en el postmodernismo – hunde sus raíces en una particular y radicalizada lectura de Nietzsche y Heidegger (tachados de “profetas de la postmodernidad”). Por lo que se refiere a Nietzsche, su proclamada “muerte de Dios” resuena claramente en la provocadora “muerte del hombre” declarada por Foucault, como así ha reconocido éste, para quien el hombre no sólo “es una invención reciente” que data de un par de siglos atrás, sino que muy pronto “será borrado como un rostro dibujado en la arena a la orilla del mar”. De manera que al disolver el concepto de Dios como una aberración metafísica, Nietzsche habría preparado el camino para un destino similar respecto del concepto de hombre. Por lo que se refiere a Heidegger, la respuesta contundentemente antihumanista que dio con su Carta sobre el humanismo (1947) a la conferencia de Sartre “El existencialismo es un humanismo” suscitó en Francia un vivo interés por su pensamiento. Una obra, que bien puede verse como la deconstrucción más radical y vigorosa de los presupuestos filosóficos de la modernidad, la cual, al dirigirse contra el postulado principal de la filosofía moderna, contra el “principio de razón” según el cual la realidad natural e histórica se considera como íntegramente racional (explicable) por parte del sujeto (el cual, además, mediante el uso ontológico de dicho principio aseguraría su dominio sobre el mundo natural e histórico), pretende señalar la finitud radical, insuperable, de nuestro saber y de nuestro poder respecto a lo real. Una vez reconocida dicha finitud, Heidegger cifrará en la misma el proyecto de una “superación metafísica de la modernidad” y el programa de pensar “contra el humanismo” y “contra la subjetividad”. Programa que encierra una “crítica totalizante” de la época moderna y que, de acuerdo de nuevo con Ferry y Renaut, acabaría haciendo suyo buena parte del pensamiento francés de los años sesenta, particularmente deudor del devastador ataque heideggeriano al subjetivismo moderno: Lacan y su afirmación del carácter “radicalmente antihumanista” del psicoanálisis; Derrida y su llamada a luchar contra las “tinieblas de la metafísica humanista”; Althusser y su propuesta de un “antihumanismo teórico” o su concepción de la historia como “proceso sin sujeto”; o Barthes y su declarada “muerte del autor”... ejemplos concretos todos ellos, en definitiva, de ese leitmotiv elevado por aquel entonces a auténtica conciencia epocal: la proclamada muerte del hombre como sujeto.

Entre el cortejo fúnebre que siguió a las exequias del sujeto aparece el pensamiento postmoderno. Con él, el mencionado programa de deconstrucción de la subjetividad adquiere una mayor radicalización, por cuanto va a dirigir sus críticas contra los propios fundamentos de la modernidad, esto es: la razón totalizante y su sujeto. Lo que más claramente define a la postmodernidad, por decirlo con el comúnmente considerado introductor del término en el terreno del pensamiento, J. F. Lyotard, es la pérdida de sentido o de finalidad histórica que experimentan hoy día nuestras sociedades, la cual aparece vinculada a “la incredulidad con respecto a los metarrelatos”, que habrían perdido así la función legitimadora que otrora desempeñaban. Con ello se pretende ante todo dar cuenta del fracaso de cualquier tentativa moderna por otorgar una finalidad a la historia mediante un proyecto general de emancipación. De ahí que, en última instancia, el discurso postmoderno acostumbre por lo general a hacer gala de cierta retórica necrológica, especialmente diseñada para pasar así del diagnóstico de la crisis al certificado de defunción sin más de cuantos relatos igualitarios, emancipatorios y racionalistas conformaron el panorama sociocultural y político de la modernidad.

El fin del “relato de la emancipación” se traduce a su vez en el “fin del sujeto” portador de valores y prerrogativas universales, ya se trate del sujeto-humanidad referido por la Ilustración o del sujeto-proletariado referido por el marxismo. Pues una vez clausurada toda perspectiva emancipatoria, ¿cómo seguir sosteniendo la idea de un “sujeto de la historia” entendido como “fuerza motriz” de la revolución? De ahí que con la desaparición del sujeto en tanto que responsable del devenir desaparezcan también sus promesas redentoras, como la de crear una sociedad totalmente transparente, reconciliada consigo misma. Por lo demás, esta pérdida de la responsabilidad en el acontecer así como de la proyección hacia el futuro no hace sino demostrar – por decirlo con Vattimo, otro de los más conspicuos representantes del postmodernismo – la “vocación nihilista” del sujeto moderno. Un sujeto ya puramente presentista, cada vez más encerrado en el mundo de su existencia o, lo que viene a ser lo mismo: cada vez menos inclinado a tratar de situar los acontecimientos de la historia sobre un fundamento que permita explicar su transcurso. Para Vattimo, en último término, el desarrollo de la modernidad y de sus crisis correría parejo con el proceso de “debilitamiento” del sujeto moderno; valdría decir: con la eliminación de todo sujeto “en sentido fuerte” (prometeico, heroico, etc.).

Antisubjetivismo vs. protoindividualismo

Una vez formuladas todas estas críticas relativas a las ilusiones y autoengaños metafísicos con que fue conformado el sujeto moderno, una vez, si se quiere, desenmascarado el mismo, ¿cómo continuar pensando la categoría de sujeto? Parece claro que cualquier tentativa de renovación de la categoría de sujeto difícilmente podrá sustraerse ya a las mencionadas críticas. De lo que se trataría más bien es, por tanto, de tematizar éste a partir de dichas críticas en vez de contra las mismas.

Mas lo cierto es que a pesar y más allá de las críticas de que ha sido objeto, puede apreciarse cómo “el tema del sujeto vuelve con fuerza renovada”, hasta el punto de que la cuestión de repensar el sujeto parece haberse convertido en un “nuevo imperativo”. Y aun cuando el sujeto que vuelve ya no sea (ya no pueda ser, una vez puestas al descubierto y criticadas sus imposturas fundacionistas) aquel columbrado en sentido “fuerte” por nuestra Modernidad temprana, la tarea de repensar al mismo después de la experiencia postmoderna no parece encerrar ya (como muchos creían) una dificultad insuperable: “Como resultado de la deconstrucción de la metafísica y epistemología tradicionales, un nuevo yo está emergiendo como el fénix de sus cenizas – un yo orientado a la praxis, definido por sus prácticas comunicativas, orientado hacia una comprensión del yo en su discurso, su acción, su existir con los demás y su experiencia de la transcendencia”.

Aunque, advierte Castoriadis: El discurso sobre la muerte del hombre y el fin del sujeto nunca ha sido otra cosa más que la cobertura seudoteórica de una evasión ante la responsabilidad – del psicoanalista, del pensador, del ciudadano. Del mismo modo, las ruidosas proclamaciones de hoy día sobre el retorno del sujeto, como el supuesto “individualismo”, encubren la deriva de la descomposición bajo otra de sus formas.

En efecto, a menudo se ha hecho coincidir – sobremanera en determinadas variantes del pensamiento postmoderno – la declarada “muerte del sujeto” con la celebrada “apoteosis del individuo”; dando lugar, a una tan paradójica como problemática coexistencia entre antisubjetivismo y protoindividualismo. Para Gilles Lipovetsky (La era del vacío) es precisamente el individualismo lo que definiría la era postmoderna; una era caracterizada por la apoteosis del consumo de masas en la que el individuo “es el rey y maneja su existencia a la carta”:

“El jerk es otro síntoma de esa emancipación: si, con el rock o el twist, el cuerpo estaba aún sometido a ciertas reglas, con el jerk caen todas las imposiciones de pasos codificados, el cuerpo no tiene más que expresarse y convertirse, al igual que el Inconsciente, en lenguaje singular. Bajo los spots de los nightclubs, gravitan sujetos autónomos, seres activos, ya nadie invita a nadie, las chicas ya no “calientan sillas” y los “tipos” ya no monopolizan la iniciativa. Sólo quedan mónadas silenciosas cuyas trayectorias aleatorias se cruzan en una dinámica de grupo amordazada por el hechizo de la sonorización.”

Nos hallaríamos así ante una verdadera “mutación antropológica” impuesta por ese proceso de “personalización del individuo” que, siguiendo en ello a la sociología cultural angloamericana, Lipovetsky denomina “narcisista”. Mientras que éste celebra esa exacerbación del individuo como “consumidor gozoso”, Bell, en cambio, acaba haciendo responsable a este “hedonismo” individualista de traer consigo una ineluctable pérdida de la civitas, un egocentrismo y una indiferencia hacia el bien común, capaces de provocar una crisis espiritual que puede llegar a desembocar en el hundimiento mismo de las instituciones liberales.

Replanteamiento de la problemática del sujeto

Las palabras “individuo” y “sujeto (o “individualismo” y subjetivismo”) suscitan no pocas veces equívocos debido a sus múltiples significaciones y sentidos. Respecto al término “individualismo” ya S. Lukes señaló la amplia gama de acepciones que dicha palabra encierra, distinguiendo así entre un “individualismo metodológico”, un “individualismo económico”, un “individualismo político”, un “individualismo ético”, etc. Por lo que hace al término “sujeto”, A. Heller ha señalado a su vez la enorme riqueza “polisémica” del mismo, contando entre sus muchos significados con el de: individuo; el sujeto hermenéutico; el sujeto político; el sujeto moral; la persona; el yo; la autoconsciencia; o sujetos no personales como el Sujeto Transcendental kantiano, el Espíritu del mundo hegeliano, el Yo fichteano o incluso los llamados Sujetos universales, como la historia, el humanismo, etc. Además, dentro incluso de la propia tradición occidental estos conceptos han sido comprendidos de muy distinta manera a lo largo de la historia, como han mostrado Foucault en su “rehabilitación” del sujeto emprendida en la última parte de su obra o también Taylor en su espléndido retrato acerca de las cambiantes concepciones de la subjetividad humana.

Para M. Frank “podemos decir que ‘sujeto’ (y ‘yo’) indican un universal, en tanto que ‘persona’ indica un especial, un ‘individuo’, un particular”. Para M. Cruz, por su parte, el sujeto sería el resultado de la transformación por la cual “el individuo concreto pasa a ser revestido de una cualificación superior que lo convierte en protagonista, en elemento alrededor del cual gira la acción, se define el acontecimiento”. Por último, A. Touraine el sujeto consiste en la voluntad de actuar y llegar a ser reconocido como actor. Y con relación al asunto del que ahora venimos ocupándonos y que nos interesa destacar aquí: “La idea de sujeto se destruye ella misma si se confunde con el individualismo”, ya que el sujeto “no es ni un principio que planee por encima de la sociedad ni el individuo en su particularidad; es un modo de construcción de la experiencia social.”

Si en su obra anterior La Pensée 68 se había señalado que “el sujeto muere con el advenimiento del individuo”, ahora A. Renaut, en La era del individuo advierte sobre la “desaparición del sujeto en provecho del individuo, y correlativamente de los valores del humanismo en beneficio de los del individualismo”. Lo que conduce a Renaut a concluir que “no me parece apenas posible plantear hoy la cuestión del sujeto sin encontrar la de su eventual disolución en la era del individuo”.

Renaut va a establecer a modo de principio metódico una conexión entre los conceptos de sujeto e individuo y los valores u órdenes axiológicos de la autonomía y la independencia. De manera que:

Al humanismo (al sujeto), correspondería el valor de la autonomía: esto es, la subjetividad como fuente y principio de normas y leyes, pues como ya hemos apuntado el hombre del humanismo no espera ya recibir sus normas y sus leyes ni de la naturaleza de las cosas ni de Dios, sino que las funda él mismo a partir de su razón y de su voluntad. La autonomía, por tanto, tiene aquí que ver con esa función legisladora del sujeto en la que se autoinstituye y delimita la colectividad a la que pertenece. Lo que implica, claro está, una esfera de normatividad supraindividual, en torno a la cual la humanidad (vale decir aquí, el sujeto) se constituya y se reconozca en tanto que intersubjetividad.

Al individualismo correspondería, en cambio, el valor de la independencia que, lejos de admitir una limitación del Yo como la que tenía lugar en la autonomía al admitir la sumisión a una ley o norma común libremente aceptada, apunta por el contrario a la afirmación pura y simple del Yo como valor imprescriptible. Esta independencia lleva en sí la “desocialización” del hombre al entender a éste como un individuo que se concibe y se constituye independientemente de toda relación con la sociedad, como una subjetividad sin intersubjetividad.

Para Heidegger, Leibniz es “el pensador que ha descubierto el principio de razón como principio” (es decir, la subjetividad define la estructura misma de lo real). Así pues, para Heidegger es precisamente en Leibniz donde tiene su origen esa “metafísica de la subjetividad” o del humanismo que permeará toda la modernidad hasta hallar su punto culminante en la reducción hegeliana de lo real a lo racional. Sin embargo, y esto es lo que ahora nos interesa destacar, allá donde Heidegger no ve más que el triunfo incesante de la subjetividad y del humanismo que atraviesa toda la modernidad, Renaut entrevé en cambio por su parte el triunfo del individualismo en detrimento del sujeto y del humanismo.

Y es que para Renaut el sujeto leibniziano es la mónada como individuo. En Leibniz descansaría pues la verdadera fundamentación filosófica del individualismo moderno. Este principio de individuación (y su valor correspondiente, la independencia) será puesto en práctica en otros órdenes cada vez según un timbre propio, hasta producir nuevos y más acabados desarrollos.

Así como la modernidad ha sido el espacio donde se ha desarrollado el individualismo, así también ha sido el lugar de surgimiento de una concepción donde el hombre se ha pensado como el fundamento mismo de sus leyes y de sus normas, esto es, como sujeto autónomo. Lo que implica un espacio público de intersubjetividad. Como nos recuerda H. Arendt la humanidad no se adquiere en soledad. Sólo puede alcanzarla quien se expone a los riesgos de la vida pública:

Una filosofía de la humanidad se distingue de una filosofía del hombre por su insistencia en el hecho de que no es un Hombre, hablándose a sí mismo en diálogo solitario, sino los hombres hablando y comunicándose entre sí, los que habitan la tierra.

Queda así establecida la vinculación entre ese sujeto autónomo y el espacio público (sustrato de toda política), lejos ya de aquella reducción al espacio privado, por decir así, a lo Lipovetsky. Es en este espacio público – político y jurídico – donde el sujeto puede instituir ese mundo institucionalmente compartido, donde el destino de las instituciones políticas puede hacerse depender de la actuación o participación conjunta de los sujetos en tanto que ciudadano.

12. Naturaleza humana vs Diversidad cultural: identidad, alteridad e interculturalidad (desde la perspectiva colonialista del descubrimiento de América)

Todorov, T.: “Frente a los otros

I. Bulgaria en Francia

Para conocer mejor a un pueblo, ¿hay que verlo desde el interior o desde el exterior? ¿Quién es capaz de dar el juicio más perspicaz sobre un grupo, el que le pertenece o el que lo observa desde fuera? Por poco que deseemos superar el egocentrismo innato de cada individuo como de cada comunidad, nos damos cuenta de que el miembro del grupo, aunque mejor familiarizado con sus costumbres, ocupa una posición desfavorecida. Ocurre, justamente, que cada grupo se cree el mejor del mundo, si no el único. Herodoto cuenta en su Encuesta que los persas se caracterizan por el rasgo siguiente: “entre todos los pueblos, estiman en primer lugar, después de ellos mismos sin embargo, a sus vecinos inmediatos, después a los vecinos de éstos, y así sucesivamente según la distancia que les separa de ellos; los pueblos más alejados de su tierra son según ellos los menos estimables: como se figuran el pueblo más noble desde todos los puntos de vista, el mérito de los otros varía para ellos según la regla en cuestión, y las naciones más alejadas les parecen las más viles”. Pero, a este precio, ¿qué pueblo en el mundo no es persa?

En la época moderna, que también es una época de conciencia creciente de la existencia de los otros, ha aparecido una disciplina completa que parte de la premisa de que la mirada exterior es una mirada más lúcida y más penetrante que la del autóctono: la etnología. Efectivamente, la diferencia entre la etnología y las demás ciencias sociales no está en el objeto: la etnología trata de la economía y del arte, de las costumbres y de los hábitos que estudian igualmente los especialistas de cada uno de estos ámbitos. Su rasgo distintivo que según ella también es un privilegio, está en el sujeto observante, no en el objeto observado; exterior a la sociedad que estudia, es capaz no sólo de no caer bajo la influencia del egocentrismo cegador, sino también de percibir lo que el miembro del grupo, aún lúcido, desconoce: todo lo que este último considera natural, que cae de su propio peso, y que, por eso resulta invisible. Se ha hecho uso de la actitud etnológica, antes que nada, con respecto a las sociedades tradicionales. Pero, desde hace un tiempo, varias voces han hablado en favor de la fecundidad, o incluso de la necesidad de este enfoque, sea cual sea la cultura estudiada.

Mikhail Bakhtine ha forjado un neologismo, “exotopía”, que designa esta no pertenencia a una cultura dada. La exotopía no sólo es un obstáculo para el conocimiento profundo de esta cultura, sino que es su condición. “La cuestión importante de la comprensión es la exotopía de aquel que comprende – en el tiempo, en el espacio, en la cultura – con relación a lo que quiere comprender creativamente”. “En el campo de la cultura, la exotopía es la palanca de comprensión más poderosa. Sólo ante los ojos de una cultura otra la cultura extranjera se revela de manera más completa y más profunda”.

Con una curiosidad bien fundada, por lo tanto, cuando deseamos saber más de los búlgaros y de su cultura, nos volvemos hacia esos espejos extranjeros que constituyen los escritos que provienen de sabios, viajeros y poetas pertenecientes a otra cultura y ¿por qué no? a la cultura francesa. ¿Qué imagen guardan los franceses de los búlgaros?

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Primero, una imagen bastante vaga. En la Edad Media, la reputación de los búlgaros se confunde con la de los hunos de Atila y sus características quedan reducidas en realidad a una sola: la ferocidad; una frase célebre de Casiodoro lo atestigua, “Bulgari in omni orbi terribiles”, los búlgaros difunden el terror por todas partes. Sólo a partir del Renacimiento y, todavía más, desde el siglo XVIII, los contactos seguidos permiten la formación de una imagen más rica.

Pero la lectura de estos textos, diligentemente coleccionados por N. Mikhov, es decepcionante para un búlgaro. No es que sean hostiles a Bulgaria; muy al contrario, en ellos se refleja la benevolencia hasta tal punto incluso que nos preguntamos a veces si acaso las simpatías de los seleccionadores no intervienen de algún modo: todos los franceses que se expresan en ellos creen que Macedonia pertenece a Bulgaria... Pero esta benevolencia no se prolonga en ninguna imagen mínimamente sustanciosa de los búlgaros, de los que finalmente no nos enteramos de casi nada.

Más exactamente, esos escritos parecen repartirse, en el plano de los valores, en dos grupos, que corresponden probablemente a la ambivalencia del lugar geográfico que ocupa Bulgaria, y que permite verla ya como el último bastión de Occidente hacia Oriente, ya, al contrario, como la punta más avanzada de Oriente hacia Occidente. En este último caso, el aspecto bárbaro es el que predomina: los búlgaros son los primeros bárbaros que se presentan ante la mirada del filósofo que explora el mapa de Europa. Para Montesquieu, por ejemplo, han perdido incluso su nombre: “Los bárbaros que habitaban en las orillas del Danubio habiéndose establecido, ya no fueron tan temibles e incluso sirvieron de barrera contra otros bárbaros”. Aún sedentarizados los bárbaros permanecen como tales; podemos darnos cuenta de la extraña función que les está reservada: sirven de “barrera” contra otros bárbaros, más salvajes aún y al mismo tiempo más anónimos. Montesquieu no nos dice qué protege esta barrera, pero lo adivinamos: la civilización, el Imperio romano. Pero, ¿qué quedaría de este sentido y de este destino si, siguiendo a Las Casas y a Montaigne, quienes escribían en el siglo XVI y no en el XVIII, decidiéramos admitir que “cada uno llama barbarie a lo que no pertenece a sus costumbres”?

El siglo XIX cree en las virtudes del progreso y en las ventajas de la civilización; ahora bien los viajeros en Bulgaria no encuentran ni lo uno ni lo otro. “Bulgaria está poco avanzada en civilización”, escribe Destrilhes en 1855; y Bradaschka en 1869: “Los búlgaros se encuentran aún bien abajo en la escala de la civilización, y tendrán mucho que hacer para adquirir el desarrollo intelectual y moral que es lo único que puede convertirla en una nación viviendo de su vida propia”. Vemos que “la civilización” aparece siempre en singular en los escritos de esta época, y precedida del artículo definido; lo que no se dice, pero que se sobreentiende en demasía, es que nuestra civilización es la civilización, y que no hay más que una; no ser como nosotros es no ser civilizado; es no ser.

La otra vertiente de esta percepción toma unos tintes más positivos; pero no es mucho más digna de confianza. Cuando un autor nos dice: “Entre ellos el crimen se desconoce, y el viajero que atraviesa su país no solamente se encuentra protegido contra los efectos del vicio sino que experimenta toda la bondad que es el resultado de las más amplias virtudes” (Walsh en 1843), u otro afirma: “Uno cree soñar viendo por primera vez esas bellezas del mundo bárbaro; miras con asombro cómo pasan esas vírgenes de los Balcanes, como mirabas huir la gacela del desierto o el cisne de los lagos de Grecia” (C. Robert en 1844), nos decimos que estos viajeros describen su ideal, ético o estético, más que las realidades del país que atraviesan. La benevolencia está verdaderamente presente, pero, de nuevo, ¿es de los búlgaros de lo que se trata?

Estas dos versiones, la rosa y la negra, la idílica y la satírica de un pueblo lejano, no se distinguen más que de forma superficial. En realidad, ambas se apoyan en un hecho sólido y común, que es el desconocimiento de ese pueblo; más aún, la falta de interés por él. Para estos viajeros, los búlgaros están destinados a encarnar una de las variantes de la imagen del salvaje. Según se está o no predispuesto a elogiar los méritos de la edad primitiva, se insiste en la pureza de las costumbres o en la ausencia de civilización. Valorizante o denigrante, esta imagen siempre da prueba de una condescendencia por parte del que la describe: en cuanto se postula que los otros son ahora como nosotros éramos antes, se les niega cualquier identidad independiente; y aún la admiración que podemos manifestar por ellos es muy frágil, pues podemos atribuirles generosamente la bondad pero nunca la fuerza (si no, el esquema evolutivo se viene abajo).

Los juicios de los viajeros franceses en Bulgaria revelan no solamente el etnocentrismo de sus autores sino también una concepción particular del determinismo sociopsicológico. Las características más frecuentemente atribuidas a los búlgaros por los escritores de esta época son dos: los búlgaros son trabajadores y hospitalarios. Admitamos que esta impresión sea acertada. ¿Qué vale para el conocimiento de un pueblo? Muy poca cosa. Ser hospitalario, ser trabajador, no puede ser, de por sí, lo propio de un pueblo, sino sólo de na sociedad, en el momento preciso de su evolución. La ideología del individualismo reina entonces en Europa occidental, mientras que se desconoce en las sociedades como la búlgara. Las costumbres que se observan son las propias de un estadio de la sociedad, y en él adquieren su sentido: la hospitalidad de un hombre del desierto no equivale en nada a la de un ciudadano. En lugar de este determinismo social y cultural, en el siglo XIX se practica el de las razas y pueblos: los franceses son ligeros y los alemanes torpes, los serbios son orgullosos y los búlgaros trabajadores. Quizá se ha encontrado así una forma de acomodarse con la doctrina igualitarista, complemento inseparable del individualismo: debe reinar la igualdad, sin duda alguna, pero también hay que modularla, dado que las razas y pueblos divergen irreductiblemente: hay que hacerla proporcionada en cierto modo a los méritos de cada pueblo: así es como los generosos principios de la Revolución francesa podrán cohabitar con la expansión colonial que va a caracterizar el siglo XIX.

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Una imagen decepcionante, pues. Pero la culpa quizás esté en la elección realizada en las fuentes: hasta ahora no he leído más que a escritores de segundo orden, tan olvidados por la ciencia como por la literatura. Para mayor seguridad, volvámonos hacia los más grandes, y en primer lugar, hacia el que tanto ha contribuido a popularizar el nombre mismo de los búlgaros: Voltaire.

“Era una aldea ábara incendiada por los búlgaros, en virtud de las leyes del derecho público. Aquí, ancianos acribillados de heridas veían expirar a sus degolladas mujeres con sus hijos en los pechos ensangrentados; allí, muchachas destripadas, después de haber saciado en ellas sus apetencias naturales algunos héroes, exhalaban el último suspiro; más allá, otras, medio quemadas, pedían a gritos que acabasen de matarlas. Esparcidos por la tierra y entre brazos y piernas cortados se veían sesos.”

¡Qué imagen tan espantosa debíase guardar de los búlgaros a partir de estas descripciones! Pero tranquilicémonos: el lector de Cándido menos prevenido sabe que no es de búlgaros de lo que se trata realmente en estas páginas. Esta “Bulgaria” es vecina de “Westfalia” y de Holanda: se ve reducida a ser solamente un puro significante, siendo Prusia en realidad el país al que Voltaire apunta; los daños atribuidos a los “búlgaros” y a los “ábaros” proceden directamente de la guerra de los Siete Años. Bajo este disfraz convencional Voltaire habla de lo que le resulta familiar; por otra parte, esos mismos prusianos le permiten hablar, aunque de otra manera, de Francia y de sus preocupaciones, sociales o filosóficas. El procedimiento no tiene nada de excepcional en esa época y nadie pretende encontrar una descripción minuciosa del imperio de los persas en las Cartas persas de Montesquieu. Si Bulgaria se halla presente en Cándido, es de una forma totalmente distinta y no parece seguro que esté dentro de las intenciones de Voltaire: en el personaje del viejo sabio Martín, a veces portavoz del mismo Voltaire, que se declara un adepto del maniqueísmo, herejía que entonces se asociaba corrientemente a la influencia búlgara. El significante y el significado “búlgaro” no coinciden nunca en este libro.

Voltaire ha dedicado igualmente a los búlgaros un artículo recogido en el Diccionario filosófico, y allí tenemos más posibilidades de descubrir sus verdaderas posiciones. ¿Por qué un artículo “búlgaros” en una obra filosófica? Porque en francés la palabra “búlgaro” ha dado “bougre”, que significa hereje (maniqueo) u homosexual. Voltaire que, como sabemos, simpatiza con los maniqueos y está dispuesto a servirse de estos argumentos para combatir a su enemigo la Iglesia, se aprovecha pues de la ocasión para escribir un artículo de propaganda anticlerical; y, aquí, los búlgaros apenas son más pertinentes de lo que lo eran en el Cándido. La historia de Bulgaria queda reducida a algunas anécdotas: Kroum bebiendo en el cráneo de su enemigo Nicéfores, Boris convirtiendo a los búlgaros al cristianismo, Kaloyan victorioso frente a Baudouin. Pero ninguno de estos reyes búlgaros, por ejemplo, ocupa tanto espacio en el texto de Voltaire como la emperatriz Teodora de Bizancio: y es que el comportamiento de ésta es el que mejor se presta a las burlas anticlericales.

Como lo indica el contexto de la publicación, aquí se hace de los búlgaros un uso “filosófico”, lo que estaba muy en el espíritu del siglo; de una forma comparable Rousseau se valía en la época de los indios, sin preocuparse demasiado por saber si lo que decía de ellos era verdadero o falso. Pero ¿por qué extraño deslizamiento la palabra “filosofía” empezó a designar, ya no la reflexión que va más allá de los hechos observables, sino el menosprecio por estos hechos? La exactitud de las observaciones no es quizás el asunto principal de la filosofía: pero ¿resulta de ellos que la observación injusta es al mismo tiempo filosófica? Voltaire no trata mejor a la filosofía que a los búlgaros.

Como el filósofo del siglo XVIII, el poeta del XIX tiene otros intereses antes que la descripción fiel y minuciosa de los otros. He hojeado en vano las páginas de estos libros, en busca de una imagen reveladora de Bulgaria. Lo que nos enseñan estas páginas es el clima intelectual, cultural, político en el que nacieron: sabremos algo de la Francia de los siglos XVIII y XIX; pero nada sobre Bulgaria.

Es precisamente porque estos viajeros franceses imaginan a la cultura francesa en el centro del mundo, por lo que se muestran ciegos para la cultura de los otros, en este caso de los búlgaros. No basta con ser otro para ver: ya que, desde el punto de vista suyo, el otro es un sí mismo, y todos los demás son bárbaros. La exotopía debe vivirse desde el interior; consiste en el descubrimiento, en su corazón mismo, de la diferencia entre mi cultura y la cultura, mis valores y los valores. Se puede hacer este descubrimiento para sí, sin abandonar en ningún momento la tierra natal, apartándose progresivamente – aunque no del todo – del grupo de origen; se puede acceder también a través del otro, pero en este caso antes hay que realizar igualmente un examen de sí mismo, única garantía para poder dirigir hacia él una mirada atenta y paciente. En resumen, es el exiliado, desde el interior o en el exterior, el que tiene más posibilidades a su favor; y ya que he empezado evocando las palabras de Herodoto relativas al orgullo innato de los pueblos, podría terminar recordando que Tucídides, al procurar explicar por qué estaba calificado para escribir la historia de la guerra entre atenienses y peloponesios, respondía que era sin duda porque, aunque ateniense, había “vivido veinte años lejos de su patria” y que había aprendido a conocer mejor, gracias a este exilio, a los suyos y a los otros.

II. Post-scriptum: el conocimiento de los otros

¿Pero alguna vez se llega a conocer a los otros? Montaigne decía: “No cito a los demás sino para explicarme mejor”, y muchos son hoy los que comparten su escepticismo. ¿Se conoce alguna vez otra cosa que no sea sí mismo? Acabamos de ver que la idea opuesta está igualmente difundida, la exterioridad del sujeto conocedor no sólo no es un inconveniente, sino que puede ser también un privilegio. Para mantenernos en el siglo XVI, a la lucidez desengañada de un Montaigne podemos oponer el proyecto epistemológico de Maquiavelo, el cual escribe en la dedicatoria del Príncipe: “De la misma forma que los pintores de paisaje se sitúan en el valle para dibujar las montañas o las alturas, y suben a las cimas para ver bien las llanuras, es necesario ser príncipe para conocer en profundidad al pueblo, y formar parte del pueblo para conocer la naturaleza de los príncipes”. Rousseau, que también había reflexionado sobre la naturaleza de este conocimiento, tenía una fórmula distinta: hay que conocer, decía, las diferencias entre los hombres no por el hecho de que lo particular es valioso por sí mismo, sino para adquirir nuevas luces sobre el hombre en general. Es más, este último conocimiento sólo puede ser alcanzado a través de este camino: “Cuando se quiere examinar a los hombres, hay que mirar cerca de sí; pero para estudiar al hombre, hay que aprender a llevar la vista a lo lejos; hay que observar primero las diferencias para descubrir las propiedades”.

La comprensión de una cultura extranjera no es más que un caso particular del problema hermenéutico general: ¿cómo se comprende al otro? Este otro puede ser diferente a nosotros en el tiempo, y entonces su conocimiento compete a la historia; o en el espacio, y es el análisis comparado que se encarga de ello (en forma de etnología, o de “orientalismo”, etc.); o simplemente en el plano existencial: el otro también es mi prójimo, mi vecino, un no-yo cualquiera. Diferencias específicas, pues, en cada caso, pero que, todas, ponen en marcha esta oposición, constitutiva del proceso hermenéutico, entre yo y el otro. Este problema general ha recibido soluciones variadas, presentadas a veces como rivales, pero que yo prefiero ver, por mi parte, como las fases sucesivas de un solo y mismo acto, aunque este movimiento implique vueltas hacia atrás; o mejor, como acercamientos progresivos hacia un ideal inmutable.

La primera fase de la comprensión consiste en una asimilación del otro en uno mismo. Soy crítico literario, y todas las obras de las que hablo no dejan oír más que una sola voz: la mía. Me intereso por las culturas lejanas, pero todas están, a mi modo de ver, estructuradas como la mía. Soy historiador, pero en el pasado no encuentro más que la prefiguración del presente. Por supuesto, hay un acto de percepción de los otros pero no da más que una reproducción de lo mismo en varios ejemplares; el conocimiento se enriquece cuantitativamente, no cualitativamente. No hay más que una sola identidad, la mía.

La segunda fase de la comprensión consiste en una desaparición del yo en beneficio del otro. Este gesto puede ser vivido conforme a modalidades muy distintas. Sabio apasionado de la fidelidad y de la exactitud, me hago más persa que los persas: aprendo su historia y su presente, me acostumbro a percibir el mundo a través de sus ojos, reprimo toda manifestación de mi identidad original; apartando mi subjetividad, pienso que estoy en la objetividad. Historiador de literatura o crítico, me enorgullezco de hacer hablar al escritor que estoy leyendo, como si estuviera en él mismo, sin añadir nada ni quitar nada. Enamorado ferviente, renuncio a mi yo para fusionarme mejor con el otro, no soy más que una emanación de ella o de él. Aquí de nuevo, hay una única identidad; pero es la suya.

Durante la tercera fase de la comprensión, reasumo mi identidad, pero después de haber hecho todo lo posible para conocer al otro. Mi exotopía (exterioridad temporal, espacial y cultural) ya no es una maldición; al contrario, produce el nuevo conocimiento – en el sentido cualitativo esta vez, y ya no cuantitativo. Etnólogo, ya no pretendo hacer hablar a los otros, sino establecer un diálogo entre ellos y yo; percibo mis propias categorías como algo tan relativo como las suyas. Renuncio al prejuicio que consiste en imaginar que se puede renunciar a todo prejuicio: pre-juzgo, necesariamente y siempre, pero en eso mismo consiste el interés de mi interpretación, siendo mis prejuicios diferentes a los de los otros. Afirmo que toda interpretación es histórica (o “étnica”), en el sentido de que está determinada por mi pertenencia espacio-temporal, lo cual no contradice el intento de conocer las cosas más que en ellas mismas, sino que lo completa. La dualidad (la multiplicidad) quita el sitio a la unidad; el yo permanece distinto al otro.

En el transcurso de la cuarta fase, me separo otra vez de mí mismo, pero de una forma muy distinta. Ya no deseo, ni puedo identificarme con el otro; pero tampoco consigo identificarme conmigo mismo. Podríamos describir el proceso en estos términos: el conocimiento del otro depende de mi propia identidad. Pero este conocimiento del otro determina a su vez mi conocimiento de mí mismo. Por otra parte, el conocimiento de sí transforma la identidad de este sí, y el proceso entero, pues, puede volver a empezar: nuevo conocimiento del otro, nuevo conocimiento de sí, y así hasta el infinito. ¿Pero este infinito es indescriptible? A pesar de que el movimiento nunca pueda encontrar un fin, existe una dirección precisa, tiende hacia un ideal. Imaginemos esto: he frecuentado durante largo tiempo una cultura extranjera; esta frecuentación me hace tomar conciencia de mi identidad; y al mismo tiempo la pone en movimiento. No puedo mantener mis “prejuicios” de la misma forma que antes, aunque no pretenda quitarme de encima ningún “prejuicio”. Mi identidad se mantiene, pero está como neutralizada; me leo entre comillas. La misma oposición entre dentro y fuera ya no es pertinente; y el simulacro del otro que realiza mi descripción tampoco permanece sin cambios: se ha convertido en un lugar de entendimiento posible entre él y yo. A través de la interacción con el otro, mis categorías se han transformado, de tal forma que se han vuelto hablantes para nosotros dos, y, por qué no, para terceros también. La universalidad, que creía haber perdido, la vuelvo a encontrar en otra parte: no en el objeto, sino en el proyecto.

Las experiencias humanas son infinitamente diversas. Lo sorprendente, frente a este estado de las cosas, no es que queden sentimientos intraducibles, especificidades incomunicables; sino, todo lo contrario, que, con tal que le pongamos su precio, consigamos comunicarnos y entendernos: de un ser a otro ser, de una cultura a otra cultura. El desacuerdo cae por su propio peso; ahora bien, existe el entendimiento; queda él, pues, por explicar. Las cosas no son universales, pero los conceptos pueden serlo: basta con no confundir los unos y los otros para que permanezca abierta la vía de la búsqueda de un “sentido común”.

III. La conquista vista por los aztecas

El descubrimiento de América es un acontecimiento único dentro de la historia de la humanidad: dos grandes masas de población viven en la ignorancia mutua, y después, como quien dice de la noche a la mañana, se enteran de su existencia. No ha existido nada comparable en la historia anterior de una u otra mitad del universo: en ellas los descubrimientos son progresivos y graduales; ni en sus historias posteriores: desde aquel día el mundo se volvió cerrado y finito (aunque se hubiera duplicado de dimensiones). Este encuentro trastocó la existencia de los americanos, pero también, de manera no menos profunda aunque menos visible, la de Europa, la parte del “antiguo mundo” cuyos habitantes realizaron el viaje decisivo. Nuestra historia moderna empieza, ella también, ese día.

Este acontecimiento excepcional ha dado lugar, en Europa, y especialmente en España, a descripciones y análisis de un interés inagotable, a la medida del acontecimiento mismo: desde los relatos de los viajeros hasta las tentativas de los misioneros para comprender la cultura de los otros. La ocasión única de describir una civilización muy compleja y completamente independiente de nosotros no se dejó escapar; poseemos así algunas de las páginas más interesantes de la historia espiritual de Europa. Estos textos son accesibles, y conocidos (aunque no tanto como lo merecen). Pero lo que sabemos menos es que del otro lado se produjo un fenómeno parecido: la invasión de América por los europeos dio lugar a una rica literatura cuyos autores son los indios vencidos. Estos textos no sólo tienen un valor excepcional para la historia de las propias Américas, sino también para nosotros, europeos de hoy: por sus méritos literarios intrínsecos y, al mismo tiempo, por la representación única de nuestros antecesores vistos desde fuera.

¿Podemos hablar de una visión común a todos estos textos? Es verdad que solamente dos de estos relatos, los transmitidos por Sahagún y Durán, cubren la totalidad de los acontecimientos, desde la llegada de los primeros españoles (o incluso antes) hasta la rendición y la muerte de Quauhtemoc. Los otros relatos, a pesar de que consideran toda la historia, se entretienen preferentemente en algunos de sus episodios. Independientemente de las divergencias introducidas por las modalidades narrativas, estos relatos no cuentan del todo la misma historia. No obstante, es posible aislar algunos momentos, o temas, comunes a todos los relatos aztecas de la conquista, que de este modo revelan la visión que los indios tenían del acontecimiento.

Los anuncios

La primera característica sorprendente de estos relatos es que no empiezan por la llegada de los españoles, como habríamos podido esperar, sino mucho antes, con la descripción de los anuncios de este acontecimiento. El Códice de Florencia, constituido por el franciscano Sahagún a partir de una encuesta minuciosa, relata ocho prodigios, considerados por los aztecas como signos anunciadores: un cometa, un incendio, el rayo, otros cometas, el borboteo de las aguas del lago, una extraña voz de mujer, un pájaro con diadema, unos hombres con dos cabezas. El Códice Aubin habla también del descenso de una columna de piedras. Durán, monje dominicano y autor de una señalada compilación, relata con todo detalle tres prodigios sorprendentes: el cometa, la piedra pesada que se niega a dejarse levantar, luego habla, después vuelve ella sola a su lugar de origen; la historia de un campesino levantado por un águila que le obliga a quemar el muslo de Moctezuma dormido, y a dirigirse luego al palacio.

Además los relatos refieren también otras escenas, ligadas o no a las primeras, en las que ciertos personajes formulan profecías sobre lo que ocurrirá. En el Códice de Florencia un borracho, pero que sospechamos que es la divinidad Tezcatlipoca, anuncia: “Nunca jamás existirá México”. A los jefes tlaxcaltecas, si nos fiamos de Muñoz Camargo, les resulta familiar una antigua profecía según la cual unos hombres blancos y barbudos, “que llevan unos cascos escarolados como señal de mando”, vendrán del Este.

Los anuncios de los acontecimientos venideros tienen una función importante en la versión transmitida por Durán, hasta tal punto que una buena mitad del relato global de la conquista les está destinada. El punto de partida es la profecía de Nezahualpilli, relatada aquí con profusión de detalles; el cometa en el cielo viene pues a confirmar las declaraciones. En la historia prodigiosa de la piedra pesada, la piedra misma se encarga de explicar el sentido del acontecimiento: “Haced saber a Moctezuma que su poder y su reino se acaban”. De la misma forma, el águila que rapta al campesino interpreta inmediatamente este prodigio: “Su poder y altivez se acercan a su fin”. Otros personajes se unen a este coro de profecías: “Ya están en marcha los que deben vengarnos de las afrentas y sufrimientos”. Al final, el propio Moctezuma empieza a profetizar la continuación de los acontecimientos: “Y quiero advertirte algo; sin ninguna duda, todos seremos matados por estos dioses y los supervivientes se convertirán en esclavos y vasallos suyos”.

Podríamos interrogarnos primero acerca de la veracidad de estos relatos. ¿Semejantes profecías realmente sucedieron? ¿Ocurrieron esos prodigios? En lo relativo a las primeras, su precisión a veces es tal que la respuesta parece fuera de duda: fueron fabricadas después, con conocimiento de causa; son “prospecciones retrospectivas”. El caso es ligeramente distinto para los segundos: las apariciones de cometas, o los tornados, o los terremotos pudieron muy bien ocurrir; pero fue el acontecimiento posterior – la invasión española – el que permitió constituirlos en serie y el que transformó los prodigios en presagios. Lo que los relatos demuestran es que los indios de Texcoco o Tlatelolco creían, en 1550, que la conquista había sido anunciada; sin embargo, no demuestran mientras lo afirman, que Moctezuma, en 1519, año de la llegada de los españoles, les prestara fe; además, resulta interesante constatar que el relato más antiguo, los Anales históricos, no dice palabra sobre este tema.

Pero si no podemos afirmar la veracidad directa de los relatos sobre este punto, esto no quiere decir que no comporten otro tipo de verdad, de naturaleza analógica. Los autores de los relatos de la conquista eran dignatarios mexicanos, a veces descendientes directos de príncipes de tal o cual ciudad. Su manera de comprender y de explicar es lo que podemos conocer como más cercano a la mentalidad de Moctezuma y de sus consejeros. Resulta verosímil – aunque no sea verdad – que éstos ya buscaran los signos anunciadores de los acontecimientos que se estaban produciendo.

¿Cómo interpretar esta característica de los relatos (que los aproxima, en este punto, a la Odisea o a La busca del Santo Grial)? Hay aquí un rechazo evidente del acontecimiento totalmente inédito: sólo puede producirse lo que ya ha sido anunciado. Toda la concepción del tiempo de los aztecas favorece el ciclo en detrimento de lo lineal, la repetición antes que la diferencia, el ritual frente a la improvisación. Cuando tal acontecimiento llega con todo a producirse - ¿y qué cosa más inédita que la aparición de los españoles? -, se procurará entonces transponerlo dentro de un esquema familiar para hacerlo inteligible y, de ese modo, al menos parcialmente aceptable. Semejante interpretación de la historia es un acto de resistencia contra la dominación española; es un último acto de guerra. Y a pesar de todo, el gesto es ambiguo: hacer aceptable el acontecimiento ¿no es resignarse ya a aceptarlo?

Un episodio que se encuentra en el relato de Durán ilustra muy bien esta actitud. Ya no se trata de un presagio ni de una profecía, sino de un relato completamente verídico, realizado a Moctezuma por sus emisarios, los cuales han encontrado españoles de la primera expedición. ¿Cómo reaccionará el soberano azteca? “Moctezuma se preguntaba cómo podría saber quiénes eran aquellas gentes y de dónde venían. Decidió hacer buscar a través de todos los medios a su disposición indios ancianos que podrían hacérselo saber, dentro del secreto más grande”. ¿Por qué motivo, ante este acontecimiento inédito, y bien descrito por sus observadores, hay que consultar a unos indios ancianos, si no porque sólo puede producirse en el presente lo que ya ha existido en el pasado, aunque sólo fuera en forma de predicción? Al relato de esta búsqueda está dedicado el capítulo LXX. Primero Moctezuma hace dibujar un retrato de los españoles, siguiendo las descripciones de los que los han visto; luego, enseña este cuadro a distintos ancianos, pero éstos permanecen mudos. Entonces, ensaya otra táctica: guarda el cuadro en su casa, y pide a los pintores más ancianos del reino sus viejos dibujos en los que están representados seres extraños. Nueva decepción: le muestran hombres con un solo ojo o con un único pie, hombres con cola de pez o con cola de culebra; pero nada que se parezca a los españoles. Descubre entonces a un viejo en Xochimilco, pintor a la vez que sabio. A la pregunta de Moctezuma responde desplegando una “pintura que me legaron mis antepasados”; como por casualidad, se perciben en ella unos seres parecidos en todo a los españoles, salvo que algunos montan no caballos sino águilas. Moctezuma queda afligido pero al mismo tiempo casi tranquilizado: sí, la cosa fue predicha.

La información concreta es sometida pues al mismo tratamiento que los prodigios: ella confirma el carácter cíclico del tiempo y la repetición de la historia.

La llegada de los españoles

Una vez los españoles allí, ¿cómo los perciben? La ausencia de costumbre preliminar produce una visión que podríamos llamar “distanciada”. Los arcabuces se convierten en “trompetas de fuego”, los barcos en colinas que se desplazan solas, en casas que flotan por medio de grandes lienzos; los caballos son “corzos”, y al principio no se sabe muy bien si están verdaderamente separados de los jinetes y si no comen también alimento humano. Tantos objetos que no existen en el mundo indio y que son descritos, después de todo, de una manera bastante plausible. Otras características de los españoles se evocan con mucha precisión y revelan especial atención hacia todo lo que es diferente: el colorido de la tez, el color de los cabellos y de la barba, la ropa, el alimento, las armas.

Los españoles, en un primer momento, serán tomados por dioses. El Códice de Florencia lo demuestra en varias ocasiones: “Y actuó así, Moctezuma, porque los creía unos dioses, los tomaba por unos dioses, les rendía culto como a unos dioses. Así eran llamados, eran denominados los “dioses venidos del cielo”, y los negros fueron llamados los “dioses sucios””. Muñoz Camargo describe las dudas de los mexicanos: “Si se tratara de dioses, no derribarían nuestros oráculos ni maltratarían a nuestros dioses puesto que serían sus hermanos”; pero, por otro lado, “eran dioses porque venían montados en unos animales muy extraños, nunca vistos ni oídos en el mundo”. Durán refiere también que los españoles eran llamados “dioses” y en una ocasión lo explica por la calidad de los barcos: “una obra más propia de los dioses que de los hombres”.

En realidad, esta suposición se vuelve más precisa en el Códice de Florencia y en Durán: no se trataría de dioses cualesquiera sino de Quetzalcoatl, dios y rey legendario, expulsado de su trono, que había prometido regresar un día; Moctezuma tomaría a Cortés por Quetzalcoatl, o en cualquier caso por uno de sus descendientes.

¿Cómo es posible la creencia general en la naturaleza divina de los españoles? Las frases que evocaban el hecho daban al mismo tiempo la explicación: su novedad, su extrañeza, su diferencia, al mismo tiempo que su superioridad técnica, hace clasificar a los recién llegados como dioses. Otro episodio de Durán ilustra el nacimiento de esta creencia. Moctezuma envió a brujos y hechiceros para luchar contra los españoles, lanzándoles visiones de pesadilla, provocando enfermedades, haciendo que su corazón se petrificara. La tentativa de los magos fracasa, y ésta es su explicación: “Se trataba de personas muy diferentes de ellos por el humor y la composición. La carne de esos dioses es dura, ningún arte de magia puede penetrar en ella y causar la mínima impresión, pues no podrían alcanzar su corazón. Los dioses tenían unas entrañas y unos pechos muy oscuros...”. Se pasa directamente de “muy diferentes” a “dioses”. Los aztecas habían vivido hasta entonces en un mundo relativamente cerrado, a pesar de la extensión de su imperio; ignoran la alteridad humana radical y, al encontrarla, utilizan la única categoría disponible, la que admite, precisamente, la extrañeza radical: son dioses.

La equivocación no dura mucho tiempo; pero se sitúa en el momento en que los españoles son particularmente vulnerables; al ejercer un efecto paralizador sobre los indios que veneran a los recién llegados en vez de combatirlos, ella desempeña una función importante para el desenlace del encuentro. Al mismo tiempo, o al cabo de poco, otra imagen de los españoles se impondrá (pero quizá ya es demasiado tarde). Los dioses han demostrado ser, muy al contrario, apenas humanos, movidos solamente por los instintos materiales. Todos los textos mencionan su “apetito de riquezas” (pero igualmente se abalanzan vorazmente sobre los alimentos en el sentido propio), lo que provoca el desprecio de los mexicanos: “Son como monos de cola larga que se han apoderado del oro por todas partes. […] Pues es bien verdad que tenían mucha sed, que lo engullían, que se morían de ganas, que lo querían tanto, el oro, como si fueran cerdos”.

Los españoles aparecen ante los mexicanos como seres simbólicamente pobres, que no saben apenas hablar e ignoran las dimensiones sociales y rituales de la vida. Les ofrecen el presente más prestigioso, el aderezo de los dioses: lo rechazan con desprecio, no viendo en él más que un montón de plumas. Les dan finas alhajas: las destruyen para arrancarles el oro bruto. “Y cuando todo el oro estuvo arrancado, entonces, prendieron fuego, hicieron quemar, destruyeron con el fuego los diferentes objetos valiosos. Lo quemaron todo. Y el oro lo moldearon en ladrillos, los españoles.” Y durante una de las primeras escenas de hostilidad, la matanza en el templo de México, los conquistadores se arrojan en primer lugar sobre los profesionales de la actividad simbólica: los personificadores de los dioses, los tamborileros: “En seguida, entonces, rodearon a los que bailaban; en seguida, golpearon las manos del que tocaba el tambor, fueron a cortar las palmas de sus manos, las dos; y luego le cortaron el cuello, y su cuello fue a caer a lo lejos.”

En contraste, los mexicanos se representan ellos mismos (y se nos aparecen a nosotros) como profundamente ligados al ritual y poco inclinados a imitar los comportamientos pragmáticos de los españoles: mientras que éstos se atracaban gustosamente con los presentes de sus anfitriones, estos últimos, en una ocasión parecida, llevan los alimentos que les ofrecen en procesión, cantando himnos apropiados, y los entierran en el templo. Y, cuando se apoderan de un cañón, junto con otras ceremonias, lo sumergen en el agua del lago. Es verdad que, simultáneamente, reprochan a los españoles hacer la guerra “sin avisar”.

Las reacciones de Moctezuma

Decir que Moctezuma está molesto a causa de las noticias referentes a los españoles es decir poco; está sumido en un estado de estupor. “Y cuando Moctezuma oyó aquello, quedó extremadamente horrorizado, como si estuviera medio muerto; su corazón estaba atormentado, su corazón estaba descompuesto”. ¿Por qué esta parálisis? El hecho mismo de que los españoles hayan podido poner pie en la costa mexicana parece haber determinado, para Moctezuma, el sentido de la actitud a mantener: ante el hecho totalmente nuevo, no hay reacción posible, pues este hecho, por su misma existencia, significa el desmoronamiento del antiguo sistema de pensamiento, en el interior del cual es inconcebible. No queda más que resignarse: “¿Cómo se ha podido producir esto? ¿De dónde nos han venido estas calamidades, estas angustias y estos tormentos? ¿Quienes son estas gentes que llegan? ¿De dónde vienen? ¿Quién les ha conducido a estos lugares? ¿Por qué no ocurrió en tiempos de nuestros antepasados? No hay otro remedio, señores míos, que preparar a vuestros corazones y a vuestras almas para sufrir pacientemente vuestro destino, pues está llamando ya a vuestras puertas.” Tal es el discurso que Moctezuma dirige a los otros reyes mexicanos. ¡Si al menos la cosa se hubiera producido en tiempos de los antepasados!

El estupor traduce pues la resignación y el fatalismo. Moctezuma pide a sus emisarios que se dejen comer por los recién llegados, si éstos lo desean. La misma existencia de los españoles, imprevista, es la prueba de su superioridad. “Lo que ha sido determinado, nadie puede evitarlo”.

Esta actitud no está únicamente reservada para Moctezuma. El Códice de Florencia describe a la población entera como paralizada e inmovilizada por el dolor. Lloran cuando se ven, se esconden en las casas. “Los mexicanos estaban muy asustados, tenían muchísimo miedo, estaban llenos de estupor. Un gran miedo se había difundido, el miedo se extendía; nadie se atrevía ya a emprender cosa alguna; como si hubiera allá una bestia feroz, como si la tierra estuviera muerta.” Este estado de estupor parece tener su origen en la novedad precisamente, en la ininteligibilidad de las cosas acaecidas: “E iban así, perdidos y tristes, sin saber qué pensar de acontecimientos tan extraños y singulares, jamás vistos ni oídos hasta entonces”.

Moctezuma continúa reaccionando dentro de la esfera cuya pertenencia, en cambio, está en entredicho a causa de la llegada misma de los españoles; y la ausencia de cualquier resultado palpable en sus empresas lo confirma en su resignación, o lo mantiene en un estado de perplejidad. Así pues, alterna acciones de sentido contrario, unas veces enviando encantadores, otras ofreciendo hospitalidad a esos dioses. Pero parece ser que la actitud benévola predomina, de tal forma que al final de su vida una nueva fracción de la opinión pública mexicana lo acusa de haberse vuelto, injuria suprema para los viriles aztecas, la mujer de los españoles; mientras que otras versiones lo representan incluso convertido al cristianismo.

Las disensiones internas

A principios del siglo XVI México no es un Estado homogéneo sino un conglomerado de poblaciones dominadas por los aztecas de México-Tenochtitlán; dominación reciente y frágil en algunos casos. Además, frecuentemente las relaciones entre poblaciones vecinas son hostiles. De ahí que la llegada de los españoles provoque una serie de reacciones contradictorias, las cuales, consideradas en su totalidad, favorecen la causa de Cortés. Por ejemplo, los tlaxcaltecas, exteriores al imperio azteca, sufren constantemente sus agresiones; gustosamente pues se pondrán al servicio de Cortés. Los habitantes de Teocalhueyacan también se quejan: “Moctezuma y los mexicanos nos traen desgracia, nos atormentan muchísimo. ¡Hasta nuestra nariz ha llegado nuestra miseria!”. Todos los viejos rencores despiertan con el paso de los españoles. Una gran rivalidad opone las vecinas ciudades de Tlaxcala y Cholula: la llegada de Cortés será la ocasión de una venganza de los habitantes de la primera sobre los de la segunda, motivada en la crónica de Muñoz Camargo, que es de Tlaxcala, por los gestos hostiles de los cholultecas.

Gracias a su sistema de información, Cortés se entera muy pronto de la existencia de disensiones internas y decide aprovecharse de ellas: “había encontrado lo que deseaba, a saber, esta discordia”; y le vemos cultivarla cuidadosamente, uniendo así a su causa una población tras otra. En el transcurso de la última fase de la guerra, una impresionante armada de indios se pondrá al servicio de Cortés para luchar contra los mexicanos. El Códice Ramírez se detiene en una escena bien significativa en la que Hernando Ixtlilxochitl derriba los ídolos a los que había venerado hasta hacía muy poco: “Cortés se apoderó de la máscara, don Hernando cogió por los cabellos al ídolo que adoraba no hacía mucho y lo decapitó. Con la cabeza colgando de su brazo, la mostraba a los mexicanos y les decía con una voz vibrante: “Ved vuestro dios y su poco poder; reconoced vuestra derrota y recibid la ley de Dios, único y verdadero”.

El enfrentamiento

En las primeras batallas los españoles se oponen no a los habitantes de México sino a los de otras ciudades más cercanas de la costa atlántica. El Códice de Florencia relata uno de estos encuentros como una victoria total de los intrusos. “Pero, a esos otomis, a esas gentes de Tecoac, los españoles los han arruinado enteramente, los han aniquilado completamente, los han aplastado, los han hecho papilla.”

13. Naturaleza humana vs Diversidad cultural: identidad, alteridad e interculturalidad (desde la perspectiva de una sociedad multicultural)

Parekh, B., Repensando el multiculturalismo

Introducción

En las últimas cuatro décadas del siglo XX se ha asistido al surgimiento de todo un conglomerado de movimientos políticos e intelectuales, liderados por grupos tan distintos como pueblos indígenas, minorías nacionales, naciones etnoculturales, inmigrantes antiguos y recientes, feministas, gays y lesbianas o los verdes. Representan prácticas, estilos de vida, puntos de vista y modos de vida que difieren de los de la cultura dominante de una sociedad más amplia que desincentiva en diversos grados su aceptación. Aunque sean demasiado diferentes entre sí como para poder compartir una agenda filosófica o política común, todos ellos se sienten unidos en la medida en que se resisten a aceptar la homogeneización y asimilación en sociedades más amplias basadas en la creencia de que sólo existe una única forma correcta o normal de entender y estructurar los ámbitos relevantes de la vida. Cada uno a su modo lucha porque la sociedad reconozca lo legítimo de sus diferencias, en especial de aquellas que, según su forma de ver las cosas, no son triviales o incidentales, sino que surgen de sus identidades y las conforman. Aunque a veces se “infle” el término identidad para que llegue a abarcar casi cualquier cosa que caracterice a un grupo o individuo, la mayoría de los defensores de estos movimientos lo utilizan para referirse a aquellas características heredadas o elegidas que, definiéndoles como cierto tipo de personas o grupos, pasan a formar parte integrante del modo en que se comprenden a sí mismos. Por lo tanto, estos movimientos participan en una lucha más amplia por obtener el reconocimiento de su identidad y su diferencia o, más exactamente, de las diferencias relacionadas con su identidad.

Sus exigencias de reconocimiento van mucho más allá de la petición ya familiar de tolerancia, ya que esta última implica admitir la validez de la desaprobación social y la necesidad de confiar en el autocontrol. En cambio, lo que demandan es la aceptación, el respeto e incluso la afirmación pública de sus diferencias. Muchos de estos grupos quieren que la sociedad les trate en plano de igualdad al resto y no les discrimine o les coloque en desventaja. Algunos van incluso más allá y también solicitan que se respeten sus diferencias. Es decir, no quieren que se les considere desviaciones patológicas que deban ser aceptadas a regañadientes. Desean que se entienda que su forma de organizar los ámbitos relevantes de su vida o de vivir sus vidas, tanto individual como colectivamente, es igual de válida que las demás. Si bien la aceptación de diferencias implica cambios legales en una sociedad, el respeto también exige cambios en las actitudes y formas de pensar. Algunos de los líderes de los nuevos movimientos van aún más lejos y presionan para que sus diferencias se acepten públicamente recurriendo a símbolos u otros medios.

A los ojos de sus defensores éstas y otras demandas relacionadas con ellas representan la lucha por la libertad, la autodeterminación y la dignidad contra puntos de vista y prácticas opresivas, contingentes e ideológicamente influenciadas, que se escudan tras una falsa objetividad y validez universal. Sus críticos opinan que estas demandas reflejan un laissez-faire moral y cultural, un rechazo relativista de todas las normas y de la búsqueda de la verdad, una exaltación hueca, autocomplaciente y, en último término, autodestructiva de la diferencia por la diferencia misma; en resumen, la voluntad crítica y política de no vivir según las normas establecidas. Es este debate, tanto en sus formas más extremas como en las más moderadas, el que conforma la esencia del discurso que rodea a la política del reconocimiento.

Aunque la política del reconocimiento tenga su propia lógica autónoma, también está estrechamente relacionada con otras políticas más antiguas y que nos resultan más familiares, como las referentes a la justicia social o la redistribución económica. Esta última nunca se ciñó exclusivamente a la redistribución y conllevaba, de forma explícita o implícita, una agenda cultural. En el socialismo clásico no se trataba sólo de conseguir mejores oportunidades económicas para los pobres y los más desfavorecidos, ya que también se quería crear una nueva cultura y nuevas formas de relación social. El marxismo atacaba al capitalismo en nombre de una nueva civilización basada en el tipo de identidad universalista representada por el proletariado. Si bien a veces parece que los nuevos movimientos que constituyen la punta de lanza de la política del reconocimiento sólo se preocupan de los temas de la identidad y la diferencia, sus portavoces más coherentes son capaces de apreciar que no pueden disociarse de una estructura política y económica más amplia. Las identidades se valoran o se devalúan según los lugares que ocupan quienes las ostentan en el marco de la estructra de poder prevaleciente, y, a su vez, su revalorización implica cambios en éste. Las mujeres, los gays, las minorías culturales, etc., no pueden hacer realidad sus identidades o expresarlas allí donde no existen la libertad necesaria para la autodeterminación, un clima conducente a la diversidad, recursos materiales y oportunidades, sistemas legales adecuados, etc., todo lo cual implica la realización de profundos cambios en todos los ámbitos de la vida.

Aunque a veces se tienda a meter todos estos movimientos en un mismo saco para englobarlos en el capcioso término multiculturalismo, en verdad este último sólo hace referencia a algunos de ellos. El multiculturalismo no se refiere a la diferencia y la identidad per se, sino a aquellas que se subsumen en una cultura y son sostenidas por ésta. Es decir, a un cuerpo de creencias y prácticas que dan forma a los términos en que un grupo de personas se entiende a sí mismo y al mundo, organizando sus vidas colectivas e individuales. Al contrario de lo que ocurre en el caso de las diferencias que surgen a partir de elecciones individuales, las diferencias culturales conllevan una cierta dosis de autoridad, y se estructuran y tutelan por el hecho de formar parte de un sistema compartido de sentido y significado históricamente heredado. Para clarificar esta distinción entre ambos tipos de diferencias usaré el término diversidad para referirme a las diferencias culturalmente determinadas. Así, el multiculturalismo trata de la diversidad cultural o de las diferencias culturales. Puesto que existe la posibilidad de aceptar otro tipo de diferencias, sin tolerar aquellas que proceden de una cultura o viceversa, no todos los defensores de la política del reconocimiento simpatizan necesariamente con el multiculturalismo.

En las sociedades modernas, la diversidad cultural adopta muchas formas, de entre las cuales tres son las más comunes. En primer lugar, si bien sus miembros comparten una cultura en sentido amplio, algunos de ellos, o bien defienden creencias y prácticas distintas en ciertos ámbitos de la vida, o bien crean por su cuenta modos de vida relativamente diferentes. Los gays, las lesbianas, y todos aquellos que hacen gala de estilos de vida o estructuras familiares no convencionales pertenecen a la primera de las categorías y los mineros, pescadores, ejecutivos transnacionales que viven en el avión, artistas y otros, a la segunda.

Todos ellos comparten en un sentido amplio el sistema dominante de significados y valores de su sociedad de referencia e intentan hacer un hueco dentro de él para sus estilos de vida divergentes. No representan una cultura alternativa sino que intentan pluralizar la existente. Por razones de comodidad voy a denominar a este fenómeno diversidad subcultural.

En segundo lugar, algunos de los miembros de la sociedad se muestran muy críticos respecto de ciertos principios o valores centrales de la cultura prevaleciente e intentan reconstruirlos de forma adecuada. Las feministas atacan el profundamente arraigado prejuicio patriarcal; las personas religiosas su orientación secularizante; los ecologistas el prejuicio antropocéntrico y tecnocrático. Éstos y otros grupos no representan subculturas ya que a menudo suponen un reto para la base misma de la cultura existente. Tampoco se trata de comunidades culturales distintivas que viven con arreglo a su propios valores y formas de ver el mundo, ya que se limitan a ofrecer argumentos intelectuales sobre la forma correcta de reconfigurar la cultura dominante. Voy a llamar a esto diversidad de perspectiva.

En tercer lugar, la mayoría de las sociedades modernas también engloban algunas comunidades reservadas y más o menos organizadas que viven con arreglo a sus propios sistemas de creencias y prácticas. Entre ellos hay que incluir a los inmigrantes recientes, comunidades largamente establecidas como la judía, los gitanos o los amish, diversas comunidades religiosas y grupos culturales territorialmente concentrados como los pueblos indígenas, los vascos, los catalanes, los escoceses, los galeses y los quebequeses. Voy a denominar a esto diversidad comunal.

Si bien estos tres tipos de diversidad comparten ciertos rasgos comunes (llegando a veces a solaparse), también difieren en importantes aspectos. La diversidad subcultural está incardinada en una cultura compartida que se desea abrir y diversificar, no reemplazar por otra. Esto no significa que sea más superficial o más fácil de encajar que otros tipos de diversidad. Matrimonios cuyos miembros sean del mismo sexo, la cohabitación y la cuestión de los padres homosexuales a menudo ofenden profundamente y provocan fuertes reacciones entre muchos miembros de la sociedad. Sin embargo, su reto se mantiene dentro de los márgenes de un ámbito limitado y se articula en términos de valores que, como la autonomía personal y la libertad de elección, proceden de la cultura dominante. La diversidad de perspectiva supone una visión de la vida que la cultura dominante, o bien rechaza en conjunto, o bien acepta en teoría pero rechaza en la práctica. Es más radical, abarca más que la diversidad subcultural y no resulta tan fácil de encajar. La diversidad comunal es algo bien diferente. Nace y se sostiene a partir de una pluralidad de comunidades largo tiempo establecidas, cada una de las cuales cuenta con su propia y larga historia y una forma de vida que desea preservar y transmitir. En este caso, la diversidad es robusta y tenaz, tiene representantes sociales bien organizados y resulta, a la vez, más difícil y más sencilla de encajar, dependiendo de su profundidad y de sus demandas.

Por lo general, se utilizan los términos “sociedad multicultural” y “multiculturalismo” para hacer referencia a una sociedad que, o bien engloba los tres y aún otros tipos de diversidad, o bien sólo abarca los dos últimos tipos, o se caracteriza por contar únicamente con el tercero de los tipos de diversidad. Si bien cada uno de estos tres usos tiene sus ventajas y sus inconvenientes, es al tercero al que más se recurre, y es en este sentido en el que más voy a utilizar el término.

El uso restringido que hacemos del concepto también cuenta con una base histórica latente tras los términos “multicultural” y “multiculturalismo”, ya que los primeros movimientos asociados a esta realidad aparecen en países que tuvieron que enfrentarse al hecho de la coexistencia de distintos grupos culturales. Estas sociedades ya habían asumido hacía tiempo que contaban con una única cultura nacional que podría similar a todos sus ciudadanos. Y de repente se encontraron con que abarcaban a grupos, bien establecidos hacía tiempo o bien recién llegados, que no querían o no podían asimilar y cuya presencia, por lo tanto, les obligaba a enfrentarse a retos nuevos y nada familiares. En tanto que nación de inmigrantes, los Estados Unidos de América llevan mucho tiempo haciendo hincapié en la necesidad de una “rápida asimilación de los extranjeros” en lo referente a la “lengua y la cultura que ha llegado hasta nosotros a partir de los artífices de esta República”, expresado en palabras de Theodore Roosevelt. Dominado por la idea de una única identidad y cultura americanas que constituyera el núcleo del “americanismo” o el “credo americano”, el país ofrecía “generoso asilo a diversas gentes”, pero “no siempre ha constituido un refugio importante para diversas culturas [que]... en el mejor de los casos han seguido siendo una corriente marginal”. Por razones que no nos ocupan aquí, la lucha negra en los Estados Unidos adoptó un giro cultural en la década de 1960, y muchos de sus líderes insistieron en la necesidad de mantener y reconocer su cultura, en parte como afirmación de una identidad étnica propia, en parte en la esperanza de que esto contrarrestaría el fracaso escolar y la baja autoestima de sus hijos y, también en parte, para poder construir una base ideológica y política en su lucha contra el racismo. A ellos se unieron portorriqueños, mexicanos norteamericanos, los pueblos indígenas, algunos sectores de los nuevos inmigrantes europeos, y otros. Todos ellos insistían en la necesidad de afirmar su identidad cultural, declarando que América era multicultural y haciéndose eco de la causa del multiculturalismo.

Australia se declaró oficialmente multicultural y se comprometió con la causa del multiculturalismo a principios de la década de 1970, debido a su creciente “asiatización” y a la presencia de “tipos no asimilables”. En términos generales ocurrió lo mismo en Canadá. Israel empezó a considerarse multicultural a finales de la década de 1960, debido a que los judíos sefardíes y los orientales empezaron a exigir una revisión de lo que hasta entonces había sido la autodefinición y cultura nacional dominante. “¿Dónde está el orgullo de los sefardíes?” rezaba uno de los eslóganes populares de los Panteras Negras, un grupo militante entre ellos. En Gran Bretaña, la apreciable presencia de asiáticos del sur y de afrocaribeños en la década de 1960, así como la negativa, especialmente de los primeros, a ser asimilados, colocó al multiculturalismo en un lugar destacado de la agenda pública. En Alemania, el multiculturalismo encontró un hueco en la agenda nacional tras la llegada de importantes contingentes de inmigrantes procedentes de Turquía y otros lugares que, en palabras de un destacado político alemán, “ya no querían ser asimilados hasta el punto de tener que renunciar a su identidad cultural, especialmente porque cada vez más proceden de esferas culturales diferentes.” En todas estas sociedades, el multiculturalismo se convirtió en un movimiento política e ideológicamente significativo, debido a su rechazo a las demandas asimilacionistas de la sociedad de acogida.

Por lo tanto, una sociedad multicultural es aquella que engloba a dos o más comunidades culturales. Puede reaccionar ante esta diversidad cultural de uno de dos modos, cada uno de los cuales puede adoptar, a su vez diversas formas. Puede darle la bienvenida y aplaudirla, hacer de ella algo central para su autocomprensión y respetar las demandas culturales de las comunidades que la conforman. O puede intentar asimilar a estas comunidades para integrarlas en la corriente cultural principal, bien totalmente, bien en lo esencial. En el primero de los casos se trata de una orientación y un ethos multiculturalista y, en el segundo, monoculturalista. Ambas sociedades son multiculturales, pero sólo una de ellas es multiculturalista. Con el término “multicultural” se hace referencia al hecho de la diversidad cultural, el concepto “multiculturalismo” se refiere a la respuesta normativa ante este hecho.

A menudo, la incapacidad para distinguir entre una sociedad multicultural y una multiculturalista ha conducido a agudos debates, en gran medida innecesarios, sobre la forma de describir una sociedad. En Gran Bretaña las minorías étnicas pertenecientes a diversas comunidades culturales no abarcaban más allá del 6 por 100 de la población. Aunque se trate claramente de un país multicultural, la opinión pública conservadora se resiste sistemáticamente a esta descripción. Gran Bretaña ha creado a lo largo de los siglos una cultura distintiva íntimamente vinculada a su identidad nacional y quiere que ésta siga gozando de un status privilegiado. Llamarla multicultural implica que no se debe otorgar a la cultura tradicional un puesto de honor, que las culturas minoritarias resultan igual de centrales para su identidad, que deberían ser respetadas y cuidadas sin que se deba incentivar su desaparición con el tiempo, y que las minorías étnicas no se componen de individuos sino de comunidades organizadas con derecho a realizar peticiones colectivas. Puesto que los conservadores rechazan todo esto, rehúsan el calificativo de multicultural para Gran Bretaña. Sin embargo, muchos liberales británicos, que se muestran de acuerdo con la mayoría de estas implicaciones, no dudan en aceptar esta descripción.

En términos aproximados, Francia cuenta con el mismo número de población étnicamente minoritaria que Gran Bretaña, y su composición es similar a grandes rasgos. En este caso no es sólo la opinión pública conservadora la que rechaza la aplicación a sí misma del término sociedad multicultural; lo mismo ocurre en el caso de la opinión liberal. La tradición política francesa se basa en una noción fuerte de ciudadanía. Ser ciudadano francés significa integrarse mediante un acto de voluntad libre en la nación francesa y gozar de los mismos derechos y obligaciones que el resto. La tradición sólo reconoce ciudadanos y no hay lugar en ella para el concepto de minoría. Los ciudadanos pueden encontrarse en minoría en este o aquel aspecto, pero no existen minorías con la connotación de un status organizado, exclusivo y más o menos permanente. Además, se supone que la nación francesa encarna y protege a la cultura francesa, cuya aceptación por parte de los ciudadanos es condición previa para la adquisición de la ciudadanía. De hecho se cree que los valores de la cultura francesa no son exclusivamente franceses sino universalmente válidos, por lo que Francia se cree justificada para exigir a sus “minorías” que se sometan a ellos. Desde este punto de vista, las culturas minoritarias no pueden exigir ni el reconocimiento ni la aceptación pública. Tanto para los conservadores como para los liberales, Francia no es una sociedad multicultural.

En Gran Bretaña y en Francia, la disputa terminológica surge en torno a la confusión a la que hacíamos referencia con anterioridad. Ambas sociedades son multiculturales en el sentido al que aludíamos, y el desacuerdo surge a la hora de definir la forma correcta de reaccionar ante el hecho de que algunos prefieren una respuesta multiculturalista al problema, y otros una asimilacionista o monoculturalista.

En primer lugar, en las sociedades premodernas las comunidades minoritarias solían aceptar su status subordinado y se mantenían confinadas en los espacios sociales e incluso geográficos que les habían asignado los grupos dominantes. Aunque los turcos de la época del Imperio otomano contaban con extensas comunidades judías y cristianas a las que garantizaban mucha mayor autonomía de la que se respeta en la mayor parte de las sociedades modernas, la sociedad turca ni era ni se consideró nunca a sí misma una sociedad multicultural. Se trataba de una sociedad básicamente musulmana que englobaba por azar minorías no islámicas a las que se denominaba dhimmis o comunidades protegidas. Los ideales perseguidos eran islámicos y la gobernaban musulmanes, los únicos que ostentaban plenos derechos de ciudadanía, ya que el resto contaba con muchos derechos culturales pero pocos derechos políticos. El clima político y cultural de las sociedades multiculturales modernas es bien distinto. Gracias a la dinámica propia de la economía moderna, las comunidades constitutivas de una sociedad no pueden vivir sus vidas aisladamente y se ven envueltas en complicados modelos de interacción entre sí y con la sociedad más amplia. Y, gracias a la difusión de las ideas liberales y democráticas, se niegan a aceptar un status político inferior y exigen los mismos derechos políticos que los demás, incluido el derecho a participar y dar forma a la vida cultural de la sociedad en sentido amplio. La sociedad extensa, por su parte, también dota de legitimidad a algunas de estas demandas e intenta, al menos en alguna medida, darles una respuesta.

En segundo lugar, y merced al colonialismo, la esclavitud, el holocausto y el enorme sufrimiento generado por las tiranías comunistas, somos más conscientes que antes de que el dogmatismo moral y el espíritu de venganza no sólo generan una enorme violencia, sino que también nos impiden verla y embotan nuestra sensibilidad moral. Nuestra comprensión de la naturaleza, de las fuentes y formas sutiles de violencia es más profunda, y somos capaces de apreciar que, al igual que se puede oprimir política y económicamente a grupos de gente, se les puede oprimir y humillar culturalmente, que estas y otras formas de opresión se refuerzan mutuamente y que, por lo tanto, si nos preocupa la justicia social, debemos tener en cuenta no sólo los derechos económicos, sino asimismo los culturales y las políticas de bienestar. Además, gracias a los avances de la sociología del conocimiento, el psicoanálisis y la psicología cultural, somos capaces de apreciar mejor que antes que la cultura es algo que importa profundamente a la gente, que su autoestima depende del reconocimiento y el respeto de los demás, y que nuestra tendencia a confundir lo cultural con lo natural y a universalizar inconscientemente nuestras prácticas y creencias causa mucho daño y genera injusticia hacia los demás.

En tercer lugar, las sociedades multiculturales contemporáneas se ven estrechamente unidas entre sí debido a los enormemente complejos procesos de globalización económica y cultural. La tecnología y los bienes circulan libremente y no son culturalmente neutros. Las multinacionales introducen nuevos sistemas de gestión y nuevas industrias, y requieren para ello que las sociedades de acogida creen previamente las necesarias condiciones culturales previas. La opinión pública mundial exige que se suscriba el cuerpo universal de valores encarnado en los principios sobre derechos humanos, e impone así cierta homogeneidad moral. La gente viaja por trabajo o turismo, exportando e importando nuevas ideas e influencias. Debido a todo esto, ninguna sociedad puede seguir siendo un grupo culturalmente autárquico y aislado. De hecho, las influencias externas son tan sutiles y profundas que las sociedades de acogida ni siquiera se dan cuenta de su presencia e impacto. Hoy en día la idea de una cultura nacional tiene poco sentido, y el proyecto de unificación cultural sobre el que basaban su estabilidad y cohesión muchas sociedades pasadas y todos los Estados modernos ya no resulta viable. Así, la diversidad cultural contemporánea tiene un aire de inexorabilidad e impredictibilidad y se ha convertido en un problema universal.

En cuarto lugar, las sociedades multiculturales contemporáneas han surgido sobre el trasfondo de un Estado-nación culturalmente homogeneizador que ya tiene varios siglos de antigüedad. En casi todas las sociedades premodernas se consideraba a las comunidades culturales portadoras de derechos colectivos y se les permitía seguir libremente con sus costumbres y sus prácticas. El Estado moderno se basaba en una idea muy distinta de unidad social. En general sólo se reconocía a los individuos como portadores de derechos y se intentaba crear un espacio legal homogéneo compuesto de unidades políticas uniformes y sujetas al mismo cuerpo de leyes e instituciones. Se propuso desmantelar a las comunidades largamente establecidas y reunificar a todos los individuos así “emancipados” sobre la base de una estructura de autoridad centralizada y colectivamente aceptada. Puesto que el Estado no podía funcionar sin la homogeneización cultural y social como base, hace ya varios siglos que se intenta impulsar a las sociedades en esa dirección. Gracias a lo cual, nos hemos acostumbrado tanto a considerar que unidad es lo mismo que homogeneidad y uniformidad que, al contrario de lo que ocurría en el caso de muchos de nuestros homónimos premodernos, nos sentimos moral y emocionalmente desorientados ante las exigencias políticas de una diversidad profunda y desafiante a la que no sabemos cómo adaptar.

Nosotros debemos abordar el problema de los derechos culturales de las minorías, la naturaleza de los derechos colectivos, la pregunta de por qué difieren entre sí las culturas, de si su diversidad es un fenómeno transitorio o permanente, de si es deseable y por qué, de si todas las culturas merecen el mismo respeto, de si habría que juzgarlas en sus propios términos o según nuestros estándares universales y cómo se pueden extraer ventajas de la aplicación de estos últimos, de si podemos, y cómo, comunicarnos unos con otros y resolver las profundas diferencias que existen entre las culturas, etc. Hay que incluir asimismo cuestiones como la relación existente entre el Estado y la cultura, si habría que ignorar o reconocer públicamente esta variedad de culturas, si habría que privilegiar a la comunidad dominante o tratarlas a todas por igual, si la igualdad implica neutralidad o imparcialidad, si el Estado puede y cómo respetar a la vez la diversidad cultural y asegurar la unidad política, sin olvidar el asunto de en qué términos se debería fijar el alcance de la diversidad permisible. Al igual que el Estado en una sociedad de clases puede llegar a institucionalizar y legitimar el gobierno de la clase dominante, podría sacralizar el dominio de una comunidad cultural en una sociedad culturalmente dividida, lo que a su vez plantea el problema de si se podría evitar este riesgo y cómo.

En las sociedades multiculturales también surgen problemas en torno a la naturaleza y las funciones de la teoría política. Prácticamente todos los politólogos antiguos consideraban que su audiencia era la humanidad entera y afirmaban la validez universal de sus ideas sobre la vida buena, los modelos de unidad política, la teoría de los derechos, la justicia, la obligación política, la igualdad, etc. Una vez que hemos apreciado que los seres humanos están incardinados en una cultura, que esas culturas difieren enormemente entre sí y que la supuesta audiencia de la teoría política no es culturalmente homogénea, conviene reconsiderar los puntos de vista sobre su naturaleza y sus funciones. Incluso aunque el teórico político decidiera limitarse a explicar su propio tipo de sociedad, tal como ha hecho John Rawls en sus últimos escritos, no resolveríamos el problema.

Dominan en la politología actual dos grandes corrientes de pensamiento. Una de ellas hace de la naturaleza la base de la teoría política, la otra hace lo propio con la cultura. A partir del argumento de que la teoría política debiera estar incardinada en una teoría general sobre los seres humanos y, afirmando incorrectamente que esta última equivale a una teoría sobre la naturaleza humana, el primer grupo de autores, a los que denominaré monistas o naturalistas, afirmaba haber llegado a algún tipo de comprensión verdadera o racional de entender al ser humano, al mundo y a la vida buena. Algunos de ellos, por ejemplo los filósofos griegos y los cristianos, J. S. Mill y Hegel, optaron por una visión esencialista o “densa” de la naturaleza humana, mientras que Hobbes, Locke y Bentham prefirieron un punto de vista formal o “tenue”. No obstante, ambos grupos asumieron que la naturaleza humana era inalterable, que no se veía afectada en lo esencial ni por la cultura ni por la sociedad, y que comprender en qué consistía permitía averiguar cuál era la mejor forma de organizar la vida. Por lo tanto, sus ideas otorgaban a la cultura un papel poco creativo ya que quedaba relegada a ser un mero epifenómeno y confinada a las áreas moralmente indiferentes relacionadas con las costumbres y los rituales, sin poder ejercer influencia alguna sobre la organización de la vida moral y política.

Tanto el culturalismo como el pluralismo que surgieron en tanto que reacción ante el naturalismo y fueron compartidos en diversos grados por los sofistas, Vico, Montesquieu, Herder, los románticos alemanes y otros, hicieron el movimiento contrario. Argumentaron que los seres humanos eran seres constituidos por la cultura, que su naturaleza variaba de cultura en cultura y que sólo compartían las propiedades mínimas de la especie de las que no cabía deducir nada que tuviera relevancia política o moral. Si bien los culturalistas tenían razón al apreciar la importancia desplegada por la cultura, no llegaron a comprender correctamente su naturaleza. Al considerarla desde el punto de vista orgánico, pasaron por alto su diversidad interna y las tensiones que existían dentro de ella y no pudieron explicar cómo cambiaba y por qué los miembros de una cultura eran capaces de criticarla. Dividieron a la humanidad en dos unidades culturales diferentes, y no fueron capaces de dar una explicación coherente sobre el hecho de que los seres humanos fueran capaces de comunicarse de cultura a cultura o de evaluar las costumbres y prácticas de otras culturas.

Ni el naturalismo ni el culturalismo pueden explicar la vida humana de un modo coherente y ayudarnos a teorizar en torno a las sociedades multiculturales. Unos hacen hincapié sobre el hecho innegable de la humanidad compartida, pero pasan por alto el hecho igualmente obvio de que la naturaleza humana se ve mediatizada y reconstituida por la cultura y no puede ofrecer por sí misma una base trascendental a partir de la cual se obtenga una idea transcultural de lo que es la vida buena; los otros cometen el error contrario. Nadie intenta captar ambas versiones de forma relacional ni defender que los seres humanos sean, a la vez, seres naturales y culturales, iguales y diferentes, e iguales de formas distintas. Si queremos desarrollar una concepción coherente de los seres humanos, es preciso que sometamos cada una de estas teorías a una crítica rigurosa y avancemos más allá de esta polaridad congelada.

Aunque se haya cuestionado el monismo prácticamente desde sus inicios por parte de una gran variedad de tradiciones menores como el escepticismo, el relativismo o el pluralismo moral, el pluralismo cultural no vio la luz hasta el siglo XVIII, momento en que ciertas formas de pensamiento relacionadas con lo histórico, lo sociológico y lo antropológico situaron a la diversidad cultural en un lugar destacado de la agenda filosófica. Siendo conscientes de las limitaciones tanto del monismo como del pluralismo, muchos teóricos actuales de la sociedad multicultural, casi todos liberales, han intentado volver a reflexionar en torno al lugar que ocupa la cultura en la vida humana para imprimir al debate una nueva orientación.

V. La comprensión de la cultura

Naturaleza y estructura de la cultura

Los seres humanos intentan encontrar un sentido a sí mismos y al mundo y se plantean preguntas respecto del sentido y significado de la vida humana, de sus actividades y de las relaciones que establecen. Cuando se pregunta por el sentido que tiene una actividad se están planteando cuestiones sobre su naturaleza y su propósito. Preguntar por el significado de algo supone pensar en su mérito y valor, en el tipo y grado de importancia que cabe asignarle y en el lugar que ocupa en el ámbito de la vida humana en general. Sentido y significado guardan una estrecha relación entre sí, ya que el significado del que dotamos a algo depende del modo en que entendamos su naturaleza y y propósito. Por ejemplo, preguntarnos por el sentido de la sexualidad supone cuestionar el tipo de actividad de la que se trata, preguntarse si es algo exclusivamente físico o tiene un significado social y espiritual, si implica un compromiso moral por parte de los implicados y de qué tipo, y cómo se relacionan entre sí sus diversas dimensiones: el placer, la reproducción, etc. Cuando nos preguntamos por su significado, nos planteamos si es importante y por qué, cuál es el papel que desempeña en la vida humana, cuál es su importancia comparada en relación a otras actividades y deseos, etc. Se pueden plantear cuestiones sobre el sentido y el significado de cualquier actividad humana, como puede ser el escribir un libro, ganar dinero, hacer una carrera, votar o protestar contra la injusticia. También se pueden hacer estas preguntas en torno a cualquiera de las relaciones humanas como la de ser padre o ser hijo, ser marido o ser esposa, ser vecino, ser un colega, un ciudadano o un extranjero, y cabe asimismo plantear estos temas respecto de la vida humana en general.

Las creencias o puntos de vista quesostienen los seres humanos sobre el sentido y significado de la vida humana, así como respecto de las actividades y las relaciones que forman parte de ella, configuran las prácticas en torno a las cuales estructuran y regulan sus vidas individual y colectivamente. Utilizaré el término cultura para referirme a estos sistemas de creencias y prácticas. La cultura es un sistema de sentido y significado creado históricamente o, lo que viene a ser lo mismo, un sistema de creencias y prácticas en torno a las cuales un grupo de seres humanos comprende, regula y estructura sus vidas individual y colectivamente. Es una forma tanto de comprender como de organizar la vida humana. La comprensión que se persigue tiene una vertiente práctica, no es de naturaleza puramente teórica como ocurre en el caso de la filosofía o la ciencia. El modo en que la cultura permite organizar la vida humana no es ad hoc y meramente instrumental, sino que está basado en una forma concreta de conceptualizarla y comprenderla.

Cuando lo usamos en forma sustantivada, el término cultura abarca más o menos la totalidad de la vida humana. Cuando lo adjetivamos, hacemos referencia a un área o aspecto de la vida humana enfatizado a través del adjetivo. Términos como la cultura de los negocios, la cultura de la droga, cultura moral, política, académica o sexual hacen referencia a todo un cuerpo de creencias y prácticas llamadas a regular los ámbitos más relevantes de la vida humana, incluidas las formas de conceptualizarlos, delimitarlos, estructurarlos y regularlos. Términos como cultura gay, juvenil, de masas o de los trabajadores, hacen referencia al modo en que estos grupos entienden el lugar que ocupan en la sociedad y regulan sus relaciones tanto internas como externas. La cultura popular se refiere a las creencias y prácticas de hombres y mujeres corrientes, a la cultura tal como se la vive realmente, mientras que el concepto de alta cultura define los grandes logros creativos de las mentes mejor dotadas de una sociedad dada. Si bien la alta cultura pretende ir más allá de la cultura general de la sociedad en sentido amplio debido a su interés por explorar los rasgos más universales de la existencia humana, retiene invariablemente rasgos de su origen local. Esto se debe a que hasta las mentes más creativas se ven influenciadas por la sociedad a la que pertenecen desde la infancia, se orientan a partir de las experiencias que viven a través de ella, utilizan su lengua, comparten algunas de las asunciones inconscientes de esa sociedad y esperan ser apreciadas o al menos comprendidas por el resto de sus miembros.

La cultura se articula a distintos niveles. En su nivel más básico se ve reflejada en el lenguaje, en una sintaxis, gramática y vocabulario que sirven para describir el mundo. Aquellas sociedades que comparten una lengua común comparten al menos ciertos rasgos culturales. Y cuando un grupo de individuos adquiere una lengua totalmente nueva (como ocurriera por ejemplo en el caso de muchos súbditos coloniales), también está aprendiendo formas totalmente nuevas de entender el mundo. La cultura de una sociedad también se encarna en sus proverbios, máximas, mitos, rituales, símbolos, memorias colectivas, chistes, lenguaje corporal, formas de comunicación no lingüística, costumbres, tradiciones, instituciones y formas de saludo. A un nivel ligeramente distinto se encarna en el arte, la música, la literatura oral y escrita, la vida moral, los ideales de excelencia, los individuos ejemplares y la idea de la vida buena. Aunque estructure y ordene la vida humana, la cultura también se articula en reglas y normas que gobiernan actividades y relaciones sociales tan básicas como cuándo y con quién se come, con quién se asocia uno, con quién se hace el amor, cómo se llora y dispone de los muertos, cómo debe tratarse a los padres, los hijos, la esposa, los vecinos y los extraños.

Toda cultura evoluciona en el tiempo pero no por ello deja de ser un todo complejo y sin sistematizar. Comprende lo que Raymond Williams ha denominado hilos residuales de pensamiento, es decir, ideas que fueron dominantes en su momento y sobreviven en el seno de la cultura dominante, bien adoptando la forma de recuerdos históricos, bien en tanto que elementos no digeridos. Una cultura también tiende a producir lo que Williams denomina hilos de pensamiento emergentes, es decir, aquellos cuerpos de ideas semiarticulados que surgen a partir de la insatisfacción con la cultura dominante y suelen ser utilizados por un grupo reducido. Puesto que estos dos cuerpos de ideas son fuentes potenciales de cambio, a menudo la cultura dominante intenta suprimirlos o neutralizarlos. Toda cultura es variada, habla con voces diferentes y ocurre a menudo que la banda de sus posibilidades interpretativas está por determinar.

La cultura moldea y estructura la vida moral en lo referente a su ámbito de aplicación, su contenido, la autoridad y los tipos de emociones asociados a ella. Muchas culturas tradicionales consideran que la naturaleza es un todo espiritual y que la actitud humana hacia ella es un problema a resolver a través de la moral. La mayoría de los modernos adopta un punto de vista “desencantado” respecto de la naturaleza y entiende que las relaciones que los seres humanos establecen con ella están al margen del ámbito de la moralidad. En algunas culturas se considera que los alimentos son un don de Dios, o un medio para mantener un cuerpo que es un regalo divino. Por lo tanto para ellos, lo que se come, cómo y con quién son cuestiones morales, mientras que en otras culturas los alimentos no tienen ningún significado moral. En muchas culturas protestantes se hace hincapié sobre la dimensión interna de la moralidad a la que consideran un aspecto autónomo de la vida. Otras culturas como la china, la hindú y ciertas sociedades africanas envuelven esta dimensión en todo un sistema de rituales y convenciones sociales; otras ni siquiera cuentan con una palabra propia para designarla.

Que la moralidad forma parte de la cultura se hace evidente cuando se contempla la forma en que las costumbres, las ceremonias y los rituales encarnan y dan sentido a los valores morales. Por ejemplo, el respeto por la vida humana no es sólo un principio moral abstracto, sino que se materializa en cosas como las costumbres y los rituales a los que recurrimos al enterrar a nuestros muertos, en nuestra forma de vestir o comportarnos en los funerales, en nuestro modo de tratar a los extraños, de ayudar a los pobres y los ancianos, de celebrar el nacimiento de un hijo. Estas prácticas dotan al principio moral relevante de un contenido concreto y de fuertes raíces emocionales, crean un cuerpo apropiado de tabúes e inhibiciones, y atenúan la dureza e impersonalidad de las exigencias morales integrándolas en la vida cotidiana. Como ya hemos tenido ocasión de comprobar, el hecho de que la moralidad esté estrechamente vinculada a la cultura no significa que no se la pueda criticar o que no existan principios morales universales.

La sociedad se ocupa básicamente de estructurar las prácticas y, partiendo de sus creencias culturales legitimadoras, también desarrolla su propio sistema de sanciones. Éstas pueden adoptar la forma del ostracismo o de la eliminación de los privilegios que confiere el status social y suelen ir acompañadas del tipo de crítica adversa pensada para reforzar las prácticas recomendadas. Los miembros de una sociedad pueden seguir las prácticas sociales bien porque comparten su significado cultural y las creencias legitimadoras de fondo, bien porque temen las consecuencias sociales de la disconformidad o bien por ambos motivos.

Por ejemplo, nuestra práctica de la monogamia parte del sentido y significado que nuestra cultura otorga al matrimonio y las relaciones entre sexos. Uno puede seguirla porque comparte y respeta estas creencias o porque no quiere estar fuera de lugar, atraer una atención hostil o enfrentarse a la desaprobación de amigos y parientes. En el primero de los casos uno sigue la práctica por razones culturales, en el segundo se la despoja de su significado cultural, considerándola más como una práctica social que cultural, y se la respeta por motivos sociales. Esto es un fenómeno bastante corriente que se da en todas las sociedades. Algunos hindúes siguen las normas de su sistema de castas porque aceptan su autoridad y sentido culturales, otros por miedo a las sanciones sociales y económicas. El hecho de que uno observe las prácticas propias de su cultura no significa que uno lo haga por razones internas. Ésta es la razón por la que una cultura puede verse erosionada y vaciada de contenido desde dentro sin que nadie lo note. Puede incluso ser reemplazada por otra de manera que a un observador externo le parezca estar asistiendo a un cambio revolucionario.

Puesto que la cultura se ocupa del sentido y significado de las actividades y relaciones humanas, y puesto que estos asuntos también conciernen a la religión, normalmente ambas están estrechamente interrelacionadas. De hecho, apenas existe cultura alguna en cuya creación, constitución y continuación la religión no haya desempeñado un papel importante. Tanto es así que contamos con escasos ejemplos, si es que disponemos de alguno, de una cultura humanista o plenamente secular. Aunque la modernidad parezca ser uno de estos ejemplos, de hecho es heredera de un cristianismo cuyos valores, mitos, ideales y creencias han ejercido una profunda influencia sobre ella. Esto no implica que no podamos defender los modernos ideales de dignidad humana, igualdad, autonomía personal y elección individual a partir de categorías laicas. Lo que ocurre es que todos estos ideales y valores pasaron a formar parte integrante de la conciencia moderna y a gozar de un gran predicamento popular por mediación del cristianismo. Una de las razones que explican la crisis moral actual está relacionada con el hecho de que seguimos apreciando estos valores, pero ni compartimos la racionalidad religiosa que hay detrás, ni sabemos cómo defenderlos adecuadamente a partir de argumentos totalmente seculares.

La religión desempeña papeles diferentes en las distintas culturas. Ninguna cultura deriva exclusivamente de una religión ya que, por muy detallada que ésta sea, nunca puede cubrir todos los ámbitos de la vida humana ni anticipar todas las situaciones. Hay muy pocas religiones que digan a sus fieles cómo deben comer, vestirse, hablar, sentarse, dormir, lavarse los dientes o hacer el amor. Y si bien puede que exijan el respeto a normas muy generales a las que se especifique, por ejemplo, que hay que respetar a los padres, estas normas generales no se desglosan a continuación en normas más específicas en las que se conmina a los hijos a que no fumen en su presencia ni permanezcan sentados si los progenitores están de pie. Éste, al igual que muchos otros, es un ámbito del que se ocupa la cultura. Cultura y religión se influyen mutuamente a diversos niveles. La religión contribuye a dar forma a los sistemas de creencias y prácticas que se inscriben en una cultura. Ésta es la razón por la que cuando los individuos o las comunidades se convierten a otra religión, también cambian sustancialmente su forma de vivir y de pensar. La cultura, por su parte, influye sobre el modo en que se interpreta una religión y se llevan a cabo sus rituales, sobre el lugar que se le asigna en la vida social, etc. Así, los conversos trasladan su cultura a la nueva religión, lo que explica las grandes diferencias que existen entre las formas indonesia, india, iraní o argelina del islam y entre los modos chino, egipcio o norteamericano del cristianismo. No hay religión alguna que esté totalmente desvinculada de la cultura y, por su parte, la voluntad divina no puede adquirir significado para los humanos al margen de la mediación cultural.

Si bien religión y cultura están estrechamente interconectadas, se las puede considerar por separado tanto en lo referente al modo de pensar como en lo relativo a la práctica. De la misma manera en que podemos abstraer la base cultural de una práctica y seguirla por razones puramente sociales, podemos hacer caso omiso de su base religiosa y seguirla o respetarla por razones culturales o bien exclusivamente sociales. Se puede ir a la iglesia e incluso creer en Dios debido a un compromiso religioso, porque es culturalmente importante hacerlo, porque es una práctica que aglutina a la comunidad cultural a la que uno pertenece, quizá incluso porque esa práctica eleva el status social. Asimismo podemos celebrar la Navidad porque tiene para nosotros un profundo significado religioso, porque refleja un momento culturalmente importante de nuestra historia o bien porque se trata de una buena forma de afirmar nuestra pertenencia a la sociedad o de no atraer una atención crítica.

Puesto que las razones que nos hacen seguir ciertas prácticas pueden resultar inescrutables para los demás (a veces incluso para los agentes mismos), no tenemos forma de saber cuál es nuestro grado de implicación (o el de los demás) hacia nuestra cultura. Así, lo que se requiere para ser miembro de una comunidad varía en tipo y grado e incluso a veces puede generar profundos desacuerdos. Toda comunidad vive con esta inestabilidad y falta de certeza. Y puesto que es muy raro que los miembros lleguen a un acuerdo respecto del grado de ambigüedad que conviene tolerar, o de cuándo se puede decir que alguien ha abandonado su cultura, o de cuáles son los casos límite, no hay cultura alguna que esté al margen de la tensión que genera todo esto.

Puesto que una cultura es un sistema de prácticas y creencias, el meollo de su identidad se ve continuamente puesto en tela de juicio y sometido a cambio sin llegar a configurar un todo coherente. Nunca acaba de asentarse su identidad, nunca es algo estático ni libre de ambigüedad. Lo que no significa, como se ha dicho algunas veces, que carezca de identidad. Es poco frecuente, incluso imposible, que un sistema de significación entero se convierta en objeto de disputa. La protesta se centra en ciertas áreas y sólo existe porque se da un consenso amplio en otras. Porque, si bien una cultura nunca es algo estático, no todos sus aspectos pueden cambiar a la vez.

Los individuos tienen distintas formas de relacionarse con su cultura, y, de entre ellas, tres son las más comunes. Algunos individuos aprecian profundamente su sistema de sentido y significado e intentan llevar vidas culturalmente auténticas, adaptándose escrupulosamente a los ideales de su cultura sobre lo que debe ser un buen padre, hijo, esposo, esposa, vecino, colega o ser humano. Puesto que una cultura a menudo engloba diversas tendencias del pensar, y ya que su sistema de significados es elástico, una auténtica vida cultural supone la necesidad de elegir y puede vivirse de distintas maneras. Siempre que defendamos una idea de la autenticidad plural y no esencialista, una vida de este tipo puede tener su propio atractivo. Aunque no dé amplitud de miras y tienda a reflejarse siempre hacia el interior, mantiene vivos los valores centrales de la cultura, ahonda en sus recursos morales y espirituales y fija un ejemplo de lo que supone una vida plena e integrada. Algunos individuos tienden a innovar más. Manteniéndose enraizados en su propia cultura, toman prestadas las creencias y prácticas de otros que encuentran valiosas para enriquecer y ampliar su propia cultura. Al igual que ocurre en el caso de una vida cultural auténtica, una vida culturalmente innovadora puede adoptar diversas formas, dependiendo de lo que se tome en préstamo y de cómo se haga. Está llena de vitalidad experimental, conduce a diferentes culturas a un diálogo fructífero, sin desarraigar a los individuos, todo lo cual dice mucho a su favor.

Otros individuos manifiestan un desapego cultural. No brindan su lealtad a ninguna cultura, flotan libremente entre varias de ellas picando aquí y allá prácticas, creencias y estilos de vida que gozan de sus simpatías, construyéndose así una forma de vida ecléctica propia. Si bien esta forma de vida puede resultar sumamente original y creativa en manos de personas juiciosas, quien la adopta también corre el riesgo de que le resulte hueca y frágil. Al carecer de profundidad histórica y de tradiciones, no puede inspirar y guiar las elecciones que se hagan, no brinda estabilidad ni un canon moral y da alas a la práctica de saltar de cultura en cultura para obviar el rigor y la disciplina presentes en cualquiera de ellas. Es una cultura de notas a pie de página, una jerga de notas discordantes y no una cultura en el sentido pleno de significado del término. En parte de la literatura posmoderna existe cierta tendencia a romantizar esta aproximación a la cultura, basándose en la creencia equivocada de que todo límite es reaccionario y paralizante y que la trasgresión es un símbolo de creatividad y libertad. Los límites estructuran nuestras vidas, nos crean un sentimiento de arraigamiento e identidad, son un punto de referencia. Incluso cuando nos rebelamos ante ellos, sabemos contra qué nos rebelamos y por qué. Puesto que tienden a convertirse en restrictivos, debemos desafiarlos y ampliarlos, pero no podemos eliminarlos totalmente porque entonces careceríamos de puntos de referencia fijos a partir de los cuales definirnos a nosotros mismos y decidir qué diferencias queremos cultivar y por qué. Un viajero cultural nómada, llevado por un temor mórbido ante todo lo que sea coherente, estable, histórico o que implique disciplina y placer en la diferencia por la diferencia misma, carece de la base necesaria para decidir qué límites hay que transgredir, por qué, qué tipo de nuevo mundo se quiere construir después de la transgresión y qué tipo de diferencias realmente suponen una diferencia. Como ya mostrara Hegel en su análisis sobre la Revolución francesa, una libertad sin límites ni guía cultural, la cultura de la voluntad pura, se destruye a sí misma y de paso al mundo que existía a su alrededor.

La dinámica de la cultura

La cultura de una sociedad está íntimamente vinculada a sus instituciones económicas, políticas y de otro tipo. No hay sociedad alguna que primero cree una cultura y luego las instituciones o viceversa. Ambas son igualmente vitales para su supervivencia, surgen y se desarrollan a la vez y se influencian mutuamente. Aun teniendo en cuenta este hecho, muchos autores se han preguntado si alguna de estas instituciones ejerce una influencia determinante o decisiva sobre las demás. Marx, por ejemplo, atribuía esta capacidad a las formas materiales de producción afirmando, con toda razón, que en un vacío social no existe cultura, que ésta a menudo desempeña el papel de legitimar ideológicamente el sistema prevaleciente de poder político y económico, que no se la podía comprender al margen de estos últimos, y que se veía constantemente sometida a reinterpretaciones y manipulación. Sin embargo, se equivocaba al pensar que la producción material tenía lugar en un vacío cultural, que lógica y temporalmente era anterior a la cultura y que esta última carecía del poder de ejercer una influencia independiente sobre la producción. Herder vio este problema más claramente que Marx, pero cometió el error opuesto de ignorar el enorme poder del sistema económico. Montesquieu señaló con razón la influencia ejercida por el clima y la geografía, Hegel la de las ideas y Weber la de la religión, pero cada uno de ellos se equivocó al ignorar la influencia de los demás factores. Además, todos ellos cometen un error añadido al ignorar las diferencias que existen de una sociedad a otra y de un periodo histórico al de más allá, y al pensar que un mismo factor puede ejercer más o menos la misma influencia en todo momento y lugar.

La forma que tiene una sociedad de organizar su vida económica y política depende de cómo se definan, legitimen y regulen (y de qué sentido y significado se asigne a) la persecución de la riqueza y el ejercicio del poder, respectivamente. Si bien los atenienses de la época clásica pudieron desarrollar gran parte de la tecnología que posteriormente desplegaron los romanos, no lo hicieron porque su sensibilidad estética y sus ideas sobre las relaciones imperantes entre los hombres y la naturaleza y sobre la vida buena empujaban hacia otra dirección. En la India, la cultura brahmánica dominante desincentivaba el desarrollo económico y tecnológico porque tenía una mala opinión de este tipo de actividades y les negaba patronazgo regio, legitimidad moral y respetabilidad social. En las sociedades premodernas, las actividades económicas se veían sometidas a todo tipo de limitaciones derivadas de las ideas prevalecientes sobre la naturaleza y los propósitos de la vida humana, así como del ámbito de la justicia. El resultado fue que la actividad económica carecía de la dignidad e independencia necesaria para adquirir vida propia y evolucionar hacia el capitalismo.

Así como la cultura moldea las instituciones económicas, políticas y de otro tipo, también se ve influida por éstas. Cada una de ellas tiende a estructurar a su modo el mundo de la vida, a delimitar el ámbito de las actividades y relaciones humanas posibles, a moldear las experiencias humanas más fundamentales y a influir así profundamente sobre el contexto y el contenido de la cultura. Además, puesto que ningún sistema de poder económico y político puede basarse exclusivamente en la fuerza bruta, debe legitimarse a los ojos de sus miembros, especialmente a los ojos de los oprimidos y los marginados, lo que implica la necesidad de que se dé forma adecuada a sus creencias culturales y morales. No puede así sorprender que las clases dominantes nunca pasen por alto la cultura. Por su parte, los oprimidos y marginados no pueden depender sólo de las protestas y de la fuerza para asegurarse de que se haga justicia, y se ven ante la necesidad de reinterpretar o desafiar los aspectos más relevantes de la cultura prevaleciente. Puesto que la cultura es una fuente de legitimidad y de poder, todas las batallas políticas y económicas se libran también a nivel cultural, y todas las batallas culturales tienen una inevitable dimensión política y económica.

La cultura de una sociedad también cambia como respuesta a otra serie de factores como la tecnología, la conquista, las guerras e incluso catástrofes naturales. Durante mucho tiempo, la tribu ika de África fue muy conocida debido a su forma sumamente optimista de ver el mundo, a su lealtad familiar y la hospitalidad que mostraba con los extraños. Debido a una trágica y prolongada hambruna que generó un enorme sufrimiento y sacó a la luz los tipos más viciosos de conducta humana, su estructura social se desintegró, las tradicionales constricciones morales desaparecieron, su respeto por la vida humana se vio considerablemente debilitado, y su sistema de prácticas y creencias sufrió cambios radicales e inesperados. Las guerras, especialmente las modernas, son sucesos fundamentales en la vida de cualquier sociedad. Implican movilizaciones colectivas, grandes sacrificios materiales y humanos, intensas pasiones y definiciones simplificadas de la identidad nacional capaces de inspirar al país y de diferenciarlo claramente del enemigo. Es una situación que trastorna profundamente la vida nacional en lo referente a lo económico, lo moral y lo cultural. Linda Colley ha analizado con gran agudeza cómo las guerras napoleónicas alteraron profundamente la percepción que los británicos tenían de sí mismos en tanto que cultura.

Como ya planteara Marx con gran agudeza, la tecnología es una fuente de grandes cambios culturales. Todo gran cambio tecnológico afecta tanto a los procesos como a las relaciones de producción y, por tanto, a la organización económica, política y cultural de una sociedad. Requiere de nuevas formas de disciplina, de nuevos hábitos y rasgos de temperamento, de nuevas formas de estructurar y ejercer el poder y de formas novedosas de cooperación. Puede que también aumente el tiempo de ocio, incentive el surgimiento de nuevas aficiones e intereses y genere nuevas formas de relaciones y regulaciones sociales. Los grandes cambios en el sentido y significado que se otorga a la sexualidad y las relaciones reproductivas surgieron a partir de la nueva tecnología de regulación de la fertilidad, algo que no precisa de mayor explicación. Incluso algo tan simple como la introducción de la televisión puede generar cambios culturales significativos. En la India, al igual que en muchos otros países en desarrollo, las actividades nocturnas giran en torno a la televisión. Los hombres y las mujeres se sientan juntos para verla y elaboran temas conjuntos de conversación a partir de los cuales brotan peleas que no eliminan la satisfacción que produce esta actividad compartida. Todo ello conduce a un debilitamiento gradual de la distancia que tradicionalmente se guardaba entre ambos sexos. Por razones similares también han comenzado a disminuir las diferencias de status entre jóvenes y viejos. Puesto que la comida se prepara temprano o se compra fuera del hogar, el resto del día se planifica de forma diferente. Y puesto que, a menudo, viven familias numerosas en habitaciones pequeñas en las que ahora hay un televisor (el símbolo por excelencia del espacio público), se han ido reestructurando y redefiniendo la naturaleza de los espacios públicos y privados, así como las relaciones que tradicionalmente existían entre ellos.

La comunidad cultural

Una comunidad cultural tiene dos dimensiones, una cultural y una comunal. Tiene un contenido en tanto que cultura concreta y una base comunitaria en forma de un grupo específico de hombres y de mujeres que son los que comparten esa cultura. Aunque ambas cosas estén íntimamente interrelacionadas, son lo suficientemente distintas como para que, en la práctica debamos considerarlas por separado. Uno puede retener la propia cultura pero perder o limitar los vínculos con su comunidad de referencia. Es, por ejemplo, lo que sucede en el caso de los inmigrantes que se sienten vinculados a su cultura pero abandonan su comunidad porque la encuentran opresiva o han dejado de congeniar con ella de alguna manera. Lo contrario ocurre cuando uno mantiene los vínculos originales con la propia comunidad, pero rechaza la cultura que predomina en ella. Es el caso, por ejemplo, de quienes, rechazando su cultura, se sienten profundamente unidos a su comunidad e incluso querrían seguir siendo miembros de ella si fuera lo suficientemente abierta como para tolerar a quienes no suscriben la cultura de referencia. Cuando cambia la cultura de una comunidad, o se la abandona a favor de otra, sigue siendo la misma comunidad, esta vez unificada a partir de los términos de una cultura compartida pero diferente. Su identidad cultural es otra, pero puesto que no se ven alteradas ni su composición, ni su continuidad histórica etc., su identidad comunitaria o étnica sigue siendo la misma.

Los miembros de una comunidad viva leen la literatura de otras culturas, ven sus películas, escuchan su música y disfrutan de su gastronomía. Si bien las demás culturas pueden influir en algunos de ellos, darles un placer enorme y flotar sobre su propio horizonte cultural, no forman parte de la cultura colectiva. Lo cual sucede en parte debido a que existe una cultura que comparten con los demás miembros de su comunidad que no aman tanto la cultura extraña, y en parte a causa de que la influencia puede no ser lo suficientemente intensa como para llevar a una reformulación del sistema de creencias y prácticas de quienes la experimentan. Aunque no leguen a formar parte de su cultura, estas influencias permanecen ahí como parte del entorno intelectual y constituyen un recurso ajeno y no incorporado que puede activarse cualquier día para remodelar la propia cultura.

Nacer y crecer en el seno de una comunidad cultural supone verse profundamente influido, tanto por su contenido cultural, como por su base comunitaria Los seres humanos nacen dotados de un conjunto de capacidades y tendencias propias de su especie y se ven transformados gradualmente por su cultura hasta que llegan a convertirse en personas racionales y morales. La cultura está ahí en un momento en el que son fácilmente impresionables y manejables y están estructurando su personalidad. Aprenden a ver el mundo de una determinada manera, a individualizar y asignar ciertos sentidos y significados a las actividades y relaciones humanas y a fundamentar estas últimas según determinadas normas. También adquieren hábitos concretos en el pensar y sentir, rasgos de carácter, inhibiciones, tabúes y prejuicios además de ciertos gustos: en el vestir, musicales, culinarios, artísticos y de otro tipo. Construyen todo un cuerpo de sentimientos y recuerdos, aprenden a amar ciertas formas de sonidos, olores y vistas, héroes, modelos de conducta, gestos corporales, valores, ideales y formas de estar y de evolucionar. Puesto que la gran mayoría de estos elementos se adquiere de forma inconsciente y a lo largo de los años, según un modelo de vida más o menos integrado, se establecen raíces profundas y se convierten en una parte inseparable de su personalidad.

Toda cultura es asimismo un sistema de reglas. Aprueba o desaprueba ciertas formas de conducta y modos de vida, prescribe normas y regula las relaciones y actividades humanas reforzándolas a través del premio y el castigo. Si bien es cierto, como afirman Kymlicka y Raz, que facilita las cosas a la hora de elegir, también es verdad, como señalara Foucault, que disciplina. Ambas funciones (facilitar y disciplinar) abren y cierran opciones, estabilizan y circunscriben el mundo moral y social, crean las condiciones necesarias para elegir, pero también exigen conformidad. Ambas son inseparables y guardan una relación dialéctica. Todo orden moral constituye un tipo concreto de orden y protege y confina a la vez a aquellos que forman parte de él.

A la luz de esta discusión, podemos rechazar dos puntos de vista extremos. Ni los seres humanos se ven determinados por su cultura, ni son seres trascendentes cuyo núcleo interno o naturaleza básica pueda permanecer intacto ante ella. La cultura les moldea, pero son capaces de adoptar un punto de vista crítico respecto de ella y de superarla en diversos grados. El nivel de superación no siempre es el mismo porque depende de la naturaleza de la cultura y de los recursos críticos a disposición de sus miembros. Manteniéndose igual al resto, una cultura aislada de las demás cuyos elementos derivan de una única fuente (como es el caso de las culturas basadas en la religión), o que no cuenta con tradiciones enfrentadas, tiende a ejercer una mayor influencia sobre sus miembros que otras. Esto ocurre porque se enfrenta a sus miembros como un todo cohesionado y relativamente homogéneo y les ofrece recursos críticos limitados con los que resistir al proceso de verse superados por la propia cultura. Incluso una misma cultura afecta de forma diferente a los distintos individuos y grupos que forman parte de ella.

Lealtad hacia la cultura

Asumiendo que nuestra cultura es razonablemente rica, nuestra lealtad hacia ella genera ciertas obligaciones. Tenemos el deber de mantener vivo el recuerdo de aquellos que de forma creativa contribuyeron a crearla y mantenerla en tiempos de prueba, de poner en práctica con nuestro ejemplo sus más elevados ideales. Todo ello es expresión tanto de gratitud como de nuestro compromiso duradero con nuestra herencia cultural. También tenemos el deber de preservarla y de transmitir a las futuras generaciones lo que creamos que tiene de valioso, de defenderla ante formas erróneas de entenderla (algo señalado por Said en sus críticas a Rushdie) y de protegerla contra los intentos de destruirla o descartarla. Esto es algo que plantean a menudo muchos líderes de los países en desarrollo afeando a sus compatriotas la forma ciega en que arrojan por la ventana su propia cultura en favor de importaciones culturales de dudoso valor. La lealtad hacia una cultura también implica el deber de explorar, profundizar y enriquecer sus recursos así como de paliar sus defectos. Ninguna cultura es perfecta y suele englobar creencias y prácticas que son perversas y casan mal con sus ideales y valores fundamentales. Amar la propia cultura significa desearle todo el bien, lo que implica criticar e intentar apartar todo aquello que sea digno de reproche.

El deber de lealtad es mayor si la comunidad corre el riesgo de desintegrarse debido a amenazas externas, como ocurriera en el caso de los nativos americanos o de las traumáticas y horrendas experiencias vividas por los judíos en tiempos del holocausto. En este último caso hay que añadir, además, una dimensión adicional introducida por el deber de mantener viva la memoria y de expresar una solidaridad continua con los millones de personas que sufrieron una muerte sin sentido.

Puesto que el ir por libre, el nihilismo, la tendencia a pasar de las constricciones culturales y morales en pro del propio interés egoísta o a buscar la gratificación de impulsos fugaces, etc., son las formas más seguras de destruir una comunidad cultural, sus miembros tienen la obligación de resistirse ante este tipo de tentaciones. También tienen el deber de defenderla ante representaciones falsas o engañosas y de no permitir que otros les utilicen con estos propósitos. Muchos afroamericanos hacen este reproche a aquellos de entre ellos que respaldan con extrema facilidad prejuicios contra los negros con la esperanza de obtener recompensas materiales o de otro tipo. Entre las obligaciones hacia la propia comunidad también hay que incluir el deber de señalar y luchar contra las represiones e injusticias que pudieran darse. Mahatma Gandhi expresaba este deber muy bien cuando decía que amaba tan profundamente a su comunidad que no podía soportar el verla desfigurada por prácticas como la existencia de intocables, los matrimonios entre niños y la opresión ejercida por las castas.

Una comunidad cultural desempeña un papel en la vida humana que no puede cubrir una asociación voluntaria. Dota a sus miembros de una sensación de raigambre, de estabilidad existencial, del sentido de pertenecer a una comunidad que es la heredera de unos orígenes antiguos y místicos y facilita la comunicación. Y cumple todas estas funciones en tanto que no es una creación humana consciente y la pertenencia a ella no es una cuestión de elección ni puede obviarse fácilmente ni por uno mismo ni por los demás. De la misma manera en que una asociación voluntaria se convierte en opresiva y traiciona sus propósitos cuando empieza a comportarse como si se tratara de una comunidad cultural, esta última traiciona su razón de ser, se debilita volviéndose frágil y contingente al verse sometida a las volátiles preferencias e intereses humanos, cuando se comporta como si se tratara de una asociación voluntaria.

Interacción cultural

Toda comunidad cultural existe en medio de otras y es inevitable que se vea influenciada por éstas. Puede que tome prestada su tecnología y ésta nunca es un producto culturalmente neutral. También puede experimentar la influencia consciente o inconsciente de sus prácticas y creencias. Incluso cuando esto no ocurre, su misma presencia la lleva a diferenciarse de las demás haciendo más hincapié en unas creencias y prácticas que en otras, especialmente cuando existe una relación de conflicto entre ambas culturas. Las demás culturas no son sólo un hecho externo y mudo sino que contribuyen a una autodefinición mutua y constituyen una presencia silenciosa y desconocida en el seno de las demás.

Es difícil pensar en una cultura (salvo quizá las más primitivas y aisladas) que no esté influenciada por otras. La cultura de la Atenas clásica se vio enormemente influenciada por la cultura ateniense anterior, la de los países mediterráneos, Egipto y otros lugares más orientales, así como por sus continuos intentos de diferenciarse de Esparta y de Persia. El cristianismo fue un producto del judaísmo, las culturas orientales, las creencias políticas y religiosas romanas y la filosofía griega, así como también de sus intentos de diferenciarse primero del judaísmo y, posteriormente, del islam. Sobre el islam influyeron mucho el judaísmo, el cristianismo, las creencias religiosas preislámicas y las prácticas derivadas de la filosofía aristotélica, así como sus intentos de crear una identidad distinta a la de las otras dos religiones semíticas. El Occidente moderno ha bebido de las fuentes intelectuales y tecnológicas de la civilización griega, romana, india, china y otras, y se ha visto moldeado por su persistente tendencia a intentar diferenciarse estableciendo su superioridad sobre el resto de la humanidad (especialmente en época colonial). Resumiendo, las culturas no son exclusivamente el logro de las comunidades relevantes sino que también contribuyen a formarlas otras que las dotan de un contexto, dan forma a algunas de sus creencias y prácticas y se erigen así en puntos de referencia. En este sentido, casi todas las culturas tienen una base multicultural.

En los últimos años, la tendencia hacia la interacción multicultural ha ganado un peso específico considerable. Gracias a la globalización, la tecnología viaja libremente a lo largo y ancho del globo y lleva consigo sus improntas culturales. Las formas exitosas de organizar la economía y gestionar las organizaciones industriales que se desarrollan en un país son adoptadas por otros que no pueden hacer buen uso de ellas sin reproducir las condiciones culturales previas. Gigantes de la comunicación transnacional como la CNN, Sony, Warner Brothers y News International transmiten así una cultura occidental estandarizada y también algunas creencias, prácticas y productos culturales no occidentales a las distintas partes del mundo. Al aumentar los movimientos migratorios, las culturas entran en un contacto más estrecho y las diásporas transnacionales actúan así como transmisores y como sintetizadores interculturales. Gracias a la concentración de instituciones de estudios avanzados en Occidente y al fracaso del resto del mundo en la creación de homólogos comparables propios, la futura élite de estos últimos viaja a Occidente, llevándose de vuelta a casa una cultura a veces sólo comprendida a medias y dejando tras de sí pequeños depósitos de la propia.

Evidentemente la globalización surge en primer lugar en Occidente, desde donde se ha exportado, e implica la occidentalización del resto del mundo. Sin embargo, las cosas nunca son así de simples. Las ideas no occidentales también viajan con la globalización, como es evidente considerando movimientos como la New Age y la difusión de religiones, medicina, bienes, arte y literatura no occidental hacia Occidente.

Diversidad cultural

La diversidad o la presencia de diferentes culturas y perspectivas culturales en el seno de una sociedad ofrece muchas ventajas. Los primeros que lo señalaron fueron J. S. Mill, Humboldt, Herder y otros. Recientemente han rescatado estos argumentos (con importantes modificaciones) autores como Berlin, Raz o Kymlicka. Podemos resumir sus argumentos en cuatro puntos. En primer lugar, la diversidad cultural incrementa la batería de opciones posibles ampliando y aumentando la libertad y la capacidad de elección. Este argumento hace hincapié sobre algo muy importante pero tiene un punto negro. Puesto que sólo valora a las demás culturas en tanto que opciones potenciaes de elección, no ofrece buenas razones para valorar culturas como las de los pueblos aborígenes, las comunidades religiosas, los amish o los gitanos que no ofrecen formas de opción realistas para nosotros. De hecho el argumento implica que cuanto más alejadas están las otras culturas de la nuestra, menos razones tenemos para apreciarlas.

En segundo lugar algunos autores han afirmado que, puesto que los seres humanos tienen una dimensión cultural, también tienen derecho a su cultura, y que la diversidad cultural es un resultado inevitable y legítimo del ejercicio de ese derecho. Este argumento demuestra lo inevitable, pero no lo deseable de la diversidad cultural.

En tercer lugar, Herder, Schelling y otros liberales románticos defienden un argumento estético a favor de la diversidad cultural, afirmando que crea un mundo rico, variado y estéticamente placentero y estimulante. Es un argumento válido pero demasiado débil y vago como para poder soportar la carga moral que conlleva. Las culturas no son un mero objeto de contemplación estética. Son sistemas morales y debemos demostrar que su diversidad no se justifica sólo estética sino moralmente.

Por último, Mill, Humboldt y otros, vinculan la diversidad cultural al individualismo y el progreso, afirmando que fomenta una sana competición entre distintos sistemas de ideas y modos de vida, y que previene el predominio de uno de ellos, facilitando el surgimiento de nuevas verdades.

Cada época tiene sus necesidades, experiencias y aspiraciones, y las culturas deben adaptarse a ellas si aspiran a lograr la excelencia humana. De hecho, puesto que cada época histórica da lugar a concepciones distintas del tiempo, la tradición, el yo, el espacio, etc., el tipo de cultura que convenía a épocas anteriores puede no ser relevante o posible en la nuestra. En resumen, si bien una comunidad puede legítimamente defender sus valores morales y su visión del mundo, también debería permitir la experimentación y la innovación y asegurarse de que existe un equilibrio adecuado entre continuidad y cambio.

Una sociedad culturalmente homogénea tiene sus puntos fuertes. Facilita la creación de un sentido de comunidad y de solidaridad, hace más sencilla la comunicación interpersonal, da pie a una cultura densa, se la puede mantener con una relativa facilidad, resulta económica psicológica y políticamente y se puede contar con una fácil movilización de la lealtad de sus miembros. Sin embargo, también muestra la tendencia a hacerse cerrada, intolerante, contraria al cambio, claustrofóbica y opresiva, a desincentivar la diferencia, el disenso y lo que J. S. Mill denominara experimentación vital. Puesto que cuenta con recursos limitados para canalizar la resistencia interna, se la puede movilizar fácilmente, tanto con buenos como con malos propósitos. Su base es estrecha y carece de las condiciones necesarias para el desarrollo de virtudes morales e intelectuales tan importantes como la apertura intelectual, la humildad, la tolerancia frente a los demás, la autoconciencia crítica, la fuerza de la imaginación intelectual y moral y la comprensión extensiva o empatía.

También debemos tomar en consideración la realidad histórica contemporánea. Gracias a la globalización y la cambiante estructura de la tecnología moderna, no hay sociedad hoy en día que pueda aislarse de las influencias externas. Capital, tecnología, personas, ideas, etc. se mueven libremente a través de las fronteras territoriales introduciendo nuevas formas de pensar y de vivir. Gracias al espíritu liberal y democrático de nuestros tiempos, grupos marginados hasta el momento reclaman su reconocimiento, y el disenso interno resultante mina las antiguas certidumbres. Puesto que la mayoría de las sociedades se caracterizan por la diversidad cultural (en diversos grados) éstas deben o bien encontrar el modo de hacerse con ella y utilizarla en su propio beneficio, o bien suprimirla y marginarla homogeneizándose de alguna manera. Esto último es imposible porque implica un grado de represión interna inaceptable, limita los contactos con el mundo exterior, obliga a la asimilación forzosa de las minorías culturales, a restringir los viajes al extranjero, al control de los medios de comunicación, a la exclusión de la literatura y tecnología extranjera, etc., y todo esto incluso cuando no existe ninguna posibilidad de éxito como demuestran los ejemplos de Irán, Arabia Saudí y muchos otros países en vías de desarrollo. Hoy en día, la única opción abierta a cualquier sociedad es la de gestionar y construir el potencial creativo de la diversidad.

Evaluación de las culturas

A veces se ha dicho que las culturas son inconmensurables y que sólo debería juzgárselas en sus propios términos. Ambas proposiciones son verdades a medias. Las culturas tienen dimensiones estéticas, morales, literarias, sociales, espirituales, etc. Puesto que los estándares requeridos para juzgarlas son demasiado diversos como para poder reducirlos a uno único y general, la idea de juzgar, comparar y jerarquizar a culturas enteras resulta lógicamente incoherente. Incluso en lo que respecta a la vida moral, la cultura encarna ideas únicas y muy complejas sobre lo que es la vida buena y, por lo tanto, no se las puede medir con una escala única. La tesis de inconmensurabilidad acierta en este punto.

Pero aunque no podamos comparar culturas enteras sí podemos hacerlo en ciertos aspectos. Podemos demostrar que la literatura de una determinada cultura es más rica y explora con mayor sensibilidad una gama más amplia de emociones y experiencias humanas que otras. O que su espiritualidad es más profunda y su idea de Dios más noble, más inspiradora y menos aterradora que otras. Los aspectos morales y políticos de las culturas también son susceptibles de este tipo de comparación. Se puede demostrar que los seres humanos son corruptibles, falibles, tendentes al juicio incorrecto, la parcialidad y el prejuicio. Podemos evaluar a las culturas según los mecanismos de defensa que creen frente a estas limitaciones y afirmar que aquellas que controlan, regulan y distribuyen el poder permitiendo la libre expresión del desacuerdo y el debate, tendiendo menos a la hipocresía y el abuso de autoridad, que son más estables y conducentes a la excelencia humana, son mejores en este aspecto que las que no cumplen estos requisitos. Es asimismo un hecho demostrable el que los seres humanos se convierten en adultos cuerdos sólo si se dan ciertas condiciones. Sufren cuando se ven sometidos a un clima de terror, se les humilla sistemáticamente, o se mata, viola o tortura a sus seres queridos a voluntad. Sabemos que la capacidad humana de amor y simpatía desinteresada es limitada, etc. Podemos comparar las culturas partiendo de la medida en que respeten las necesidades de éstos y otros rasgos humanos universalmente compartidos. Sabemos que estos rasgos están culturalmente mediados, por lo que debemos tener mucho cuidado con la forma en que los usamos. Los niños necesitan un entorno cálido, pero la familia nuclear no es la única que puede ofrecerlo. Es preciso controlar el poder, pero los controles del constitucionalismo liberal no son los únicos posibles. Una vez que tomamos en cuenta las diferencias culturales, contamos asimismo con los recursos requeridos para hacer comparaciones transculturales.

En lo que respecta a la idea de que a las culturas sólo se las puede juzgar desde dentro y en sus propios términos, hay que decir que es un argumento válido sólo en parte. Es válido en el sentido de que deberíamos intentar comprender las culturas desde dentro antes de emitir juicios sobre ellas, que no deberíamos esperar a que se adaptaran a nuestros estándares de lo que está bien y lo que está mal, y que probablemente ningún juicio externo tenga mucho sentido para sus miembros. Pero una vez que intentemos ver más allá de éstas y otras generalidades, la idea de juzgar a una cultura en sus propios términos se vuelve profundamente problemática. Descansa sobre una idea positivista de la cultura e implica asumir que esta última consta de una serie fija de valores que tienen un conjunto determinado de significados. Una cultura no es estática, y contiene tanto los residuos de creencias latentes durante mucho tiempo, como las prefiguraciones de las emergentes. Resumiendo, cualquier cultura es demasiado variopinta, fluida y abierta como para contar con “términos fijos” a través de los cuales se la pueda evaluar. Ilustraremos este punto con la ayuda de algunos ejemplos.

Los hindúes ortodoxos defienden el sistema de castas partiendo de la base de que es un sistema sancionado por sus escrituras sagradas. Sus críticos apelan a un principio superior: el de la unidad de la vida y la unicidad de todos los seres vivos (principios que están en el espíritu de muchas de estas escrituras), y afirman que el sistema de castas es incompatible con ellas. Ambos grupos juzgan el sistema con arreglo a los recursos presentes en la cultura hindú misma, pero llegan a las conclusiones opuestas. Por tomar un ejemplo de una cultura completamente distinta, la sociedad liberal considera que la igualdad es uno de sus valores centrales, y durante décadas ha definido el principio en términos del respeto a los derechos. Los socialistas pusieron en entredicho esta definición afirmando que los meros derechos formales eran algo hueco a menos que sus titulares contaran con los recursos suficientes como para poder ejercerlos efectivamente, siendo así que una definición adecuada de la igualdad debería incluir una igualdad en el disfrute de los recursos. Los liberales decían que los socialistas estaban sobrecargando el significado de igualdad, que estaban incluso subvirtiendo la idea original al mezclarla con otra muy distinta: la de justicia social. Los socialistas respondían que lo único que estaban haciendo era darle un significado realista y coherente y acusaban a los liberales de restringir el término para poderlo encasillar en los estrechos márgenes de la sociedad capitalista. En opinión de los liberales, la igualdad de derechos constituía un valor central de su sociedad y los socialistas estaban importando un término que les resultaba ajeno.

Toda cultura está expuesta a las demás y no puede evitar compararse con ellas. Una parte de sus miembros puede sentirse atraída por algunas de las creencias y prácticas de otras y, o bien intentar importarlas tal cual a su propia tradición, o reinterpretarlas para legitimar esta importación foránea. En una cultura que tiene una larga historia, siempre es posible encontrar algunos elementos que pueden ser interpretados convenientemente para generar recursos críticos. Las campañas feministas a favor de la igualdad constituyen un buen ejemplo. Atraídas por la idea moderna de igualdad, quienes defienden la igualdad de la mujer en las sociedades musulmanas reinterpretan su propia tradición y afirman encontrar en ella argumentos a su favor. Señalan que las esposas del profeta eran mujeres poderosas con sus propias carreras, que su primera esposa tenía un negocio floreciente y que su esposa más joven, la favorita Ayesha, tenía sus propios puntos de vista sobre las cosas y a veces se mostraba en desacuerdo con él. Que según algunos de los hadiths el profeta dijo que las mujeres merecían igual respeto y que en la larga historia del islam resulta sencillo encontrar ejemplos de mujeres poderosas en el gobierno y el ejército. También se han hecho interpretaciones similares en el caso del judaísmo, el cristianismo y otras tradiciones. Las críticas de los reformadores son, en todos los casos, tanto internas como externas.

Se podría alegar que en todos estos casos el punto de vista conservador es más fiel a la tradición que el reformista, y que los reformistas son algo ingenuos. Aunque a veces estén justificadas, las críticas que hacen los reformistas tienden a malinterpretar la naturaleza de la cultura y el meollo de la batalla hermenéutica.

El respeto a las culturas

A veces se ha afirmado que tenemos el deber de respetar a las otras culturas, e incluso que todas las culturas merecen el mismo respeto. Ésta es una forma engañosa de transmitir una idea importante. Sería de gran ayuda poderse aproximar al tema partiendo de algo que nos resulta más familiar: le respeto a las personas. Podemos dar por sentado que tenemos el deber de respetar a las demás personas. Esto implica, entre otras cosas, respetar su autonomía incluido su derecho a vivir su vida como les plazca. Lo cual, no obstante, no nos impide juzgar y criticar sus elecciones y modos de vida. Obviamente deberíamos basar nuestro juicio en un intento de simpatizar con su mundo y de entender su forma de pensar desde dentro, ya que si no estaríamos juzgando mal sus opciones y cometiendo una injusticia con ellos. Si aun así, tras tomarlos seriamente en consideración y escuchar sus argumentos defensivos entendemos que sus opciones son perversas, atroces o inaceptables, no tenemos el deber de respetar, e incluso puede que tengamos el deber de no respetar estas opciones. Distinguimos entre el derecho y su ejercicio y no permitimos que nuestra actitud ante uno de estos elementos afecte a la actitud que adoptamos ante el otro.

Una cultura consta de dos dimensiones, una comunidad que le sirve de soporte y el contenido y carácter de la cultura en sí. Por lo tanto, respetar una cultura significa respetar el derecho que una comunidad tiene a esa cultura. Ambas formas de respeto parten de una base distinta. Existe toda una gama de razones por las que deberíamos respetar el derecho de una comunidad a su cultura. Por ejemplo, se podría decir que las personas tienen derecho a decidir libremente cómo quieren vivir, que su cultura forma parte de su historia y de su identidad, que significa mucho para ellos, etc. Toda comunidad considera que tiene el mismo derecho a su propia cultura que cualquier otra, y que no existe en este caso base alguna para la desigualdad.

En cuanto a la cultura misma, el respeto que sentimos hacia ella se basa en la constatación de que aprobamos el tipo de vida (o su contenido) que ésta hace posible para sus miembros. Puesto que toda cultura dota de estabilidad y significado a la vida humana, mantiene unidos a sus miembros en una comunidad, despliega energía creativa, etc., merece respeto. No obstante, tras un estudio sensible y simpatizante desde dentro, podemos llegar a la conclusión de que la calidad general de vida que ofrece a sus miembros deja mucho que desear. En este caso, podríamos llegar a pensar que somos incapaces de brindarle el mismo respeto que a otra que arroje mejores resultados en este aspecto. Aunque toda cultura tenga su valor y merezca un respeto básico, no todas tienen el mismo valor y no todas merecen idéntico respeto. Debemos ser cuidadosos al juzgar a otras culturas para intentar no adecuarlas a nuestra propia imagen. Por ejemplo, deberíamos insistir en la necesidad de respetar la dignidad humana, pero no debemos confundir este principio con el individualismo liberal. De forma similar, podemos considerar que la existencia de un ámbito en el que las personas puedan elegir libremente cómo llevar su vida es fundamental para el bienestar de los seres humanos, pero no es necesario definir este espacio con arreglo a la autonomía plena descrita por Raz, Dworkin, e incluso Kymlicka. En términos generales, si una comunidad humana respeta el valor y la dignidad humana, salvaguarda los intereses humanos básicos dentro de los límites de sus posibilidades, no supone una amenaza para los foráneos y goza de la lealtad de la mayoría de sus miembros velando así por el mantenimiento de las condiciones necesarias para una vida buena, merece respeto y que la dejemos en paz.

Al enfrentarnos con otra cultura deberíamos, por un lado, respetar el mismo derecho de la comunidad a apreciar sus reglas y regir su vida por ellas y, por otro, juzgar su contenido y basar nuestra reacción en ambas cosas. Éste es el punto en el que se equivocan tanto los monistas como los culturalistas. Los primeros afirman que puesto que algunas culturas son superiores a otras tienen el derecho a imponerse a las demás, cometiendo así el error de centrarse en el contenido de la cultura, olvidando el derecho de la comunidad pueda tener a conservarla y el respeto básico que toda cultura merece. Los culturalistas cometen el error contrario al asumir que cada comunidad tiene derecho a su propia cultura y que no estamos legitimados para juzgar, criticar o presionar para que se introduzcan cambios en ella. Deberíamos respetar el derecho de la comunidad a su cultura, pero también gozar de la libertad de criticar sus prácticas y creencias. En casos excepcionales, cuando éstas resultan indignantes y la comunidad misma parece ser incapaz de cambiarlas por sí misma, podríamos preguntarnos si debemos seguir respetando su derecho a la autonomía. Lo mucho que podamos presionar y el tipo de presión que seamos capaces de ejercer depende de la relación que tengamos con ella. Si funciona fuera de nuestros límites territoriales, no tenemos ningún tipo de responsabilidad respecto de ella, no compartimos una vida común en su seno, carecemos de un conocimiento íntimo suyo, etc. y, por lo tanto, nuestros derechos y deberes son limitados. Si se encuentra dentro de nuestras fronteras territoriales la situación es distinta, si bien, de nuevo, mucho depende de si la comunidad afectada desea llevar una vida autorreferencial (como hacen los amish y los grupos religiosos ultraortodoxos), mantener contactos limitados con la sociedad en sentido amplio (como los pueblos indígenas), o convertirse en parte integrante de la sociedad (como los inmigrantes). Cuanto mayor sea su implicación con la sociedad en sentido extenso, mayor es el derecho y el deber de esta última de preocuparse por el modo de vida que representa.

XI. Conclusión

Los principios básicos que rigen el multiculturalismo son tres, y cada uno de ellos ha sido malinterpretado alguna vez por sus defensores, así que debemos formularlos cuidadosamente si queremos que resulten convincentes:

Primero, los seres humanos forman parte de una cultura en el sentido de que crecen y viven en un mundo culturalmente estructurado, organizan sus vidas y relaciones sociales en términos de su sistema de sentido y significado, y dotan de un valor considerable a su identidad cultural. Esto no significa que su cultura les determine en el sentido de que sean incapaces de evaluar críticamente sus prácticas y creencias, o de comprender y simpatizar con otros. Significa más bien que la cultura les afecta profundamente y pueden sobreponerse a algunas de sus influencias pero no a todas. Entienden el mundo necesariamente desde dentro de una cultura, bien sea la que han heredado y aceptado acríticamente, bien sea una heredada y revisada reflexivamente o, en tantos casos, una adoptada conscientemente.

Segundo, las distintas culturas representan diversos sistemas de significado e ideas sobre la vida buena. Puesto que en cada una de ellas se materializa sólo una gama limitada de capacidades humanas y emociones, y sólo se aprehende una parte de la totalidad de la existencia humana, una cultura precisa de otras para entenderse a sí misma mejor, expandir sus horizontes intelectuales y morales, aumentar su imaginación, y evitar la tentación obvia de absolutizarse. Esto no significa que uno no pueda llevar una vida buena en el seno de su cultura sino que, manteniéndose todo igual, es más probable que uno se enriquezca si goza del acceso a otras. Además, en el mundo moderno resulta virtualmente imposible para la mayoría de los seres humanos el llevar una vida culturalmente aislada. Tampoco significa que las culturas no puedan compararse entre sí y ser juzgadas, que sean igualmente ricas o merezcan el mismo respeto, que cada una de ellas sea excelente para sus miembros o que haya que valorar toda diferencia cultural. Lo único que implica es que no hay cultura que carezca totalmente de valor, que todas merecen al menos algún respeto debido a que significan mucho para sus miembros y despliegan una energía creativa, que no hay cultura perfecta o que tenga el derecho a imponerse sobre todas las demás, y que, por lo general, la mejor manera de cambiar una cultura es desde dentro.

Puesto que toda cultura es inherentemente limitada, el diálogo entre ellas siempre es mutuamente beneficioso. Hace ver los prejuicios existentes (una ventaja en sí misma) y permite reducirlos y expandir los horizontes del pensamiento. “Entrar en una conversación […] significa ir más allá de uno mismo, pensar con el otro y volver a uno mismo como si fuera otro.” El diálogo sólo es posible si cada cultura acepta a las demás en términos de igualdad, las toma en serio en tanto que fuentes de nuevas ideas y se impone el deber de explicarse ante los demás. Y sólo se alcanzarán los objetivos deseados si los participantes gozan de una amplia igualdad en la confianza en sí mismos, en el poder económico y político y en el acceso a la esfera pública.

Tercero, todas las culturas, excepto las más primitivas, son internamente plurales y ejercen de hecho un diálogo continuo entre diferentes tradiciones y estilos de pensamiento. Lo que no significa que carezcan de coherencia interna o de identidad, sino que su identidad es plural y fluida. Las culturas surgen de la interacción consciente e inconsciente de unos con otros, en parte definen su identidad a partir de lo que consideran que es su elemento diferenciador y son, al menos en sus orígenes y constitución, parcialmente multiculturales. Todas llevan algo de las demás dentro de sí y rara vez hay alguna sui generis. Lo que no supone que carezcan de capacidad de autodeterminación o de impulsos internos, sino tan sólo que la cultura es porosa y se ve sometida a las influencias externas que interpreta y asimila a su modo propio y autónomo.

Podríamos denominar “perspectiva multicultural” a aquella que surge a partir de la interacción creativa de estas tres ideas complementarias, a saber, la incardinación cultural de los seres humanos, la inevitabilidad y deseabilidad de la diversidad cultural y del diálogo intercultural y la pluralidad interna de cada cultura. Si consideramos el mundo desde esta perspectiva, nuestras actitudes ante nosotros mismos y los demás sufren profundos cambios. Toda afirmación de que una forma de pensar o vivir específica es perfecta, la mejor o la que necesita la naturaleza humana, parece incoherente y hasta estrafalaria, porque la perspectiva multicultural nos sensibiliza ante el hecho de que todos los modos de vida y pensamiento son inherentemente limitados y no pueden en modo alguno contener toda la gama de riquezas, complejidad y grandeza de la existencia humana. Instintivamente sospechamos de todo intento de homogeneizar la cultura, de volver a sus “fundamentos” e imponerle una identidad única, porque somos muy conscientes de que toda cultura es internamente plural y diferenciada. Y nos mostraremos igual de escépticos ante cualquier intento de presentarla como si se tratara de algo que contiene en sí mismo sus propios orígenes, porque sabemos que las culturas nacen de nuestra interacción con los demás y que adquieren forma a través de otras fuerzas económicas, políticas y de todo tipo.

Desde una perspectiva multicultural, no hay doctrina ni ideología política capaz de reflejar toda la verdad de la vida humana. Cada una de ellas, bien sea el liberalismo, el conservadurismo, el socialismo o el nacionalismo, está incardinada en una cultura concreta, representa una forma específica de entender la vida buena, y es necesariamente limitada y parcial. El liberalismo, por ejemplo, es una doctrina política que señala la importancia de valores tan cruciales como la dignidad humana, la autonomía, la libertad, el pensamiento crítico y la igualdad. Sin embargo, no ostenta el monopolio de estos valores, ya que se los puede definir de diversas formas, siendo así que la liberal sólo es una de ellas y no siempre la más coherente. También tiende a ignorar o marginar otros grandes valores como la solidaridad entre seres humanos, la igualdad de oportunidades en la vida, la ausencia de egoísmo, la humildad y modestia, la conformidad y una cierta medida de escepticismo sobre los placeres y los posibles logros en una vida humana. Tampoco se muestra lo suficientemente sensible, ni puede explicar de forma coherente la importancia de la cultura, la tradición, la comunidad, los sentimientos de arraigamiento, de pertenencia, etc. Las demás doctrinas políticas son igual de limitadas, si no más. Las doctrinas políticas sólo consiguen aprehender la inmensa complejidad de la existencia humana de forma limitada. Sólo contribuyen parcialmente a la solución de los enorme problemas que supone el intentar mantener unidas a las sociedades creando a la vez individuos sanos y con capacidad de autocrítica.

Lo que más cuenta a la hora de generar una relativa estabilidad social y riqueza cultural en la mayor parte de las sociedades occidentales es, precisamente, el hecho de que no se basan en única doctrina política o forma de ver el mundo. Liberalismo, socialismo, conservadurismo y marxismo, y, a otro nivel, las ideas sobre el mundo de laicos y personas religiosas, han estado cuestionando continuamente los puntos de vista de los otros, y todos se han enriquecido a partir de esta experiencia. La crítica continuada y las influencias reguladoras mutuas han evitado la hegemonía de cualquiera de ellas y limitado sus posibles excesos.

La ciudadanía versa sobre el status y los derechos, la pertenencia se refiere a ser aceptado y sentirse bienvenido. Algunos individuos y grupos pueden gozar de los mismos derechos que el resto y aún así sentir que no pertenecen realmente a la comunidad, ni ella a ellos.

Como señalara muy correctamente Charles Taylor, el reconocimiento social es fundamental para la identidad y la autoestima de los individuos, y la falta de ese reconocimiento puede dañar seriamente ambas cosas. Esto plantea la cuestión de cómo pueden los grupos no reconocidos o incorrectamente entendidos asegurarse ese reconocimiento necesario, y es ahí donde falla el análisis de Taylor. Él parece pensar que se puede persuadir racionalmente al grupo dominante para que cambie sus puntos de vista, recurriendo al argumento intelectual y haciendo un llamamiento moral. Esto es malinterpretar la dinámica del proceso de reconocimiento.

La falta de reconocimiento tiene una base tanto cultural como material. Por ejemplo, los blancos norteamericanos tienden a despreciar a los afroamericanos, en parte debido a la existencia de una cultura racista, en parte porque así se legitima el sistema de dominación prevaleciente, y en parte debido a que las grandes desventajas a las que deben hacer frente los negros en ocasiones les hace exhibir aquellos rasgos que confirman los estereotipos blancos. Por lo tanto, sólo puede hacerse frente a la falta de reconocimiento llevando a cabo una crítica rigurosa de la cultura dominante y reestructurando las desigualdades existentes en el poder político y económico. Como hemos tenido ocasión de ver, la política de la cultura está estrechamente vinculada a la política del poder, porque la cultura misma es poder institucionalizado y, por lo tanto, está profundamente imbricada con otros sistemas de poder.

Las sociedades multiculturales plantean problemas que no tienen parangón en la historia. Deben encontrar la forma adecuada de reconciliar las legítimas demandas de unidad y diversidad y lograr la unidad política sin llegar a la uniformidad cultural. Deben ser inclusivistas sin ser asimilacionistas, cultivar entre sus ciudadanos un sentimiento común de pertenencia, respetando a la vez sus legítimas diferencias culturales y cuidar de las identidades culturales plurales sin debilitar la identidad compartida y preciosa de la ciudadanía. Esto es una tarea política formidable y, hasta ahora, ninguna sociedad multicultural ha sido capaz de llevarla a buen término. La antigua Unión Soviética y la ex Yugoslavia tuvieron que hacer frente a su violento destino. Canadá vive a la sombra de la secesión de Quebec. La India a duras penas pudo evitar una segunda partición del país. Indonesia muestra signos de desintegración. Sudán, Nigeria y otros países se ven sacudidos por violentos conflictos, y esta triste historia se repite una y otra vez en muchas partes del mundo. Incluso democracias tan estables, opulentas y políticamente maduras como los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia hasta ahora no han alcanzado en este aspecto más que un éxito limitado, y empieza a haber signos de desorientación moral y emocional a la vista de los incrementos en las demandas de reconocimiento e igualdad. Aunque sea difícil manejar a las sociedades multiculturales, no es necesario que todo esto se convierta en una pesadilla política. Podría incluso llegar a ser algo apasionante si fuéramos capaces de mitigar nuestra tradicional preocupación por crear comunidades políticas culturalmente homogéneas y altamente estructuradas, y permitiéramos en cambio que éstas adoptaran aquellas formas institucionales, modos de gobierno y virtudes morales y políticas que resultaran ser las más apropiadas.

14. Concepto de "historia universal" vs Idea de "humanidad común"

Koselleck, R.: “De la historia universalis a la ‘historia mundial’”

La transformación que llevó a la naturaleza y la historia sacra dentro del proceso histórico general produjo un ascenso del concepto de historia, hasta hacer de él un concepto fundamental de la experiencia y las expectativas humanas. Y la expresión “historia mundial” resultó particularmente apropiada para precisar el resultado de este proceso.

Si se mira únicamente al vocablo, el tránsito de la “historia universal” a la “historia mundial” se realizó de un modo suave y sin demasiado ruido. Ambos términos podían usarse muy bien de modo alternativo en el siglo XVIII. La primera vez que se documenta una Historia universalis es en 1304 recibiendo poco después el título, más adecuado, de Compendium historiarum. Historias de este mundo, que intentan agrupar con pretensiones universales una suma de historias individuales, y surgidas sólo cuando se rompe la imagen cristiana del mundo. En cuanto avanza la conquista de tierras de ultramar y se deshace la unidad cristiana, comienzan a acumularse títulos de historia universal, destinados a registrar y unificar las nuevas y heterogéneas experiencias. Resurge así en el siglo XVII la perdida expresión de “historia del mundo”.

A pesar de las variantes terminológicas, es posible mostrar ya un cambio conceptual de alcance más profundo en el avance de la expresión Weltgeschichte. Indicio de ello fue ya la traducción del Essai sur l’histoire générale de Voltaire como Versuch einer allgemeinen Weltgeschichte [Ensayo de una historia general del mundo] en el año 1762, en la que se trataba de desacreditar a la providencia.

La temática de asuntos mundanos se estaba propagando y buscaba un concepto adecuado. En 1773, el Teutsche Merkur registraba como algo “extraordinario” que hayan aparecido tantas historias universales [Universalhistorien] “en los últimos dos o tres años”, y Schlözer, uno de sus autores, constataba en el mismo año que “el concepto de historia del mundo [Weltgeschichte]” es todavía vago y está sin definir. Hacía falta desarrollar, decía, “un plan, una teoría, un ideal de esta ciencia”, a fin de asignarle el rango fundamental que le corresponde.

Todo un decenio después, - en 1785 -, Schlözer juzgaba retrospectivamente: “La Historia universal no era antaño más que una “amalgama de nos pocos datos históricos” que habría servido a los teólogos y filólogos como “ciencia auxiliar”. Otra cosa ocurría con la historia del mundo, que había ascendido ahora en el título de su obra, WeltGeschichte – Schlözer prefería este modo de escribirlo, a fin de especificar que se trataba de un concepto compuesto -: “Estudiar WeltGeschichte significa pensar en conexión las principales transformaciones de la tierra y del género humano, con objeto de conocer las razones del estado actual de ambos”.

Mencionaba así Schlözer los dos criterios que distinguían a la nueva historia del mundo: espacialmente, se refería a todo el globo; temporalmente, a todo el género humano, del que había que conocer sus relaciones mutuas y explicarlas en relación al presente. Y, recogiendo algunas incitaciones de Gatterer y Herder y precursando a Kant, iba un paso más allá al criticar la antigua “suma de historias especiales expuestas al modo de historia universal” por ser un simple “agregado”, para hacerle espacio a un nuevo “sistema de la historia del mundo”. En un nivel más alto de abstracción, el sistema alcanzaba una pretensión de realidad más elevada. Transmite las causas pequeñas y grandes, con lo que la historia del mundo deviene ella misma “filosofía”. Se fija, sobre todo, en que la conexión real de los eventos debe distinguirse muy bien de su conexión temporal, en que una conexión no puede reducirse a la otra, aunque se condicionen mutuamente. Resultaban de ello algunas dificultades en la exposición, de las que ya había advertido Gatterer, que requerían para dominarlas que se reconociese la interdependencia global de las historias modernas. Los puntos de vista cronológicos y sincrónicos, o bien, la diacronía y la sincronía, tenían que complementarse mutuamente con el fin de articular la historia del mundo según criterios inmanentes. Sólo contaban “las revoluciones, no la historia particular de los reyes y los regentes, ni siquiera todos los nombres de estos”, como había apuntado Gatterer. “Propiamente es [la historia del mundo] la Historia de los grandes sucesos, de las revoluciones: ellas pueden afectar a los hombres y los pueblos mismos, o bien, su relación con la religión, el Estado, las ciencias, las artes y los oficios: pueden haber ocurrido en tiempos antiguos o en los nuevos”.

Quedaba así trazado el nuevo campo semántico. Renunciando a la transcendencia, ese campo le habla por primera vez al género humano como sujeto presuntivo de su propia historia en este mundo. Como aún lo definía desamparadamente Sulzer en 1759, “la historia general, historia universalis, de todos los tiempos y pueblos no puede ser sino muy breve cuando habla de sucesos individuales. No puede tener, pues, todo el provecho de una Historia detallada”.

En el último tercio del siglo XVIII, resultó una cierta unanimidad en que esta historia del mundo es una de las ciencias directrices, pero que no había sido escrita todavía.

Pero, a la vez, los mismos autores constataban – y ello es indicio de esa experiencia moderna que sólo se pondría al descubierto pasando por la “historia del mundo” - que sólo ahora había llegado a ser posible escribir semejante historia del mundo. En ello se fundaba la superioridad propiamente dicha, la ventaja empírica sobre los antiguos. Las transformaciones internas de Europa y su expansión por todo el globo habrían hecho “cada vez más enmarañadas” las “relaciones mundiales”, de tal suerte que ya no era posible escribir las historias de los Estados individuales, pues las conexiones reales afectaban a todos. En parte, esto parecía ser así especialmente para las relaciones europeas “en las que parece disolverse paulatinamente toda la historia del mundo”.

El concepto de historia moderna, que remite a sí mismo, intentaba encontrar en la “historia del mundo” un asidero empírico. En ella debía estar el campo de acción de aquel sujeto hipotético del género humano que sólo en su extensión temporal abierta podía ser pensado como unidad. Por eso, paralelamente a los esbozos de historia del mundo aparecían, con motivos antropológicos, numerosos hilos conductores de la historia de la humanidad. Lo que aún no se había cumplido en el momento actual se esperaba, a modo de compensación, del futuro. “Pero el verdadero ideal de una historia tal que no sea un agregado de todas las historias particulares y especiales sólo se ha esbozado por primera vez en tiempos modernos”, como decía Krug, remitiéndose a Kant, cuando definía la historia de la humanidad propiamente como una “historia de la cultura humana”.

La célebre pregunta de Schiller en su lección inaugural de Jena, en 1789 - “¿Qué significa y para qué se estudia la historia universal?” - resumía de modo conciso y grandioso todos los argumentos que habían hecho de la historia del mundo la ciencia directriz de toda experiencia y de toda espectativa. La Edad Moderna, igual que había aprendido a concebirse como un tiempo nuevo por el “progreso”, también aseguraba con la “historia del mundo” su totalidad espacio-temporal. Por eso, la expresión, como presupuesto y definición límite de toda experiencia posible, se convirtió también en una característica estructural de todas las historias posibles: “Todas las historias son comprensibles únicamente por la historia del mundo y en la historia del mundo”, o bien, en la formulación todavía más consecuente de Novalis: “Cada historia tiene que estar en la historia del mundo, y sólo con relación a toda la historia es posible el tratamiento histórico de una materia individual”.

El nuevo concepto había alcanzado una pretensión de totalidad cerrada en sí misma que excluía los modelos explicativos en competencia con él. Por eso, Friedrich Schlegel podía abrir sus Lecciones sobre la historia universal de 1805 con esta frase: “Dado que la ciencia es como tal genética, se sigue que la historia tiene que ser la más universal, la más general y alta de todas las ciencias”. Mientras se hable sólo de la historia de los hombres, se llamaría “historia sin más”. La “historia del mundo” fue la que, en la época de la Revolución francesa, asignó al concepto de historia su función directriz, que no ha perdido desde entonces. En 1845, Marx y Engels anotaban sobre la ideología alemana: “Conocemos una única ciencia, la ciencia de la historia”. Ésta abarcaría la historia de la naturaleza y la de los hombres. “Mas no han de separarse ambos lados; mientras existan los hombres, la historia de la naturaleza y la historia de los hombres se condicionarán mutuamente. La “historia” era pensable ya sólo como natural y humana, esto es, como historia del mundo, de tal manera que este significado quedaba superado y recogido en aquel concepto.

Las exposiciones abarcantes de la historia del mundo perdieron fuerza después de la gran concepción global de Ranke; en parte, porque el método histórico-crítico aumentaba las pretensiones, y exigía con ello la especialización, en parte porque la imposibilidad de concluir ninguna historia hacía crecer las objeciones contra los bosquejos universales. En todo caso, la mayoría de las veces seguían siendo, sin reflexionar sobre ello, lo que Hans Freyer conceptualizaría en 1948 como “historia mundial de Europa”, y que sólo en el siglo XX empieza a pasar a ser una “historia del mundo propiamente”. Con ello se alteraba, sin sobrepasarlo aún, el horizonte de expectativas que el siglo XVIII había resumido en este concepto.

El único intento exitoso, en cuanto a sus efectos históricos, para sacar a la historia del mundo de su unicidad procesual y en continua renovación vino de Oswald Spengler, quien dedujo la inminente decadencia de Occidente de una “morfología” cíclica y natural “ de la historia del mundo, del mundo como historia”. Quedaba por el momento sin determinar hasta qué punto sus plurales círculos culturales influyen, con su analogía estructural, en la futura historia del mundo.

Gómez Ramos, A.: “Historia universal e historia multiversal”

En cierta ocasión, Federico II de Prusia se quedó perplejo cuando un bibliotecario llamado Johannes Erich Biester le dijo que “él se dedicaba sobre todo a la historia”, y utilizó para ello la palabra alemana Geschichte. El desconcierto del rey se debía a que esa palabra se presentara en singular, y sin referirse a ninguna historia particular en concreto. Lo usual, hasta entonces, había sido utilizar el plural, Geschichten, historias de algo que, como tales, no constituían una disciplina científica. Por entonces, ni siquiera había cátedras de historia en las universidades. Uno escribía, bajo los auspicios de la retórica, historias de diversas cosas: de Francia, de la Iglesia, de tal dinastía, pero no se dedicaba a la historia sin más. Cuando Federico, de quien es fama que apreciaba mucho más el francés que el alemán, para salir de su perplejidad, preguntó si eso de la Geschichte era lo mismo que la Historie – la otra palabra alemana, derivada del latín historia, permitiendo ésta, efectivamente, un uso singular -, intentaba, en realidad, apoyarse en la concepción que conocía de la historia magistra vitae, como depósito inamovible de ejemplos – historias del pasado cuya virtud era iluminar la acción en el presente -. En cierto modo, Geschichte e Historie eran, o iban a ser, lo mismo; quizá por eso, las demás lenguas europeas se han conformado con la palabra latina. Pero el bibliotecario tenía buenas razones para usar la primera en lugar de la segunda. Pues esa transformación léxica en alemán venía a hacer perceptible un cambio semántico -, y por ende, del objeto mismo – que estaba teniendo lugar en toda la Europa moderna: el paso, que apuntábamos en el capítulo primero, de la historia como maestra de la vida a la experiencia de un tiempo singular y propio de la humanidad, distinto del tiempo natural o de los planes divinos. El neologismo tuvo lugar en alemán, pero en toda Europa se produce el nacimiento de la historia como proceso dinámico y autónomo que implica a todas las cosas, a todos los pueblos y culturas, y que se estudia por sí mismo.

Hizo falta menos de medio siglo para que el nombre de ese proceso pasara de desconcertar a un rey culto a expandirse y dar título a las ocupaciones del poeta más célebre de Alemania. En 1789, Friedrich Schiller toma posesión de su cátedra en Jena pronunciando, ante quinientos oyentes entusiasmados, su lección inaugural “¿Qué es y para qué se estudia “Historia Universal”?”. Esta se identifica justamente con toda la historia universal, la cual, a su vez, se define como la historia “que es universal porque convierte todas las historias en una, la sola y única historia del progreso y el perfeccionamiento de la humanidad”.Hay, por supuesto, una aspiración cosmopolita en esa definición, al a que Kant había dado su justificación filosófica. Las historias particulares de los diversos pueblos y culturas debían ensamblarse en una única Historia en la que convergerían todos ellos, pues, como escribía ya un doctorando de Maguncia en 1783: “el mundo es un pueblo; también, entonces, hay una historia general del mundo”. Se habían ensamblado ya, de hecho, como resultado de la colonización y la expansión europeas. Y puesto que todo el género humano, para bien o para mal, marchaba ya en conjunto desde esa mundialización, merecía una única Historia, la historia del mundo o Historia Universal. Desde entonces, proliferaron las historias universales, más o menos coherentes, en las que se pretendía relatar de modo conexo todo lo que había acontecido en todos los puntos de la tierra.

Había, sin embargo, dos problemas, que acabaron poniendo a la Historia Universal – y a la filosofía de la historia, en la medida en que se identificaba con ella – en entredicho. En primer lugar, como vieron Herder, Ranke y los historicistas, la Historia Universal tenía un tono exageradamente europeo. Al menos hasta los procesos de descolonización posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se trataba casi siempre de una “Historia europea del mundo”, o una “Historia mundial de Europa”. Zonas enteras del globo quedaban olvidadas, o se trataban de un modo muy somero, por su “escasa importancia” política o cultural. Puede que, como filósofo, Hegel pudiera permitirse, para llevar a cabo su consideración pensante de la historia, descartar expresamente a toda Siberia, a los pueblos eslavos o a África, puesto que “no habían contribuido a la marcha del espíritu”. Pero es más dudoso que pudiera permitírselo el historiador que pretende entregar la totalidad del pasado. Cuando lo hacía, se encontraba, en lugar de un todo único – el curso unitario de la humanidad en el tiempo -, con una multiplicidad de épocas y culturas particulares, inconmensurables entre sí, cada una con su propio valor. La alternativa no era en ningún caso favorable. O bien la universalidad de la Historia se fragmentaba en un sinfín de historias diferentes, en el mejor de los casos yuxtapuestas – al modo que nos describía Ranke más arriba -; o bien, lo que sería más grave para el honor de la universalidad ilustrada, había que entender la Historia Universal como el proceso por el que una historia particular, la del continente europeo – o la del grupo dominante en éste – se extendía universalmente por todo el planeta anulando, más que recogiendo, todas las demás historias particulares.

La Historia Universal, lejos de conducir a la constitución civil perfecta que se auguraba Kant, y en lugar de ser la idílica marcha en el progreso hacia un mundo mejor, resultaba ser, más bien, un proceso acelerado, incontrolable, que arranca al ser humano de sus raíces y destruye las bases del mundo de la vida. Puede que el espíritu regrese a sí mismo en el curso de la historia universal, pero, para los individuos, ese curso es una experiencia de extrañamiento y de pérdida. Lo que aprenden cada vez con más intensidad los modernos, como veíamos en el nacimiento de la filosofía de la historia, es que, conforme avanza la Historia, las experiencias previas – individuales o colectivas – pierden cualquier valor de referencia para las expectativas futuras, que todo lo familiar y conocido envejece cada vez más y cada vez más rápido. El tren de la Historia Universal, lanzado vertiginosamente hacia un futuro desconocido, disgrega a las comunidades y hace de sus miembros seres desorientados en un mundo extraño. Ni los indudables progresos morales y políticos, ni la aceleración del desarrollo tecnológico pueden ocultar el crecimiento de la barbarie para con las víctimas ni el desconcierto de los supervivientes.

Puede que ese sentido inercial sea un mecanismo cuasinatural de defensa ante la aceleración de los tiempos, de modo que, según veíamos en la teoría de la compensación, el ciudadano de finales del siglo XX se convierte en turista admirador de los restos del pasado, o en nacionalista más o menos folclórico heredero de una “tradición ancestral”, o en fundamentalista religioso defensor de una verdad primigenia, a fin de compensar el vértigo de los cambios devolviendo posibilidades a lo antiguo. O puede que, simplemente, a resultas de la aceleración de la modernidad, la velocidad de envejecimiento de las cosas haya alcanzado tal nivel que “cuanto más rápidamente se hace viejo lo nuevo, tanto más rápidamente vuelve a hacerse nuevo lo que había quedado viejo”, como es evidente, al menos en el plano estético, en la rápida alternativa de las modas.

Para fines del siglo XX, la historia ha mostrado su imposibilidad de hacerse verdaderamente universal: lo que ha resultado, más bien, ha sido “una especie de entropía conexa al multiplicarse mismo de los centros de la historia, de los lugares de recogida, unificación y transmisión de informaciones”. La idea imaginada Persia-Grecia-Roma-Europa-París... no termina en Berlín, como se ha podido leer en Hegel, ni en Londres, como podría creer el buen burgués victoriano. Ni menos aún gira hacia Moscú, como fantaseaban los herederos de los zares. Siguiendo la ruta del sol, llega hasta Nueva York, pero allí, como es sabido, en lugar de la transparencia ilustrada y universal, estallan multitud de culturas e historias diferentes, a menudo incompatibles entre sí y con lo que se llama Occidente, en cuyas metrópolis, por lo demás, se reproduce, más conflictiva o más pacíficamente, la misma pluralidad. La Historia Universal viene a desembocar, entonces, en aquello que sus críticos historicistas le habían sugerido siempre que tenía que ser: una historia multiversal. A diferencia del schilleriano – en cualquiera de sus variantes – situado en la cima de la Historia Universal, y con sólo un relato a sus espaldas, los habitantes de la historia multiversal, semejantes al Dios del historicismo, conceden igualdad de oportunidades a muchas historias de otras culturas ajenas a la resultante del desarrollo europeo, pues cada una de ellas es válida y necesaria como expresión de lo humano.

Las virtudes de esta polimatía son innegables, incluso para muchos de los valores que la Historia Universal decía desarrollar. La tolerancia y la convivencia entre diferentes modos de vida, propia del llamado multiculturalismo, sólo es pensable si cada uno de esos modos puede exponer y hacer oír su propia historia, irreductible a la marcha universal. Cada individuo puede reclamar su pertenencia a un grupo – étnico, de género, religioso, socioeconómico, etc. - sólo desde el conocimiento y reconocimiento de un pasado particular cuyo relato es, a su vez, reconocido en el espacio público. Por eso, el respeto de lo humano en cada individuo, que se entendió como meta y motor del desarrollo histórico-universal, requiere también la recreación y dispersión de las historias que cada individuo, en tanto que perteneciente a un grupo, necesita para asumir su pasado y construir su memoria.

Las mujeres, los descendientes de las víctimas, los grupos oprimidos instan a escribir otras historia, y a escribirlas de otro modo: historias no recogidas en una Historia única de la humanidad. A menudo, también, como insisten quienes se ponen a la obra de investigar en ellas, historias reprimidas violentamente por la escritura del gran Relato universal. Y desatendidas, además, por aquellos historicistas clásicos que, reivindicando la pluralidad de historias que correspondiera a la pluralidad de culturas, se quedaban en la historia de los vencedores respectivos o, al menos, de quienes habían tenido voz. Los espacios silenciados de los que no hablaron reclaman también su relato, su acceso al lenguaje narrado y escuchado públicamente.

García-Morán, J.: “Frágil idea de humanidad”

Frágil idea de humanidad

Una de las cosas que difícilmente puede discutírsele al tan mentado como controvertido fenómeno de la globalización, es la creciente percepción que ha traído consigo aparejada de que se están desarrollando – bajo el impulso principalmente de las nuevas tecnologías y de la progresiva interdependencia de la economía – las bases de una nueva civilización a escala planetaria. Parecen verse así confirmadas aquellas palabras escritas tiempo atrás por el gran poeta e intelectual mexicano Octavio Paz, en las que podía leerse: “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”. Ello ha contribuido sin duda a fortalecer la idea de que todos formamos una única humanidad, una sola comunidad humana universal, idea tras la cual ha reverdecido el viejo “ideal cosmopolita” alentado, a su vez, por la emergente y acariciada perspectiva de ver extendida por todo el globo una cultura política común basada en los principios universales de la democracia y los derechos humanos. Paradójicamente, sin embargo, no es menos cierto que esta tendencia globalizadora se ha visto al mismo tiempo acompañada por lo que se ha venido también a denominar un proceso de “tribalización” del mundo; esto es, un resurgimiento del énfasis en la identidad particular que en ocasiones ha llegado a manifestarse de forma exacerbada, dando lugar a dramáticos conflictos étnicos, religiosos o nacionalistas entre distintas comunidades que han arremetido entre sí en nombre, muchas veces, de sus respectivas identidades culturales. Pues bien, es en este escenario dramatizado una vez más por la vieja y complicada dialéctica entre particularidad y universalidad – y cuyo principal enredo está llamado a protagonizar, por decirlo en términos menos abstractos, la difícil tensión entre la identificación con una comunidad particular más inmediata (ya sea de tipo familiar, local, nacional, sexual, cultural, religioso, etc.) y la identificación con una comunidad universal más abstracta constituida por todos los sers humanos – en el que pretendo inscribir las reflexiones que siguen. Su propósito no es otro que el de tratar de repensar, en un contexto mundial marcado por la presencia simultánea – y aparentemente antagónica – de nuevas y más amplias formas de integración política y de reivindicaciones identitarias de muy variada índole, los límites y condiciones de posibilidad de la idea de humanidad en cuanto verdadera comunidad global de ciudadanos.

Fragilidad e indeterminación de lo humano

Me van a permitir que comience mi exposición estableciendo una diferenciación conceptual: la que tiene lugar entre “hombre” y “humanidad”. O para ser más precisos: la que se establece entre “ser hombre”, por un lado, y “tener humanidad”, por otro. Lo primero no es sino una categoría que proviene de la especie biológica. Lo segundo, en cambio, parece abarcar connotaciones más amplias: pues puede aludir a cuestiones tales como la posesión de una virtud, la propensión a cierto sentimiento, la reivindicación de determinados derechos o incluso la propuesta de un proyecto político, cuestiones todas ellas que acreditan la importancia de la comunicación, el diálogo y la interacción con los demás como premisa básica para la existencia humana. Como nos recuerda la hoy día tan socorrida Hannah Arendt (y hemos de reconocer que la cita nos viene a este respecto de perlas):

“Una filosofía de la humanidad se distingue de una filosofía del hombre por su insistencia en el hecho de que no es el Hombre, hablándose a sí mismo en un diálogo solitario, sino los hombres hablando y comunicándose entre sí, quienes habitan la tierra”. “Pues el mundo no es humano meramente por haber sido hecho por los seres humanos, y no se vuelve humano sólo porque en él resuene la voz humana, sino solamente cuando se convierte en objeto de diálogo. Por muy intensamente que lleguen a afectarnos las cosas del mundo, por muy profundamente que puedan conmovernos y estimularnos, no se hacen humanas para nosotros más que en el momento en que podemos debatirlas con nuestros semejantes. Aquello que no puede llegar a ser objeto de diálogo no puede decirse que sea precisamente humano. Humanizamos lo que sucede en el mundo y en nosotros mismos cuando hablamos de ello, y en el curso de ese hablar aprendemos a ser humanos”.

Lo que estos pasajes de Arendt revelan, es que al igual que “ser humano” consiste principalmente en relacionarse con otros seres humanos, así también la “humanidad” requiere de un marco humano para lograr manifestarse: pues los hombres se hacen humanos unos a otros y nadie puede darse la humanidad a sí mismo en la soledad o, por mejor decir, en el aislamiento. Por expresarlo más sucintamente con palabras de Todorov: “lo humano está fundado en lo interhumano”.

Lejos de tratarse de una exageración retórica, tan rotunda afirmación remite más bien a un “dato de la experiencia”. Así lo atestigua, por traer a mano un ejemplo que de forma tan apasionada atrajera en su día el interés y la atención de algunos de los más dignos hijos del siglo de las Luces, el singular caso de los denominados “niños selváticos”: esto es, el de aquellas criaturas que al haber permanecido – por la circunstancia que fuese – al margen del proceso de socialización humana, condenadas desde temprana edad a llevar una existencia completamente aislada respecto de los otros individuos de su especie y desprovista de todo recurso comunicativo, vieron al cabo truncadas sus potenciales posibilidades de alcanzar la humanidad. En este sentido son elocuentes las palabras – claramente tributarias de Locke y Condillac – con las que el médico y pedagogo ilustrado Jean Itard – uno de esos ejemplares humanos poco frecuentes, dicho sea de paso, que prestigian la especie a la que pertenece – abre su conmovedor relato sobre uno de los casos más célebres y conocidos, el del sauvage de l’Aveyron: “Echado al mundo sin fuerzas físicas y sin ideas innatas, impedido para obedecer por sí mismo a las propias leyes constitutivas de su organización, que lo destinan, sin embargo, al primer puesto en la escala de los seres, solamente en el seno de la sociedad puede el hombre acceder al lugar eminente que le fue señalado en la naturaleza; sin la civilización jamás podría llegar a situarse sino entre los más débiles y menos inteligentes animales.”

El fracaso y la consiguiente frustración con que se saldan los denodados esfuerzos y los pacientes desvelos que Itard prodigara al “niño bravío” en aras a rescatarle de su existencia casi animal y conducirle al seno de la sociedad humana, son sin duda alguna reveladores tanto de nuestra incompletud original como de la necesidad que tenemos de relacionarnos con los demás para lograr apropiarnos de nuestras potenciales capacidades humanas. Itard, de su atribulada experiencia, extrae la conclusión de que “el hombre no es sino aquello que se le hace ser”. Afirmación con la cual está apuntando, en realidad, a algo en lo que habré de insistir repetidas veces a lo largo de mi exposición: la indeterminación esencial de lo humano. De donde se infiere que la humanidad del hombre no viene dada, no está constituida, ni, menos aún, se trata de algo fijo e inalterable. De ahí que pueda verse sobre todo como una conquista; mejor aún, como un compromiso y una responsabilidad a asumir. Con la consecuencia inmediata que de esto se sigue: la idea de humanidad ha de ser fundamentalmente pensada como un deber ser.

La humanidad se declina en plural

Es precisamente esa indeterminación esencial de lo humano la que subyace o está detrás de los muchos y distintos modos de “ser humano”; la que explica, en otras palabras, que la humanidad se haya manifestado a lo largo de la historia (y se manifieste aún) de múltiples y muy variadas formas. Ya Herder atinaba a señalar, a propósito de la naturaleza humana, que se trataba de “un barro dúctil, susceptible de adoptar diversas formas en las situaciones, necesidades y agobios más distintos”. Y ya Marx nos ponía en guardia para evitar convertir la naturaleza de un hombre históricamente concreto en la naturaleza humana per se, cuando definía al “ser humano” como un “ser social” que “es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales. A partir de estas premisas nada más conveniente, en consecuencia, que empezar por hacerse cargo de que el reconocimiento de la unidad de la humanidad tiene como corolario inmediato el reconocimiento mismo de la pluralidad humana. Máxime si tenemos en cuenta que esta tensión entre unidad y pluralidad no siempre ha sido satisfactoriamente resuelta a la hora de definir o de trazar las lindes de lo que comprendía la humanidad, como testimonio el uso que a menudo se ha hecho de la lógica inclusión-exclusión para delimitar la pertenencia a la misma. Pues unas veces, en efecto, la proclamada unidad de la humanidad se basaba en una supuesta inclusión que, bien mirado, no consistía sino en la imposición de un particularismo disfrazado con los ropajes del universalismo, con lo cual la humanidad quedaba ocasionalmente asimilada de forma explícita o implícita a Europa, a Occidente, a la cristiandad o a la mitad masculina de la especie. Otras veces, en cambio, dicha unidad se basaba abiertamente en la exclusión, restringiendo así el ámbito de la humanidad a unos grupos y excluyendo sin más a otros.

Bastaría con acudir, sin ir más lejos, a las propias características o supuestos básicos en los que cifrábamos líneas más arriba los fundamentos mismos de la existencia humana – el lenguaje, la cultura y la necesidad de interacción con los demás – para dar expresa cuenta de esa pluralidad y diversidad humanas. Pues así como el “lenguaje universal” de Adán se convierte con el transcurrir del Génesis en una “Babel de lenguas” incomunicables entre sí, del mismo modo no cabe hablar de una cultura humana sino de una pluralidad de ellas, y no es preciso estar completamente de acuerdo con Samuel Huntington como para dejar de reconocer la conflictiva relación existente entre las mismas (algo que por lo demás este final de tan sangriento siglo, fiel a sí mismo hasta su último estertor, no deja de recordarnos). Innecesario es decir cómo afectan estas cosas a la interacción o convivencia entre unos y otros. De modo que aquellos elementos constitutivos de nuestra humanidad, aquello que nos une, es, al mismo tiempo, lo que nos separa.

A decir verdad, la idea de que todos los pueblos del mundo forman una única humanidad no es, ciertamente, algo natural o consustancial al género humano. Antes al contrario – y como la Antropología se ha encargado a menudo de recordar -, lo que ha distinguido durante mucho tiempo a los hombres de las demás especies animales es, precisamente, que no se reconocían unos a otros como miembros de la misma especie. Sólo quienes pertenecían al propio grupo eran considerados como semejantes, mientras que aquellos otros pertenecientes a tribus o poblados distintos quedaban por lo general excluidos de la categoría de lo humano. Da prueba de cuán difícil les resultaba creer que compartían una humanidad común, el hecho de que la mayor parte de los pueblos primitivos acostumbrase a reservar celosamente el título de “hombre” exclusivamente para los miembros de su propia comunidad, con lo cual la humanidad acababa muchas veces en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico o, incluso a veces sin ir más lejos, del mismo poblado. Ello explica que la expresión “hombre” o “ser humano” casi siempre fuera sinónimo de “miembro de nuestra tribu”. Todavía en nuestros días un autor como Richard Rorty ha vuelto a subrayar, tomando como base los escalofriantes relatos llegados desde Bosnia, esa reiterada incapacidad que manifiestan los seres humanos para reconocerse recíprocamente como tales. Pues según Rorty, los asesinos y violadores serbios no consideran que estén violando los derechos humanos, ya que a su modo de ver, no hacen esas cosas a otros seres humanos sino a musulmanes, discriminando así también por su parte entre los verdaderos humanos y los pseudohuamanos. Asimismo, huelga decirlo, proliferan hoy día por doquier los ejemplos que muestran cómo para muchos hombres ser mujer no es propiamente una forma de ser humano.

Es preciso advertir en este punto que no se trata, claro está, de que quienes se designan a sí mismos como “hombres” sean ciegos a las semejanzas corporales que guardan con aquellos otros a quienes se les excluye de lo humano. Más bien, lo que ante todo se pone aquí de relieve es que no basta con tener rostro humano (es decir, no basta con las determinaciones visibles de su ser) para pertenecer de pleno derecho a la humanidad. Se hace preciso, además, vivir conforme a una arraigada tradición, una determinada cultura, unos usos y costumbres particulares. Pues por más que determinados rasgos físicos sean universalmente humanos, no por ello constituyen un salvoconducto universal; es decir, no crean por sí mismos ningún tipo de identidad de pertenencia entre grupos humanos diferentes. Lo que cuenta sobre todo es la manera de vivir, las formas de vida y sus prácticas privadas o sociales, las cuales funcionan como verdaderas señales de reconocimiento que separan sin discusión lo humano de lo no humano. Esto es precisamente lo que no parecía entender Shylock – el personaje de Shakespeare en El mercader de Venecia – cuando, abrumado por la carga de su pertenencia judía, exclamaba en conmovedora y conocida queja:

“Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Y si nos ultrajáis ¿no nos vengaremos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos parecemos también en eso.”

Al apelar a una humanidad común que pueda ser reconocida por todos los hombres en términos exclusivamente físicos o corporales (con la única excepción, digna desde luego de no pasar desapercibida, de la venganza), el desdichado Shylock parece ignorar que la verdadera naturaleza del problema radica en otra parte: que el conflicto surge, en realidad, cuando se traspasan las fronteras corporales y nos adentramos en el terreno de los juicios, de las opiniones, de las creencias y de los valores, máxime cuando aparecen vinculados a una etnia concreta, a una determinada cultura o a una forma particular de vida. La raíz de la que brota la radical incomprensión entre el judío Shylock y el cristiano Antonio, la fuente de la que nace su recíproca e insalvable hostilidad, está en que cada cual actúa de acuerdo con los principios de su fe. Son sus diferentes credos, sus respectivas y opuestas visiones del mundo, sus distintos modos de vivir los que vedan, en definitiva, cualquier posibilidad de arreglo entre ambos y los hace incapaces de mirarse mutuamente como seres humanos.

Así pues, en vista de cuanto llevamos dicho y como anticipo al mismo tiempo de lo que después veremos, quisiera destacar por de pronto y por encima de todo dos cuestiones: una, la dificultad de alcanzar una idea común de humanidad, máxime cuando nos sentimos constreñidos por la etnia, las imposiciones coercitivas de la pertenencia grupal o el desconocimiento mutuo; otra, los posibles retrocesos o recaídas que pueden producirse, aún en el caso de haber superado dicha dificultad. Trataré pues de mostrar en lo que sigue, valiéndome para ello de una perspectiva genealógica, la difícil andadura a través de la cual ha ido poco a poco abriéndose paso y adquiriendo una mayor concreción la idea filosófica de unidad de toda la humanidad.

La escabrosa senda hacia la idea de humanidad universal

Es ya un lugar común señalar que nuestra civilización debe a la Biblia y a la Filosofía el cuestionamiento, cuando no más propiamente el rechazo, de estas atávicas divisiones selladas por rasgos físicos distintivos o, más aún, por adscripciones a formas particulares de vida. La Biblia (esa obra cumbre de la humanidad a la que un multiculturalismo mal entendido no debiera excluir del “canon literario”; tal vez – al menos así me lo parece a mí – una de las mejores si es que no la mejor obra en su género, que por lo demás no es otro que el de la literatura fantástica), al proclamar la existencia de un único Dios a cuya imagen y semejanza todos los hombres son creados iguales, descubre a éstos la unidad del género humano. Cabe afirmar, por tanto, que la idea de humanidad universal nace al mismo tiempo que el Dios de Israel (es, se podría decir, una invención de Moisés). Más aún, si del relato de la Creación pasamos acto seguido al relato de la Caída tal y como aparece recogido en el Génesis, observaremos cómo éste refrenda a su vez el advenimiento de lo humano. Pues no puede decirse, ciertamente, que la vida paradisíaca de Adán y Eva antes de desobedecer la primera prohibición fuera propiamente humana: no eran mortales, no sufrían dolor, no padecían enfermedades, tampoco eran dados a la reflexión. Sólo al infringir la prohibición se convirtieron en humanos, o sea: se hicieron mortales, sufrientes y reflexivos. Con lo cual la expulsión del Paraíso, lamentable por cuanto supuso una caída en desgracia, también puede ser celebrada como el momento del nacimiento de la condición humana, pues fue realmente la consecuencia de un acto surgido de la libertad, la voluntad y la reflexividad humanas (que quedaron así convertidas en rasgos específicos y definitorios del ser humano).

La filosofía, por su parte, conduciría a una revelación semejante. Al interrogarse en clave universalista – como solía hacer Platón en sus obras – por ¿qué es lo Verdadero?, ¿qué es lo Bueno?, ¿qué es lo Justo? O ¿qué es lo Bello?, va a poner en tela de juicio – por mor de un logos común – a la tradición y a las costumbres particulares como garantes de tales respuestas, al tiempo que, en su lugar, emerge la noción de que la humanidad es una. Dicho de otro modo: al dejar mi humanidad de ir vinculada a mis costumbres o formas particulares de vida, no habría ya razón alguna para negar el nombre de “hombres” a aquellos cuyos hábitos difieren fortuitamente de los míos.

La misma filosofía griega que había “desnaturalizado” las costumbres y las formas de vida presentándolas como “convenciones”, no muestra tampoco empacho alguno en postular la “naturalización” de aquellas jerarquías y desigualdades que, a despecho de la idea de humanidad universal, permiten distinguir entre griegos y bárbaros y excluyen a las mujeres, a os extranjeros y a los esclavos de la ciudadanía. La filosofía cristiana medieval, por su parte, siguió deslizándose por esta misma pendiente aristotélica, sólo que ahora dicha jerarquía y verticalidad encontrarán su fundamento en Dios (o en un orden divino) en vez de en la naturaleza (o en un orden natural). Ello explica que a los ojos de los cruzados los paganos no fueran seres humanos plenamente desarrollados, siendo así que para la denominada “Iglesia del amor” matar mahometanos y judíos – incluidos mujeres y niños – y robarles todos sus bienes terrenales no constituía pecado alguno.

Conviene no obstante llamar la atención sobre la importancia que va a tener la aparición, ya en el ocaso de la Edad Media, de la obra de Dante Alighieri la Monarquía (a cuyo innegable interés añade el aliciente de haber figurado en el Index de libros prohibidos desde 1564 hasta bien entrado el siglo XIX), pues en ella encontramos por primera vez explícitamente expresada la idea de humanidad universal o de unidad del género humano (bastante antes por tanto, contra lo que suele creerse, a la llegada de la Ilustración). Partiendo de un esquema y en un lenguae que reflejan ambos por igual las coordenadas aristotélico-tomistas y averroístas en las que el autor de La divina comedia se mueve – pero que no son obstáculo que le impida ir más allá, revelándose realmente como un auténtico precursor de la modernidad que incluso llega a anticipar, como veremos, al propio Kant de la filosofía de la historia y de la “paz perpetua” -, tras preguntarse si existe un fin último al que tiende la humanidad en su conjunto responde:

“Hay, en efecto, una operación propia de toda la humanidad, a la que se ordena todo el género humano en su multiplicidad; operación, ciertamente, que no puede llegar a realizar ni un hombre solo, ni una sola familia, ni un pueblo, ni una ciudad, ni un reino en particular. Quedará claro cuál sea ésta si se pone de manifiesto la finalidad potencial de toda humanidad”.

El fin específico de esta operación propia de la universalis civilitas humani generis, como Alighieri la llama, es “actualizar siempre la totalidad de la potencia del entendimiento posible” (el “reino de la razón”, diríamos con otro lenguaje que está aún por llegar). El hecho de que este fin requiera para su completa realización la colaboración de todo el género humano, lleva a la humanidad a descubrir su unidad y a saber que ella misma es su propio fin. El mejor medio para que el género humano alcance su propia finalidad, y con ella la felicidad es la “paz universal”. Y, a su vez, el mejor medio de asegurar esta paz universal es instaurar una monarquía universal. Aquí es, precisamente, donde puede decirse que radica la gran originalidad de Dante: en la vinculación que establece entre la idea de humanidad y una determinada forma de gobierno político. La monarquía universal o Imperio se erige en la única forma de organización política que puede garantizar la justicia, la paz y la felicidad para toda la humanidad. Lo que convierte, claro está, al Monarca universal o Emperador en el mejor de los gobernantes.

Se comprende así pues fácilmente, tal como ha puesto de relieve Claude Lefort, el enorme atractivo y la gran influencia que ejercerá esta obra en la imaginación de los príncipes europeos durante la época de formación de los grandes Estados-nación. En efecto, la imagen del soberano universal renacerá en el siglo XVI acompañada, a su vez, de una reelaboración del tema del “pueblo elegido” mediante la cual un acontecimiento decisivo va a señalar, bajo el reinado de cada monarca el momento singular que anuncia a éste su misión universal – ya se trate del descubrimiento de América en el caso de Carlos V, de la unión de las dos Rosas en el caso de la reina Isabel o de la reconciliación de ambas fes, la católica y la protestante, en el caso de Enrique IV. Lo que me interesa destacar ahora de todo esto es la identificación que Dante acaba estableciendo entre el ideal de una humanidad universal y el ideal imperial de la monarquía universal. Pues ello nos permite entrever, en última instancia, el riesgo de imperialismo que puede llegar a ocultarse bajo el velo del universalismo, con lo cual el precio de esa “paz universal” tan ansiada por Dante pudiera realmente consistir en el sometimiento de las distintas formas de vida de los pueblos subyugados a los cauces impuestos por el poder imperial. Un riesgo que habría llevado bastante tiempo después, a un autor como Carl Schmitt, a sostener: “La humanidad es un instrumento particularmente idóneo para las expansiones imperialistas y es también, en su forma ético-humanitaria, un vehículo específico del imperialismo económico. A este respecto es válida una máxima de Proudhon: “Quien dice humanidad, quiere engañar””.

El gran acontecimiento revelador en este sentido de dicha dificultad lo constituyó sin duda más tarde el descubrimiento o la invasión (según desde qué lado se mire) del Nuevo Mundo. Representa un momento estelar para lo que aquí estamos tratando, pues señala el mutuo encuentro de las dos mayores mitades de la humanidad (aunque tal vez cupiera decir mejor encontronazo, atendiendo a los cientos de miles de muertos con que se saldó). ¿Quiénes son esas criaturas emplumadas? ¿Merecen acaso que se les dé el nombre de hombres? ¿Tienen alma siquiera? ¿Son accesibles a la razón? ¿Qué tratamiento debe dispensárseles? Éstas eran algunas de las preguntas, como nos recuerda en otro momento de su mencionada obra Finkielkraut, que estaban sobre el tapete en la llamada Gran Polémica de Valladolid, allá por 1550, y que como saben tuvo en Ginés de Sepúlveda – para quien los indios son tan diferentes de los españoles como los simios lo son de los seres humanos, lo que justificaba su inclusión en la categoría aristotélica del esclavo por naturaleza así como su reducción a la obediencia mediante el uso de las armas – y en Bartolomé de Las Casas - “el gran colector de las lágrimas de los indios” y su ardiente defensor – a sus dos contrincantes. Dos siglos más tarde y no tras pocas porfías, un autor como Montesquieu pudo permitirse ironizar a propósito de la esclavitud de esos seres hasta tal punto “negros de pies a cabeza” y de “nariz tan aplastada” que a duras penas logran despertar compasión alguna, afirmando con rabia contenida: “No puede cabernos en la cabeza que siendo Dios un ser infinitamente sabio, haya dado un alma, y sobre todo un alma buena, a un cuerpo totalmente negro”.

La Ilustración es donde la idea de humanidad como atributo universal cobrará sentido de una forma más radical a partir de la ruptura con esa “falsa naturaleza” bajo la cual eran contempladas las costumbres, las formas de vida y las tradiciones. Pues mientras cada grupo o colectivo humano tenga a éstas por “naturales”, esto es, por las que mejor expresan lo auténticamente humano, resultará imposible alcanzar una humanidad universal. La Ilustración supone una recusación del concepto mismo de “naturaleza humana”, al afirmar enfáticamente que el hombre no es nada por naturaleza. La humanidad del hombre es engendrada por el hombre mismo. Con esto, en realidad, la Ilustración no hacía sino prolongar aquella concepción del hombre y de lo humano alumbrada por el Renacimiento – y de manera central por el discurso fundador del humanismo renacentista: el De hominis dignitate de Pico della Mirandola. Para éste, el hombre es la consecuencia de un demiurgo poco previsor y distraído. No llega, ciertamente, al extremo al que llegará más tarde Fontenelle, cuando al aludir a esa “pintoresca especie de criaturas que se llama “género humano”” sostendrá que “los dioses estaban ebrios de néctar cuando hicieron a los hombres; y que, cuando vinieron a ver su obra, ya serenos, no pudieron contener la risa”. No. El demiurgo de Mirandola se muestra más condescendiente. De hecho, coloca al hombre en medio del mundo y le habla en los siguientes términos:

“No te he dado, oh Adán, ni un lugar determinado, ni una fisonomía propia, ni un don particular, de modo que el lugar, la fisonomía, el don que tú escojas sean tuyos y los conserves según tu voluntad y tu juicio. La naturaleza de todas las otras criaturas ha sido definida y se rige por leyes prescritas por mí. Tú, que no estás constreñido por límite alguno, determinarás por ti mismo los límites de tu naturaleza. No te he creado ni celestial ni terrenal, ni mortal, ni inmortal para que, a modo de soberano y responsable artífice de ti mismo, te modeles en la forma que prefieras. Podrás degenerar en las criaturas inferiores que son los animales brutos; podrás, si así lo dispone el juicio de tu espíritu, convertirte en las superiores, que son seres divinos.”

De donde se infiere – y ésta es la idea a la que dará su impulso la Ilustración – que la separación o el alejamiento de la naturaleza es revelador de lo propiamente humano. (Nada más impropio de una actitud ilustrada, por tanto, que la de andar por ahí midiendo el cráneo de la gente o hurgando en su sangre en busca del Rh negativo. Tal actitud más bien parece propia de clérigos oscurantistas.) Así pues, cabría cifrar en este paradójico privilegio concedido al hombre – no ser, originalmente, absolutamente nada – el genuino postulado básico del humanismo. No debe por tanto sorprendernos el volver a encontrarlo más tarde en Sartre, en la conferencia pronunciada e 1945 en un París sobrecogido aún por el sentimiento de horror ante la experiencia nazi, y que lleva por título El existencialismo es un humanismo. Es conocida la tesis que aquí plantea, según la cual “el hombre es el ser cuya existencia precede a la esencia”. Lo que significa, en palabras textuales de Sartre tras la que resuenan los ecos de Mirandola, que “el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define”.

Sentado esto, convendría a su vez constatar que la afirmación de que “el hombre no es nada por naturaleza” puede admitir una interpretación contrapuesta a la ilustrada, y ésta – como no podía ser de otro modo – es la que ofrece su rival el Romanticismo. Aquí dicha afirmación significa que el hombre no es nada (es decir, que no tiene nada humano) fuera de su inscripción en una humanidad particular. Dicho de otro modo, ahora la humanidad del hombre reside en la naturalización consistente en su enraizamiento en una determinada cultura, tradición, comunidad, lengua, etc. Pues como de forma tan insistente señalara a este respecto Herder, la naturaleza humana sería ininteligible al margen de su contexto cultural específico. Y hemos de reconocer, en efecto, que cuando nacemos difícilmente nos adscribimos a la especie humana tal cual sino, antes bien, a alguna de las múltiples culturas particulares que la forman. En este sentido, qué duda cabe, el romanticismo plantea una importante objeción al humanismo universalista y abstracto característico de la Ilustración, a su concepción del hombre abstraído de toda determinación particular. Así, podemos escuchar al propio Herder afirmar en un revelador pasaje: “El salvaje que se ama a sí mismo, su mujer y su hijo... y que trabaja tanto por el bien de su tribu como por el suyo propio... desde mi punto de vista es más auténtico que ese espectro humano, el... ciudadano del mundo, que, al arder en amor por todos sus compañeros espectros, ama una quimera”. O como exclamara con una mayor radicalidad el conservador De Maistre en su famosa frase tantas veces citada: “Durante mi vida, he visto franceses, italianos, rusos, etc.; sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: pero en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es en mi total ignorancia”.

En mi opinión, sería preciso reconocer lo que de suyo tiene de pertinente esta crítica formulada por el Romanticismo a la Ilustración. Más allá de su característica contraposición, creo que ambas corrientes conforman nuestra modernidad, hasta el punto de permitir también hablar de una “modernidad ilustrada” y de una “modernidad romántica”. (Algo que, a mi modo de ver, ha vuelto a poner en buena medida de relieve el conocido debate entre liberales y comunitaristas que tanto ha ocupado el escenario de la filosofía política en estas últimas décadas.) Sin duda este punto merece una mayor consideración de la que yo puedo ahora prestar aquí. Por lo demás y atendiendo al tema que nos ocupa, respecto a la cuestión de si lo particular se sustenta en lo universal (tesis ilustrada) o si lo universal se sustenta en lo particular (tesis romántica), considero que la respuesta que Kant ofreció continúa siendo digna de atención. Permítanme, pues, que conceda a este autor las palabras que siguen.

Kant, es sabido, opera con dos conceptos de especie humana: el homo noumenon (la idea de la humanidad, la humanidad como debería ser) y el homo fenomenon (el concepto de la humanidad existente, con las posibilidades inherentes a la existencia de la humanidad). El homo fenomenon existe en el tiempo, tiene por lo tanto una historia; es cognoscible porque es un hecho de la experiencia. El homo noumenon, por el contrario, es la idea, por lo que no se le puede aplicar la visión propia de la época; es, asimismo, incognoscible. Pero en tanto que concepto axiológico apropiado a la especie humana, no es sino una idea regulativa, el valor que debe dirigir las acciones del hombre. Esta revelación de la máxima puramente moral supone el sometimiento completo del homo fenomenon al homo noumenon.

La conocida formulación del imperativo categórico: “Actúa de tal manera que trates a la humanidad tanto en tu propia persona como en la persona de cualquier otro, siempre y en todo momento como un fin y nunca como un medio”.

En vista de lo dicho, no es exagerado afirmar que Kant formuló realmente una idea que hizo época: descubrió una exigencia moral realmente vinculante para todo aquel que considere un valor la idea de humanidad. Ésta, una vez aparecida, debe ser aceptada como el valor supremo y por eso su observancia debe dirigir nuestros actos; hasta el punto de que si alguien que considera un valor la idea de humanidad elige una máxima de actuación que esté en contradicción con la observancia de esta idea, si en algún momento menosprecia, ya sea en sí o en otro, la condición de ser racional y libre, entonces no puede haber ninguna duda de que nos asiste toda la razón para condenarle. Ni que decir tiene que la aplicación rigurosa de este criterio, en cuanto exigencia moral propia de la idea de humanidad, no hubiera podido llevarse a cabo en otras épocas históricas previas a la formulación de esta idea (hubiera provocado hilaridad, por ejemplo, tratar de recriminar a alguien en la antigüedad o en el medievo por no respetar en sus eslavos la condición de “seres racionales y libres”). Kant señala, a este respecto, un punto y aparte histórico: pues a partir de ahora cobrará perspectiva la idea de una comunidad moral humana en ininterrumpida marcha hacia el “reino de la libertad” en toda la tierra. La idea regulativa de humanidad asumirá así un papel activo en la configuración de este mundo, adquiriendo además una dimensión eminentemente política al aparecer sobre todo vinculada al “ideal cosmopolita”. Este ideal, tal y como aparece proyectado en sus opúsculos sobre filosofía de la historia y, en especial, en su texto Sobre la paz perpetua, promueve la instauración de un Estado mundial o de una federación de Estados independientes bajo el gobierno de la ley, como la mejor forma de asegurar y mantener la paz universal. Se explica fácilmente que los textos de Kant, convertidos en uno de los ejes intelectuales del internacionalismo liberal contemporáneo, inspirasen más tarde la Sociedad de Naciones y las Naciones Unidas.

El sentimiento de humanidad

Por más que los filósofos del siglo de las Luces no dejaran de hacer hincapié en la fuerza de la razón y del intelecto, lo cierto es que tampoco sintieron empacho alguno por abogar a favor del sentimiento de humanidad. Así, en ese texto emblemático del movimiento ilustrado que es la Enciclopedia, podemos leer a propósito de nuestro término “Humanidad (moral): es un sentimiento de benevolencia por todos los hombres, que no se enciende sino en un alma noble y sensible. Este noble y sublime entusiasmo, se atormenta con los dolores ajenos y con su necesidad de aliviarlos; desearía recorrer el universo para abolir la esclavitud, la superstición, el vicio y la desdicha”. Pero frente a la acusación de “aristocratismo” que ha merecido el humanismo antiguo al haber ignorado la igualdad potencial de todos los hombres – así como el renacentista: proclive a magnificar no al hombre en general sino al hombre “dotado de la suprema razón” -, aquí en cambio la idea de humanidad va a implicar una especie de “empatía de sentimientos” por todos los hombres.

Un punto de referencia obligado a la hora de señalar este primado de la sensibilidad moral es Rousseau. Él fue, en efecto, quien llamó “compasión” a la repugnancia innata de ver sufrir a un semejante, cifrando además en ella la propensión a descubrir al semejante en todos los seres que sufren. Y quien no dudaba, a su vez, en recomendar a Emilio “perfeccionar la razón por el sentimiento” para la mejora de su educación. Sería demasiado larga, claro está, la lista de pensadores ilustrado que hicieron, en este sentido, de la idea de humanidad uno de los ejes centrales de su actividad creadora como para intentar relatarla aquí ahora. Y es que no en vano la humanidad, junto con la tolerancia y la benevolencia se van a erigir, de acuerdo con la acreditada opinión de Paul Hazard, en las tres virtudes que mejor van a responder a las exigencias de la nueva moralidad dieciochesca. En cualquier caso, lo que sí deseo es dejar aquí clara constancia de cómo el uso normativo de la voz “humanidad” se va a identificar también con la actitud compasiva ante el sufrimiento ajeno, ante el dolor de los demás, convirtiéndose así la complacencia en causar dolor (esto es, la crueldad) en el auténtico reverso del valor “humanidad”. Por lo demás, ¿cómo no recordar asimismo el entusiasmo suscitado por los propios enciclopedistas por la obra de Cesare Beccaria De los delitos y las penas (entre cuyos méritos cabría destacar el de haber sido prohibida en nuestro país por la Inquisición), cuyo apasionado alegato en pro de lugar una justicia más humanizada, pasaba por cambiar radicalmente unas prácticas judiciales entonces al uso que no sólo ofendían a los principios racionalistas del siglo, sino también a los sentimientos humanitarios?

Karl Marx descubre al proletariado en esa “humanidad doliente”, en esa “humanidad despojada de toda humanidad” sobre la que cifrará más tarde la liberación humana universal. Aquí la idea abstracta de humanidad se va a encarnar, por tanto, en un “universal concreto”: el proletariado. Se trata de una clase universal que en la lucha por su propia causa lucha por la causa de toda la humanidad, esto es: por una humanidad para sí, por una humanidad no alienada, ya que un mundo alienado sería un mundo en el cual la humanidad se ve degradada al quedar despojada de su potencial y posibilidades. De ahí que, en definitiva, la revolución proletaria deba poner término a la “prehistoria” de la humanidad dando así comienzo a la verdadera historia humana sobre unas nuevas bases. Será a partir de ese momento cuando tenga lugar el salto de la humanidad desde el “reino de la necesidad” al “reino de la libertad”.

Hecatombes de lo humano

La Primera Guerra Mundial marcó, en este sentido, la primera quiebra de esa idea de humanidad tan arduamente conquistada por la modernidad ilustrada. Representó, por decirlo de otro modo, la primera caída del ideal de humanidad. No tardaría en producirse la segunda y aún más espantosa bajo el terror del régimen nazi. Y en medio de ambas, creo que entre nosotros nunca está de más recordarlo, el horror de la guerra civil española provocada por un alzamiento militar fascista y la cruel y prolongada represión que le siguió.

Mas, por lo general y como nos recuerda Finkielkraut, el nazismo y el gulag soviético son considerados como los dos grandes acontecimientos turbadores y dolorosos que signan la catástrofe de lo humano. Y lo más estremecedor es que ambos, movidos por la creencia de que actuaban en interés de la verdadera humanidad, pretendieron llevar a cabo, de una forma radical, la realización misma del ideal de humanidad universal (si bien el primero estaba lejos de reconocer a todos la común pertenencia a la misma). “Si Alemania se libera de la opresión judía – escribía Hitler en Mein Kampf – se podrá decir que la mayor amenaza que pesaba sobre los pueblos ha sido desbaratada para todo el universo”. Por lo que toca al comunismo soviético, Finkielkraut trae a colación las palabras que Koestler en su novela El cero y el infinito pone en boca del héroe Rubachov, miembro de la vieja guardia bolchevique que hizo la revolución de octubre y que, encarcelado por Stalin, firma la declaración autoculpatoria que le piden confesándose “culpable de haber seguido unos impulsos sentimentales y por lo tanto de haber acabado encontrándome en contradicción con la necesidad histórica”. Y precisa acto seguido ante el juez de instrucción: “He atendido las lamentaciones de los sacrificados, y por ello me he vuelto sordo a los argumentos que demostraban la necesidad de sacrificarlos. Me declaro culpable de haber colocado la cuestión de la culpabilidad y la inocencia por delante de la utilidad y la nocividad. Finalmente, me declaro culpable de haber colocado la idea de hombre por encima de la idea de la humanidad”.

Nazismo y comunismo acabarían participando de una misma concepción de la política como campo de la omnipotencia y de la Historia como portadora de la misión de liberar a la humanidad de la finitud y conducirla a su realización final.

Isaiah Berlin:

“La posibilidad de una solución final (incluso si olvidamos el sentido terrible que estas palabras adquirieron en los tiempos de Hitler), resulta ser una ilusión; y una ilusión muy peligrosa. Pues si uno cree realmente que es posible solución semejante, es seguro que ningún coste sería excesivo para conseguir que se aplicase: lograr que la humanidad sea justa y feliz y creadora y armónica para siempre, ¿qué precio podría ser demasiado alto con tal de conseguirlo? Con tal de hacer esa tortilla, no puede haber, seguro, ningún límite en el número de huevos a romper.”

Reflexiones finales

En definitiva, creo que a la vista de cuanto he referido se puede pues colegir que la idea de humanidad universal requiere ser pensada históricamente, esto es, atendiendo en cada momento al estado del mundo en que dicha idea es formulada.

En principio parece estar claro que en la presente situación en que nos hallamos inmersos sobresalen, al menos, dos fenómenos que contribuyen en gran medida a acrecentar nuestra conciencia de una común humanidad. Por un lado la llamada globalización, cuyas presiones – como señalaba ya al inicio de mi intervención – empujan en nuestros días hacia nuevas formas políticas u organizativas de carácter internacional que sobrepasan el estrecho marco de los Estados nacionales. Por otro lado, una serie de peligros que amenazan mortalmente al conjunto de la humanidad y que exigen una respuesta global, tales como la explosión demográfica, la destrucción ecológica o la proliferación misma de armamento nuclear por cuanto entraña la posibilidad, antaño impensable, de una aniquilación instantánea de toda vida humana. Innecesario decir que todos estos peligros suponen desafíos inaplazables que hacen de la supervivencia de la humanidad el valor humano básico.

15. Guerra, paz y derechos humanos

Bobbio, N.: El tercero ausente

La filosofía de la guerra en la era atómica

Las soluciones históricas

La guerra es para la filosofía de la historia un tema tan importante como el origen y el fundamento de la propiedad y el surgimiento o la caída de los estados. La historia humana parece tender hacia tres fines: la libertad, la igualdad y la paz. En un hipotético estado de naturaleza los hombres vivían libres, iguales y pacíficos. Pero la creación del Estado, con la consiguiente distinción entre gobernantes y gobernados ha sofocado definitivamente la libertad (Hobbes), el nacimiento de la propiedad ha introducido la desigualdad (Rousseau) y la guerra ha hecho imposible la convivencia pacífica de los estados conforme al derecho (Kant).

La guerra ha sido objeto de reflexión desde la antigüedad, pero sólo a finales del siglo XVIII, a raíz de las grandes alteraciones producidas por la revolución francesa y las guerras napoleónicas; y luego, durante la primera mitad del siglo XIX, se desarrolló una auténtica filosofía de la guerra, o mejor dicho, la guerra se convirtió en el tema central y específico de la filosofía de la historia. Más aún, la filosofía de la historia se debió en gran parte a la reflexión sistemática sobre el problema de la violencia en la historia; piénsese en Hegel y en la importancia de su estudio de las relaciones entre amo y siervo en la Fenomenología del Espíritu. El problema de la guerra también despertó el interés de los doctos en la época de las guerras de religión, pero se consideró ante todo desde el punto de vista jurídico, siguiendo la huella del pensamiento escolástico. No se discutió tanto la posible desaparición o eliminación de la guerra como su reglamentación o la posibilidad de distinguir, siguiendo argumentos jurídicos, entre guerras justas e injustas. Hasta los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX la guerra no se convirtió en un tema propiamente filosófico mediante la elaboración de una filosofía de la historia; entendemos por tema filosófico la discusión sobre el significado de la guerra para la historia de la humanidad. En esta discusión las preguntas esenciales son: “¿Cuál sería la función de la guerra para el finalismo del desarrollo histórico de la humanidad? ¿Esta función es positiva o negativa? ¿Es permanente o depende de una fase determinada del desarrollo histórico? Si es cierta la segunda alternativa, ¿está destinada la guerra a desaparecer antes o después?”

Las respuestas que el pensamiento del siglo XIX ha ofrecido a estas preguntas se puede orientar según tres perspectivas características:

1. La guerra, pese a los males que acarrea, tiene una función positiva en la historia, y por lo tanto no se puede eliminar.

2. La guerra ha tenido una función positiva en el curso de la historia, pero con el paso de la sociedad tradicional a la nueva sociedad caracterizada por la organización industrial está destinada a desaparecer.

3. La guerra es un mal, y debe ser eliminada mediante una reforma radical de la sociedad.

La primera respuesta busca lo que de bien pueda haber en el mal; es una justificación de la guerra. La segunda ve el mal pero cree en el triunfo del bien; es una interpretación del fenómeno de la guerra en el maro del desarrollo histórico. La tercera ve el mal y trata de remediarlo; se funda en una explicación de las causas determinantes de las guerras, porque sólo encontrando la causa se encuentra el remedio.

La justificación de la función positiva de la guerra a lo largo de la historia se debe, por lo general, al establecimiento de un nexo indisoluble entre guerra y progreso. La guerra es un aspecto necesario del progreso humano, pero, se entiende, de un progreso que no consiste en el desarrollo monótono y rectilíneo de la abolición paulatina del dolor, sino en un proceso dialéctico, en el que el mal y el bien, el dolor y el placer se entrelazan continuamente y no pueden sobrevivir el uno sin el otro. La justificación de la guerra es parte de aquella filosofía general del progreso humano que parte de la idea del antagonismo de origen kantiano y encuentra su culminación en la hegeliana concepción dialéctica de la historia. Hay tres formas de considerar el nexo indisoluble entre guerra y progreso, según se quiera subrayar la función positiva de la guerra respecto al progreso moral, al progreso técnico o al progreso social.

La guerra contribuye al progreso moral de la humanidad estimulando ciertas virtudes sublimes que sólo en el combate, cuando la vida se halla en peligro, pueden aparecer y triunfar. En esta concepción heroica, la moral guerrera se contrapone habitualmente a la moral de la paz, que debilita a los pueblos en el ejercicio cotidiano de habilidades serviles: “La guerra es, ciertamente – escribía Wilhelm von Humboldt – la prueba suprema y terrible; con ella el valor activo se mide y se templa en el enfrentamiento con el peligro, en la tensión del trabajo y en el esfuerzo de la fatiga; modificándose consecuentemente, en distintos grados, a lo largo de la vida, y dando ella sola a la figura total del hombre la energía y la variedad sin las cuales la ligereza es sólo debilidad, y la unidad sólo vacío”.

Hegel se hace eco de sus palabras con esta espléndida imagen: “[La guerra] mantiene la salud moral de los pueblos, como el agitarse del viento impide la putrefacción a la que una calma duradera reduciría los lagos, y una paz extensa o perpetua, los pueblos”.

En segundo lugar, la guerra estimula la inventiva humana, y por ello ha sido hasta ahora la mayor ocasión para crear nuevas técnicas constructivas. En la guerra, cuando la supervivencia está en juego, la mente humana realiza un esfuerzo máximo para encontrar los medios más adecuados para alcanzar el fin, que no es otro que la victoria, y el resultado suele ser la invención de nuevos instrumentos, capaces de aumentar el poder del hombre sobre la naturaleza. Las grandes etapas del desarrollo técnico de la humanidad parecen coincidir con los grandes cataclismos sociales que producen las guerras entre los pueblos.

Herbert Spencer: “Para satisfacer las imperiosas demandas de la guerra, la industria hizo grandes progresos y ganó mucho en capacidad y destreza. Cabe dudar incluso de si a falta de la ejercitación de la habilidad manual estimulada principalmente por la fabricación de armas, se habrían construido los instrumentos necesarios para la agricultura y la industria. Si nos remontamos a la Edad de Piedra, veremos que el mayor grado de esfuerzo y destreza se manifiesta siempre en los utensilios destinados a la caza y a la guerra”.

Finalmente, la guerra es un instrumento de progreso social o civil, ya sea porque estimula el proceso de formación de unidades estatales más amplias, impidiendo o sujetando la tendencia a la fragmentación política y su consiguiente disgregación social, ya sea porque constituye siempre un contacto entre pueblos distintos (aunque en la forma de un enfrentamiento), y al abrir nuevas vías de comunicación en el mundo abre también las puertas a una mayor circulación de las ideas y a una paulatina mezcla e igualación de las costumbres. En ambos aspectos, el ejercicio de la guerra, a través de la cual alcanzan la máxima tensión las divergencias entre los pueblos, ha actuado en la historia, paradójicamente, como un medio de unificación o, por emplear una expresión típica del siglo XIX, como “factor de civilización”. Resulta ejemplar e incisiva, como de costumbre, una página alusiva de Carlo Cattaneo: “...la guerra es perpetua sobre la Tierra. Pero ella misma, a través de la conquista, la esclavitud, el exilio, las colonias y las alianzas, pone en contacto a las naciones más remotas, y en la mezcla produce nuevas estirpes, lenguas y religiones, y naciones nuevas y más civilizadas, es decir, más sociales; funda el derecho de gentes, la sociedad del género humano, el mundo de la filosofía”.

La teoría de la desaparición inevitable y gradual de la guerra en el paso de las sociedades militares a las industriales fue uno de los temas preferidos de la filosofía positivista de la historia, de Saint-Simon a Augusto Comte y a Herbert Spencer. En las posiciones que acabamos de examinar se atribuye a la guerra un valor positivo permanente. La filosofía positivista de la historia no niega que la guerra haya contribuido positivamente al desarrollo de la civilización, pero afirma que ya pasó el tiempo en que constituía un instrumento de progreso. Más aún, uno de los aspectos del progreso civil en la época de la revolución industrial incipiente era la extinción de la guerra. A aquella justificación moral de la guerra según la cual el conflicto violento entre los pueblos es un bien, se contrapone en esta primera y optimista filosofía de la historia de la era industrial una interpretación histórica o historicista, según la cual la guerra es un hecho ni bueno ni malo en sí mismo, sino pura y simplemente un hecho acaecido históricamente e históricamente necesario, que se manifiesta en ciertas fases de la civilización y está destinado, de forma no menos inevitable, a decaer en otras. El filósofo ni se alegra ni se indigna, se limita a observar desde lo alto de su observatorio el movimiento de la historia que procede evolutiva e ineluctablemente en el sentido de sustituir poco a poco las sociedades guerreras, empeñadas en continuos conflictos de rapiña y sometimiento, por otras pacíficas, dedicadas a la producción económica y al comercio.

Junto a la concepción optimista de la historia, que ve a la especie humana encaminada resueltamente hacia la paz, se abrió paso en el siglo pasado, y acabó por predominar, la idea de que la guerra acabaría por desaparecer no “espontánea” o “mecánicamente”, sino mediante la transformación de las formas de coexistencia empleadas hasta el momento por los hombres. Esta forma de pacifismo no se alimentaba de la ilusión de un progreso inevitable; se inspiraba en el principio por el cual la terapia es tanto más eficaz cuanto más exacto es el diagnóstico.

En el ámbito de este pacifismo reformista podemos distinguir tres corrientes según el factor determinante de la guerra que destaca cada una de ellas y, en consecuencia, según el remedio que propone: un pacifismo económico, un pacifismo político y un pacifismo social. Las tres dieron lugar a movimientos por la paz que en la segunda mitad del siglo pasado tuvieron sus propios tribunales criminales y representaron un hecho absolutamente nuevo en la historia; antes, la idea de la paz había sido objeto de especulación filosófica o de proyectos individuales más o menos utópicos; nunca había constituido la finalidad de grupos organizados o de una acción política dirigida por movimientos colectivos, si bien más educativa que práctica.

Por pacifismo económico entendemos el promovido por los economistas partidarios del librecambio. El apóstol más ferviente de esta forma de pacifismo, que podríamos llamar también liberal, fue Richard Cobden, que fue a un tiempo teórico y divulgador de la doctrina del librecambismo y apasionado animador de las primeras doctrinas pacifistas, surgidas entre 1840 y 1860. Cobden expresó su convicción profunda con estas palabras: “Veo en el principio del librecambio una fuerza que actuará en el mundo como la gravedad actúa en el espacio”. Y lo comentaba con estos conceptos: “Yo creo que desaparecerá el deseo de ejércitos gigantescos y grandes flotas que tienen los imperios grandes y potentes para adueñarse de la vida y de los frutos del trabajo. Creo que estas cosas dejarán de ser necesarias cuando los hombres formen una familia e intercambien libremente el fruto de su trabajo con sus hermanos”.

Llamamos pacifismo político al que veía en el absolutismo aún no derrotado en Europa, es decir, en un régimen político, el factor determinante de las guerras europeas, y estaba firmemente convencido de que la llegada de los regímenes democráticos, fundamentados en la participación de todos los ciudadanos en las grandes decisiones de Estado, haría desaparecer definitivamente las últimas veleidades bélicas de las monarquías decadentes. Representa muy bien este tipo de pacifismo, que podríamos llamar democrático, el italiano Mazzini, quien expresó su confianza en que la guerra desaparecería en el momento mismo en que la Santa Alianza de los príncipes fuera reemplazada por la Santa Alianza de los pueblos.

Pacifismo social es aquel que no considera suficiente una reforma política, por creer que el mal es más profundo. Se impone entonces una reforma radical de la sociedad dividida en clases antagónicas, en la que la clase superior se vale del aparato coercitivo del Estado para oprimir a la clase inferior en el territorio nacional y para mantener su poder en el extranjero. Estas ideas salieron a la luz, en polémica con las doctrinas liberal y democrática, de la mano de los movimientos socialistas, especialmente durante el período de la Segunda Internacional, que se disolvió con el estallido de la primera gran guerra. Las guerras, según el socialismo pacifista democrático, eran el resultado de la competencia despiadada que se hacían las grandes potencias en el mercado mundial; sólo la destrucción de la sociedad capitalista y la creación de una nueva sociedad fundada en el fin de la acumulación de capital y del dominio de una clase sobre otra sería posible instaurar la paz en el mundo.

La situación actual

La novedad de la situación en que se encuentra la humanidad frente a la amenaza de la guerra atómica es hasta tal punto radical e inquietante que ha provocado la crisis de todas las respuestas que se dieron en otras épocas a la pregunta sobre el sentido de la guerra. ¿Hay respuestas nuevas? Y de ser así ¿cuál es su naturaleza? Una fenomenología de las distintas actitudes del hombre actual frente al peligro atómico constituye la premisa necesaria para toda posición crítica, no ilusoria, que cuente con las dificultades reales y no se confíe al entusiasmo ingenuo y desarmado de los fabricantes de panaceas sociales.

Están, ante todo, los optimistas, aquellos que han encontrado la solución más sencilla y perentoria en la afirmación de que la guerra atómica no tendrá lugar precisamente porque es terrible. La historia humana, en cuanto sucesión ininterrumpida de guerras, al llegar al umbral de la guerra aniquiladora, se convierte en lo contrario; comienza así la era de la paz perpetua. Pertenecen a este grupo todos aquellos que vuelven a depositar su confianza en el llamado equilibrio del terror. Además de optimistas incorregibles, son simplificadores.

La actitud contraria es la de los realistas. Éstos admiten francamente la posibilidad de la guerra atómica, pero se muestran igualmente convencidos de que es una guerra más, es decir, un conflicto sólo cuantitativa y no cualitativamente distinto. Habrá más muertos, más destrucción, pero la humanidad no perecerá, continuará su camino, cuya meta no conoce, aunque todos sabemos por experiencia que siempre ha estado marcada por enormes catástrofes. Mientras los primeros eran simplificadores, éstos pueden considerarse minimizadores.

La tercera actitud es la de los fatalistas. Al contrario de los primeros, éstos no se hacen ilusiones y piensan que la catástrofe atómica puede ocurrir. Pero a diferencia de los segundos, creen que si sucediera representaría realmente el fin de la humanidad sobre la Tierra. Son dos veces pesimistas: una, respecto a la realización del hecho; otra, respecto a su naturaleza. Tienen, pues, sentido de la realidad, es decir, saben que con la era atómica ha comenzado una nueva fase de la humanidad, aquella en que su fin se ha convertido en un hecho posible. Pero al mismo tiempo están convencidos de que en el mundo no ocurre nada que no tenga explicación o justificación; si llegara el fin del mundo, es que debería llegar.

La diferencia entre las concepciones teológica y natural del fin de la humanidad reside en que en la primera se concibe como un castigo querido por Dios para un acto o una serie de actos abominables, mientras que en la segunda es el efecto de una causa o de una serie de causas. Ambas concepciones se rigen por el principio de que el fin de la historia ocurre porque debe ocurrir.

Los fatalistas justifican o explican la catástrofe atómica como una necesidad; moral para los unos, natural para los otros. Es distinta la actitud de aquellos que aceptan y justifican la catástrofe atómica como una elección. Para ellos es una alternativa posible en la historia de la humanidad, una alternativa que, en determinadas circunstancias, no se puede rechazar. Arriesgándonos a emplear un tinte que los hace algo más siniestros de lo que en realidad son, podríamos calificarlos de fanáticos; como los fatalistas, los fanáticos no se arredran ante las consecuencias; no esconden la cabeza en la arena, como los simplificadores, ni se encogen de hombros como los minimizadores. Al contrario que los fatalistas, plantan cara activamente al acontecimiento. No afirman que haya de ocurrir necesariamente, sino sólo que es posible; pero el paso de la posibilidad a la realidad está en nuestras manos. Hay circunstancias en que la catástrofe atómica es, pese a su horror, preferible a cualquier otra cosa.

Las perspectivas de futuro

Con el peligro de catástrofe atómica, la actitud más frecuente frente a la guerra en la actualidad no es sin duda la aceptación, sino la inquietud. El hombre de hoy se plantea cada vez con mayor insistencia la pregunta: ¿es posible eliminar la guerra definitivamente? Y, de ser así ¿cuál es el remedio? En esta inmensidad de proyectos, intentos y propuestas podemos identificar tres filones principales, según que el remedio contra la guerra consista en actuar sobre los medios, sobre las instituciones o sobre las personas.

La intervención en los medios parece el camino más evidente. En su forma más simple, este remedio se expresa con la siguiente fórmula: puesto que se necesitan armas para hacer la guerra, y en concreto armas atómicas para la guerra atómica, el modo más seguro de eliminarla es destruir las armas, especialmente las atómicas. De la aceptación de este remedio nacen la ideología y la política del desarme.

El pacifismo mediante la intervención en las instituciones adopta dos aspectos: bien toma como objeto el ordenamiento político de la sociedad contemporánea, el Estado como institución, bien retrocede hasta coincidir con la crítica demoledora del ordenamiento social y económico que subyace al Estado. Según la primera forma de pacifismo institucional, la guerra es pura y simplemente una de las muchas formas de que dispone el Estado soberano para hacer valer sus derechos o proteger sus intereses; la decisión sobre la guerra y la paz es uno de los atributos de la soberanía, que comprende la capacidad del Estado para hacer justicia por sí mismo. Así como la guerra no es ya posible dentro del Estado donde ha tenido lugar el proceso de monopolización del empleo de la fuerza, tampoco lo será cuando los estados se sometan, por voluntad o coacción, al poder de un Estado único y universal. La forma más coherente, y también la más difundida, de pacifismo institucional es la que aspira a crear un Estado universal. Obsérvese la diferencia con el pacifismo a través del desarme, que se detiene en la fase de las relaciones diplomáticas, pues en el primer caso la eliminación de los medios será la consecuencia inevitable de la transformación de las instituciones que se sirven de ellos. Es evidente que este camino es más difícil, y seguramente más largo, pero también parece más seguro. El Estado universal no producirá armas termonucleares por la sencilla razón de que ya no tendrá necesidad de ellas. Lo que hoy sería para las potencias un acto de suprema virtud, constituirá un acto necesario de mera conveniencia para el Estado universal.

La vía del desarme es probablemente la más realizable, pero también la menos eficaz. Admitamos que los estados llegan antes o después a un acuerdo de principio sobre el control de las armas atómicas, ¿cuál sería el efecto respecto al fin deseado, que no es otro que el alejamiento definitivo del fantasma de la catástrofe atómica? Se ha observado con razón que cabe destruir momentáneamente las armas más mortíferas, pero ello no devolverá al hombre la ignorancia en que se encontraba antes de su fabricación. Aunque el hombre no construyera más armas atómicas, sabe ya cómo se construyen. Y un día u otro podría volver a las andadas.

Diametralmente opuestas es la situación del pacifismo moral, probablemente el más eficaz pero al mismo tiempo el menos realizable, porque su eficacia procede precisamente de su radicalismo. Si se consiguiera hacer mella en el carácter de los hombres para volverlos más pacíficos – da igual que se hiciera corrigiéndolos o curándolos, tratándolos como pecadores o como enfermos – el éxito estaría asegurado. Si todos los hombres observaran el precepto evangélico de amar al prójimo y de ofrecer la otra mejilla, o si pudieran librarse del instinto agresivo como se han librado de la lepra o de la viruela, la era de la guerra habría acabado.

Situaremos en una posición intermedia el pacifismo jurídico, es decir, la vía institucional que busca la formación de un Estado mundial, por tratarse de un método más realizable pero menos eficaz que el pacifismo moral, y más eficaz pero menos realizable que el diplomático. Nadie puede hacerse ilusiones sobre la proximidad de un Estado mundial; pero no se pueden cerrar los ojos ante el hecho de que la historia humana procede irreversiblemente hacia formaciones o constelaciones de estados cada vez mayores, ni ante el hecho de que existe ya una asamblea permanente de casi todos los estados de la tierra, aunque aún carezca de poderes soberanos, en la que es lícito ver una primera, si bien todavía imperfecta, representación de un parlamento mundial. Por otra parte, aunque sea cierto que el Estado mundial no podría eliminar el recurso a la fuerza para dirimir ciertas controversias, y en este sentido debemos reconocer que el pacifismo moral es mucho más eficaz, también lo es que la pacificación en el ámbito de un Estado mundial es menos aleatoria y provisional que la que se persigue mediante un tratado internacional para el desarme atómico, y en este sentido hemos de reconocer la menor eficacia del pacifismo diplomático.

La antítesis del pacifismo jurídico es el pacifismo social inspirado por el marxismo, que busca el remedio en la transformación de las relaciones sociales de producción y en la extinción del Estado; y decimos antítesis porque es menos realizable y al mismo tiempo quizá también menos eficaz. Cada día se hace más patente que la pretendida transformación de la sociedad pasa por el refuerzo del poder estatal, de forma que se aplaza continuamente a una época imprecisa; por otra parte, una vez eliminadas las fuentes del antiguo conflicto, surgirán otros nuevos e imprevistos que amenazarán la seguridad y la existencia de las nuevas sociedades no menos gravemente, por muy distinta que sea su manifestación, que en las sociedades tradicionales.

Los derechos humanos y la paz

Si alguien me preguntara cuáles son, a mi parecer, los problemas fundamentales de nuestra época, no dudaría en responder: los derechos humanos y el derecho a la paz. Su importancia es mayor que la de otros problemas que llenan las páginas de nuestros periódicos y ocupan gran parte de nuestros debates; mayor que la del socialismo, el eurocomunismo, la crisis del Estado del bienestar, o la de la segunda, la tercera o la última vía. Son fundamentales en el sentido de que nuestra propia supervivencia depende de la solución del problema de la paz, y el auténtico progreso civil, de la solución del problema de los derechos humanos.

Antes de aducir los argumentos con los que creo poder demostrar que ambos problemas son interdependientes, citaré tres documentos de autoridad indudable.

La Carta de las Naciones Unidas comienza declarando la necesidad de “salvar a las futuras generaciones del flagelo de la guerra que ha traído infinitas aflicciones a la humanidad, por dos veces en el curso de esta generación” y reafirma inmediatamente después: “la fe en los derechos humanos fundamentales, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de los derechos del hombre y la mujer y de las naciones, grandes o pequeñas”. La Declaración universal de los derechos humanos (1948) comienza considerando que el “reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos, iguales e inalienables, constituye el fundamento de la libertad, la justicia y la paz en el mundo”. Llega a afirmar que los derechos humanos deben estar protegidos por normas jurídicas “si se quiere evitar que el hombre se vea obligado a recurrir en última instancia a la rebelión contra la opresión y la tiranía”, como queriendo decir que la falta de protección de los derechos humanos es motivo suficiente para que aparezca el derecho a la resistencia y a la desobediencia civil. Finalmente, la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, conocida como Conferencia de Helsinki por la ciudad en la que tuvo lugar y se clausuró el 1 de agosto de 1975, tras haber establecido en el preámbulo que el objetivo de las naciones signatarias (treinta y tres estados europeos más Estados Unidos y Canadá) es “contribuir a la mejora de sus relaciones recíprocas y asegurar las condiciones necesarias para que sus pueblos puedan disfrutar de una paz auténtica y duradera, libres de amenazas o atentaos contra su seguridad”, dedica uno de sus “principios-guía” (el séptimo) al problema de la protección de los derechos humanos, afirmando: “Los estados participantes respetan los derechos humanos y las libertades fundamentales, entre ellas las de pensamiento, conciencia, religión o credo, para todos, sin distinción de raza, sexo, lengua o religión”, y añade inmediatamente: “Los estados promoverán e impulsarán el ejercicio efectivo de las libertades y los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y otros, que derivan de la dignidad inherente a la persona humana, y son esenciales para su desarrollo libre y pleno.”

De estos tres documentos internacionales, el primero vincula cronológicamente el fin de la Segunda guerra mundial con la nueva fase del desarrollo de la comunidad internacional, que debería iniciarse con el refuerzo de la protección de los derechos humanos, dando a entender prácticamente que la causa, o al menos una de las causas, del “flagelo” de las dos guerras mundiales fue el desprecio de los derechos humanos. Por añadidura, el segundo afirma que el reconocimiento de esos derechos es una de las condiciones indispensables para instaurar y mantener la paz. El tercero considera el respeto mutuo de los derechos humanos uno de los principios que debe guiar a los estados en su política de distensión y de paz.

A favor del estrecho vínculo entre la paz y la protección de los derechos humanos cabe aducir algunas argumentaciones.

La primera se refiere al derecho a la vida, considerado uno de los derechos fundamentales; así, el artícuo 3 de la citada Declaración universal afirma: “Todos los individuos tienen derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. Durante la guerra o cualquier otra forma de hostilidad, el derecho a la vida no sólo es imposible de asegurar, sino que los estados beligerantes obligan a sus ciudadanos a sacrificarlo so pena de graves castigos. Para reforzar este argumento cabe referirse a la hipótesis de Hobbes sobre el estado de naturaleza como aquel en que los individuos que no están protegidos por ninguna ley se encuentran inmersos en unas relaciones recíprocas de permanente estado de guerra; es la guerra de todos contra todos. Para garantizar el derecho a la vida, los individuos crean de común acuerdo un poder común que desempeñoa la función primaria de garantizar la paz interna, porque sólo ésta permite a los hombres evitar la amenaza del derecho fundamental a la vida. Pero esta seguridad se pierde cuando el Estado, elevado a poder común, entra en conflicto con otros estados.

Es evidente que el derecho a la vida no se reconoce en caso de guerra. Por desgracia, el estado de guerra no desconoce sólo el derecho a la vida, sino que suspende la protección de otros derechos humanos fundamentales, tales como el derecho a la libertad. La necesidad no conoce ley, y la guerra crea un estado de necesidad que, como cualquier otro de la misma naturaleza, es ley por sí mismo y está por encima de las leyes (natural y positiva). Si se quiere una prueba palmaria considérese el artículo 15 de la Convención europea de los derechos humanos (1950). Este artículo sigue a la enumeración de los principales derechos humanos que deben protegerse en el ámbito de los estados signatarios de la convención; pues bien, sostiene textualmente: “En caso de guerra o de cualquier otro peligro público que amenace la vida de la nación, cualquier otra parte contrayente puede derogar las obligaciones previstas en la presente convención, etc.” Como puede verse, la guerra es la guerra, y no respeta la vida. ¿Cómo va a respetar entonces los restantes derechos fundamentales?

Pero ni siquiera es necesario el estado de guerra efectivo, basta con el estado de guerra potencial, la guerra fría, como se dice hoy, para que predomine en ciertos casos la razón de estado sobre la razón humana que pretende garantizar los derechos humanos. A quien observe la historia con mirada desencantada no se le escapará que las relaciones entre gobernantes y gobernados están dominadas por el predominio de la política exterior sobre la interior. Incluso los países democráticos no dudan en imponer regímenes despóticos, que atentan contra los derechos humanos, a sus aliados más débiles, cuando éstos amenazan con escapar a su órbita de influencia. Considérese lo que ocurre en muchos países de América del Sur (el caso paradigmático de Chile), donde Estados Unidos, campeón de la democracia, más aún, del mundo libre, favorece, impone o mantiene regímenes dictatoriales. La primacía de la política exterior significa que es necesario hacer frente antes que nada a la posibilidad de guerra que amenaza siempre a los estados, poniendo en peligro su propia supervivencia. En otras palabras: primum vivere. Obsérvese la siguiente secuencia: el derecho a la supervivencia del estado grande ha de predominar sobre el derecho a la libertad del estado pequeño, cuya supervivencia depende del anterior.

La protección internacional de los derechos humanos se hace difícil, cuando no imposible, por la propia condición que hace posible la guerra. Tal condición es la soberanía prácticamente ilimitada de los estados soberanos (hoy no todos los estados formalmente soberanos lo son efectivamente). Introduzco el tema de la protección internacional de los derechos humanos porque sólo podrán garantizarse cuando se hayan creado los instrumentos adecuados para ello no ya dentro del Estado, sino también contra el Estado al que pertenece el individuo, es decir, sólo cuando se reconozca a cada individuo el derecho a recurrir a instancias superiores a las del Estado, precisamente a organismos internacionales dotados del poder suficiente para hacer respetar sus decisiones. Estamos aún muy lejos de esta situación, porque los estados, a pesar de sus declaraciones en sentido contrario, no reconocen un poder deliberante, ni mucho menos ejecutivo, por encima del suyo.

No lo reconocen sobre todo los más autocráticos, precisamente aquellos donde se necesita una mayor protección de los derechos humanos contra el Estado. Cuanto más pisotea el Estado los derechos humanos menos reconoce la autoridad internacional que debería imponer el respeto de esos derechos. La prueba está en que la concepción más avanzada para proteger al individuo incluso contra el propio Estado es la europea, ya citada, que ha sido estipulada por los estados democráticos, es decir, por estados en los que la protección de los derechos humanos se encuentra mejor asegurada – pese a ciertas limitaciones que no debemos esconder – que en la mayor parte de los estados actuales.

He hablado del derecho a la vida y a la libertad, y de su incompatibilidad con el estado de guerra. Ahora bien, convendría añadir que en el actual estado de conciencia ética de la humanidad se tiende a reconocer al individuo no sólo el derecho a la vida (que es elemental y, por decirlo así, primordial en el hombre), sino también el derecho a tener el mínimo indispensable para vivir. El derecho a la vida implica pura y simplemente un comportamiento negativo por parte del Estado: no matar. El derecho a vivir implica por parte del Estado un comportamiento positivo, vale decir de política económica inspirada en principios de justicia distributiva. En pocas palabras, lo que hoy se reconoce al individuo no es sólo el derecho a no morir por cualquier razón (de ahí, por ejemplo, la condena de la pena de muerte), sino el derecho a no morir de hambre. Basta con enunciar los términos del problema para que se nos venga a la mente el tremendo asunto de las relaciones Norte-Sur, de los países ricos y los países pobres, de los que consumen cosas superfluas y los que carecen de lo necesario, como uno de los grandes problemas de nuestra época. Se trata, nada menos, que de trasladar la “cuestión social” que surgió dentro de cada uno de los estados, vinculada a las relaciones de clase en el ámbito de un solo estado, a las relaciones entre estados, es decir, consiste en hacer de la cuestión social una cuestión de dimensiones planetarias. No obstante, una persona sensata comprende que el problema Norte-Sur no podrá resolverse jamás si no se resuelve el problema de las relaciones Este-Oeste, de la carrera armamentista entre los grandes imperios, destinada, sin continúa a este ritmo enloquecido y frenético, a consumir los recursos necesarios para salvar al Tercer o Cuarto Mundo de la pobreza y la muerte por inanición. Baste con citar esta conocidísima frase de hace algunos años (hoy la situación es aún peor): “La suma necesaria para dar a cada habitante del mundo agua, alimentación, educación, medicina y vivienda se ha estimado en diecisiete mil millones de dólares. Sin duda es enorme. Pero no más de lo que el mundo gasta en armas cada quince días.” De nuevo, puesto que las armas sólo sirven para la guerra o para mantener un estado bélico potencial, debemos concluir que la guerra es el obstáculo principal para la solución de lo que antes he llamado el problema definitivo que deberá afrontar la humanidad en un futuro próximo.

No es casual que los movimientos por los derechos humanos y por la paz se hayan encontrado y marchen juntos. De este modo se refuerzan mutuamente.

La era de los derechos

No hace mucho tiempo que un entrevistador, después de conversar largamente sobre ciertas características de nuestra época para el porvenir de la humanidad, especialmente el aumento cada vez más rápido y hasta ahora incontrolable de la población y de la degradación del medio ambiente, y el no menos rápido e insensato del poder destructivo de las armas, acabó por preguntarme si yo apreciaba algún signo positivo entre tantas causas previsibles de desventura. Respondí que sí, que al menos veía uno: la creciente importancia concedida por los políticos y los hombres de cultura en los debates internacionales, las conferencias gubernamentales y los congresos de estudio al problema del reconocimiento de los derechos humanos.

El problema no es de hoy, naturalmente. Procede al menos del comienzo de la Edad Moderna, gracias a la difusión de las doctrinas iusnaturalistas y a las declaraciones de los derechos del hombre incluidas en las constituciones de los estados liberales, para continuar después en paralelo al nacimiento, desarrollo y consolidación del Estado de derecho en una parte cada vez mayor del mundo. Pero no es menos cierto que sólo al acabar la Segunda guerra mundial adquirió el problema dimensiones internacionales, hasta abarcar por primera vez en la historia a todos los pueblos.

Se han consolidado los tres procesos evolutivos de la historia de los derechos humanos que presenta y comenta la Introducción general a la antología de documentos editada por Gregorio Peces Barba, Derecho positivo de los derechos humanos: positivización, generalización e internacionalización.

La perspectiva de la filosofía de la historia

Sé bien que la filosofía de la historia está desacreditada, especialmente en el ambiente cultural italiano, después de que Benedetto Croce decretara su muerte. La filosofía de la historia se considera hoy un saber típico de la cultura decimonónica, superado por el tiempo. El último gran intento de filosofía de la historia fue la obra de Karl Jaspers, Origen y sentido de la historia, que, pese al encanto que emana de esa presentación por grandes épocas de la historia de la humanidad, se ha olvidado rápidamente y no ha suscitado ningún debate serio.

Pero frente a un tema como el de los derechos humanos es difícil resistirse a la tentación de superar la historia meramente narrativa.

Según la opinión común de los historiadores, tanto los que la defienden como los que la rechazan, hacer filosofía de la historia significa plantearse el problema del “sentido” de un acontecimiento o de una serie de acontecimientos, según una concepción finalista (o teleológica) de la historia (y esto vale tanto para la historia humana como para la natural) que considera el curso histórico en su conjunto, de principio a fin, como si se encaminara hacia una finalidad o telos. Para quien adopta ese punto de vista, los acontecimientos dejan de ser datos que se describen, se narran, se alinean en el tiempo y, eventualmente, se explican según sólidas técnicas y procedimientos de investigación que emplean habitualmente los historiadores, para convertirse en signos o indicios revaladores de un proceso, no necesariamente intencional, que se mueve en una dirección predeterminada. A pesar de la desconfianza, incluso la aversión que siente el historiador hacia la filosofía de la historia, ¿podemos excluir por completo la posibilidad de que la narración histórica de los grandes hechos esconda una perspectiva finalista de la que el historiador podría ser en parte inconsciente?

El hombre es un animal teleológico que, por lo general, actúa con miras a los fines que proyecta hacia el futuro. Sólo se puede comprender el “sentido” de un acto cuando se tiene en cuenta su finalidad. La perspectiva de la filosofía de la historia consiste en transponer esta interpretación finalista de los actos individuales a los de la humanidad en su conjunto, como si ésta fuera un individuo grande al que se pueden atribuir las características del individuo pequeño. Lo que hace problemática la filosofía de la historia es precisamente esa transposición, de la que no podemos ofrecer ninguna prueba convincente. Lo importante es que quienes la consideren oportuna, sea legítima o no para el historiador de oficio, deben saber que se sitúan en lo que, siguiendo a Kant, podríamos denominar historia profética; es decir, aquella cuya función no es cognoscitiva, sino admonitoria, exhortativa o simplemente sugeridora.

El concepto de progreso

En uno de sus últimos escritos, Kant se hacía esta pregunta: ¿se encuentra el género humano en constante progreso hacia lo mejor? A esta pregunta, que él consideraba propia de una concepción profética de la historia, creyó poder responder afirmativamente, aunque con ciertas vacilaciones.

Tratando de identificar un hecho que pudiera considerarse un “signo” de la disposición humana hacia el progreso, Kant destacó el entusiasmo que había levantado en la opinión pública mundial la Revolución Francesa, cuya causa no podía ser otra que “la disposición moral de la humanidad”. “El auténtico entusiasmo – comentaba – se refiere siempre a lo que es ideal, a lo puramente moral […], y no puede situarse en el interés individual.” La causa de ese entusiasmo, signo premonitorio de la disposición moral de la humanidad, era, según Kant, la aparición en escena de la historia del “derecho que tiene un pueblo a que otras fuerzas no le impidan dotarse de una constitución civil que cree buena”. Por “constitución civil” Kant entiende una constitución en armonía con los derechos naturales de los hombres, de modo tal que “los que obedecen a la ley deban también reunirse a legislar”.

Al definir el derecho natural como aquel que tiene todo hombre de obedecer sólo a la ley que él mismo ha legislado, Kant ofreció una definición de la libertad como autonomía o poder para dotarse de leyes. Por otro lado, al comienzo de la Metafísica de las costumbres, escrita en los mismos años, había afirmado solemne y apodícticamente, como si se tratara de una afirmación imposible de discutir, que, una vez entendido el derecho como la facultad moral de obligar a otros, el hombre disfruta de derechos innatos y adquiridos, y que el único derecho innato, es decir transmitido al hombre por la naturaleza, no por la autoridad establecida, es la libertad o independencia de toda constricción impuesta por la voluntad ajena; una vez más, la libertad como autonomía.

Inspirándome en este extraordinario pasaje de Kant, paso a exponer mi tesis: desde el punto de vista de la filosofía de la historia, el debate actual sobre los derechos humanos, cada vez más amplio y más intenso, tan amplio que ya abarca a todos los pueblos de la tierra, y tan intenso que se encuentra en el orden del día de las reuniones internacionales más autorizadas, puede interpretarse como un “signo premonitorio” del progreso moral de la humanidad.

No me considero un fanático del progreso. La idea del progreso ha sido el núcleo de la filosofía de la historia en siglos pasados, después de la decadencia, nunca definitiva, de la idea del regreso (que Kant calificaba de terrorista) y de los ciclos, especialmente en las épocas clásica y precristiana. Y a decir “nunca definitiva” sugiero ya que el continuo resucitar de las ideas del pasado que se consideraban muertas para siempre es ya en sí mismo un argumento contra la idea del progreso indefinido e irreversible.

Pero, entiéndase bien, una cosa es el progreso científico y técnico y otra el progreso moral. No es ciertamente cuestión de reavivar la antigua controversia sobre las relaciones entre uno y otro. Me limitaré a decir que, mientras parece indudable que el progreso científico y técnico es efectivo y ha demostrado hasta ahora las dos características de continuidad e irreversibilidad, resulta mucho más difícil y arriesgado afrontar el problema de la efectividad del progreso moral, cuando menos por dos razones:

1. El propio concepto de moral es problemático

2. Aunque estuviéramos todos de acuerdo en la forma de entender la moral, nadie hasta ahora ha sido capaz de encontrar “índices” con los que medir el progreso moral de una nación, menos aún de la humanidad entera, tan claros como los que sirven para medir el progreso científico y técnico.

El progreso moral

El concepto de moral es problemático. Es cierto que Kant afirmaba que la conciencia moral era una de las dos cosas que lo llenaban de maravilla – la otra era el cielo estrellado –; pero la maravilla no sólo no es una explicación, sino que pude proceder de una ilusión y generar, a su vez, otras ilusiones. Lo que llamamos “conciencia moral”, sobre todo por efecto de la influencia inmensa, casi exclusiva, que ha ejercido la educación cristiana en la formación del hombre europeo, nace de la consciencia del estado de sufrimiento, indigencia, penuria, miseria y, en general, infelicidad del hombre en el mundo, y de la imposibilidad de soportarlo.

Como he dicho, la historia humana resulta ambigua para quien se plantea buscarle un “sentido”. El bien y el mal se mezclan, se contraponen, se confunden. Afirmo con bastante tranquilidad que la parte más oscura de la historia humana (y, con mayor razón, de la historia natural) es mucho más amplia que la luminosa.

Pero no puedo negar que la faz más brillante aparece de cuando en cuando, aunque dure poco. Incluso hoy, cuando el curso histórico de la humanidad parece amenazado de muerte, hay zonas de luz que el mayor de los pesimistas no podría desmentir, por ejemplo, la abolición de la esclavitud, la supresión en muchos países de los suplicios que en otras épocas acompañaban a la pena de muerte, e incluso de esta última. Y en esa zona de luz sitúo en el primer puesto, junto con los movimientos ecologistas y pacifistas, el interés creciente de movimientos, partidos y gobiernos por afirmar, reconocer y proteger los derechos humanos.

Todos estos esfuerzos hacia el bien o, por lo menos, hacia la corrección, limitación y superación del mal, que son una característica esencial del mundo humano respecto al mundo animal, nacen de esa consciencia que hemos comentado del estado de infelicidad y sufrimiento en que vive el hombre, que los animales más evolucionados aún no han alcanzado, del que los seres humanos sienten la necesidad de liberarse. El hombre ha buscado siempre la superación de esa consciencia de la muerte que le angustia, tanto mediante la integración del individuo, del ser que muere, en el grupo al que pertenece, que es presuntamente inmortal, como a través de la creencia religiosa en la inmortalidad y la reencarnación. A este conjunto de esfuerzos que realiza el hombre para transformar el mundo que lo rodea y hacerlo menos hostil, pertenecen tanto las técnicas productoras de instrumentos que pretenden transformar el mundo material como las normas de conducta encaminadas a modificar las relaciones entre los individuos para facilitar la convivencia pacífica y la supervivencia del grupo. Instrumentos y normas de conducta forman el mundo de la “cultura”, que se contrapone al de la “naturaleza”.

Puesto que, según la hipótesis hobbesiana del homo homini lupus, se encuentra en un mundo hostil tanto respecto a la naturaleza como a sus iguales, el hombre ha intentado reaccionar contra esta doble hostilidad inventando técnicas de supervivencia respecto a la primera y de defensa respecto a la segunda. Estas últimas están representadas por el sistema de normas que reducen los instintos agresivos mediante penas o estimulan con premios los impulsos de colaboración y solidaridad.

Al principio, las normas son esencialmente imperativas, negativas o positivas, e intentan estimular los comportamientos deseados y evitar los no deseados recurriendo a las sanciones celestiales o terrenales. Nos vienen enseguida a la mente los Diez mandamientos, por emplear un ejemplo familiar que durante siglos han constituido el código moral por excelencia del mundo cristiano, hasta el punto de identificarse con la ley escrita en el corazón de los hombres o con la que se adecua a la naturaleza. Pero se pueden aducir incontables ejemplos, desde el Código de Hammurabi a las Leyes de las XII Tablas. El mundo moral, tal como lo hemos entendido aquí, como remedio al daño que un hombre puede infligir a otro, surge con la formulación, imposición y aplicación de mandamientos y prohibiciones y, desde el punto de vista de aquellos a los que se dirigen esos mandatos, de obligaciones. Quiere esto decir que la figura deontológica original no es el derecho, sino el deber.

A lo largo de la historia de la moral entendida como conjunto de normas de conducta se siguen durante siglos códigos de leyes, ya sean consuetudinarias, propuestas por sabios o impuestas por los detentadores del poder, o de proposiciones que contienen mandatos o prohibiciones. El héroe del mundo clásico es el gran legislador: Minos, Licurgo, Solón. Pero la admiración por el legislador, por aquel que “al haber tomado la iniciativa de fundar una nación ha de sentirse capaz de cambiar la naturaleza humana” llega hasta Rousseau. Las grandes obras morales son tratados sobre las leyes, de los Nomoi de Platón y el De legibus ciceroniano al Espíritu de las leyes de Montesquieu. La obra de Platón comienza con estas palabras: “¿Tenéis por dios o por hombre al autor del establecimiento de las leyes?”, pregunta el ateniense a Clinias, y éste responde: “Por dios, huesped, por dios”. Cuando Cicerón define la ley natural, ¿qué características le atribuye? “Vetare et jubere”; prohibir y mandar. Para Montesquieu, el hombre, aun estando hecho para vivir en sociedad, ¿puede llegar a olvidar que existen también los demás? “Con las leyes políticas y civiles, los legisladores le han devuelto a sus deberes”. De todas estas citas – y podríamos aducir muchas más – se desprende que la función primaria de la ley no es liberar, sino oprimir; no ampliar los espacios de libertad, sino restringir; no dejar crecer el árbol salvajemente, sino enderezarlo cuando se tuerce.

Con metáfora usual se puede decir que derecho y deber son la cara y la cruz de una misma medalla. Pero, ¿cuál de las dos es cada una? Depende de la posición que adoptemos para mirar la medalla. Pues bien, la medalla de la moral se ha mirado tradicionalmente más por la parte de los deberes que por la de los derechos.

No es difícil comprender por qué. El problema moral se ha considerado originalmente más desde el punto de vista de la sociedad que desde el punto de vista del individuo. Y no podía haber sido de otra forma, ya que siempre se atribuyó a los códigos de conducta la función de salvaguardar al grupo en su conjunto, no la de proteger al individuo aislado. Originalmente, la función del precepto “no matarás” no fue tanto proteger al miembro individual del grupo cuanto impedir una de las razones fundamentales de la disgregación. La mejor prueba es el hecho de que este precepto, considerado con razón uno de los ejes de la moral, vale sólo dentro del grupo, no para los miembros de grupos distintos.

Con el fin de que pudiera producirse el paso del código de los deberes al código de los derechos, había que dar la vuelta a la medalla, de modo que el problema moral pudiera considerarse no sólo desde el punto de vista de la sociedad, sino también desde la perspectiva del individuo.

La relación política por excelencia es la que se establece entre gobernantes y gobernados, entre quien tiene el poder de vincular con sus decisiones a los miembros del grupo y quienes se someten a ellas. Ahora bien, esta relación puede ser considerada desde el punto de vista de los gobernantes o desde el punto de vista de los gobernados. Para el pensamiento político ha predominado siempre el primero. El objetivo de la política ha sido siempre el gobierno, el buen gobierno o el mal gobierno, o, lo que es igual, cómo se conquista o cómo se ejerce el poder, cuáles son las funciones de los magistrados, cuáles los poderes atribuibles al gobierno y cómo se distinguen e interactúan entre sí, cómo se hacen las leyes y cómo se impone su cumplimiento, cómo se declaran las guerras y cómo se tratan las paces, cómo se nombran los ministros y los embajadores. Recuérdense las grandes metáforas con que se ha tratado de enseñar durante siglos en qué consiste el arte de la política: el pastor, el piloto, el auriga, el tejedor, el médico. Todas ellas se refieren a actividades típicas del gobernante; la guía, que ha de tener para conducir a su propia meta a los individuos que confían en él, requiere instrumentos de mando; la organización de un universo fraccionado necesita una mano firme para ser sólida y estable; el cuidado ha de ser enérgico si pretende resultar eficaz para el cuerpo enfermo.

El individuo concreto es sustancialmente un objeto de poder o, al menos, un sujeto pasivo. Más que de sus derechos se habla en los tratados políticos de sus deberes, y entre ellos, el principal es siempre la obediencia de las leyes. Si en esta relación se reconoce un sujeto activo, éste nunca es el individuo con derechos originarios que podría hacer valer contra el poder del gobierno, sino el pueblo en conjunto, en medio del cual el individuo concreto desaparece como sujeto de derechos.

Los derechos humanos y el reconocimiento de la individualidad

El giro comenzó en Occidente a partir de la concepción cristiana de la vida, que considera hermanos a todos los hombres por ser hijos de Dios. Pero, en realidad, la hermandad no tiene en sí un valor moral.

La doctrina filosófica que ha partido del individuo, no de la sociedad, para construir una doctrina de la moral y del derecho es el iusnaturalismo, que, desde muchos puntos de vista, puede considerarse, y así lo hicieron sus creadores, una secularización de la ética cristiana.

Locke, que fue el principal inspirador de los primeros legisladores de los derechos humanos, comienza el capítulo dedicado al estado de naturaleza con estas palabras: “Para comprender bien el poder político y conocer sus orígenes, debemos considerar en qué estado se encuentran naturalmente los hombres; un estado de perfecta libertad para regular sus propios actos y disponer de sus posesiones y de sus personas como mejor entiendan, dentro de los límites de las leyes de la naturaleza, sin pedir permiso o depender de la voluntad ajena”.

Partiendo de Locke se comprende bien que la doctrina de los derechos naturales presupone una concepción individualista de la sociedad y del Estado, continuamente contrastada por la concepción orgánica, más sólida y antigua, según la cual la sociedad es un todo, y el todo está por encima de las partes.

La concepción individualista ha tardado en imponerse porque generalmente se ha considerado fomentadora de desunión; de discordia y ruptura del orden establecido. En Hobbes impresiona el contraste entre el punto de partida individualista (en el estado de naturaleza hay sólo individuos sin vínculos entre sí, cada uno de ellos encerrado en una esfera de intereses que chocan con los de otros hombres) y la persistente configuración del Estado como un cuerpo grande, un “hombre artificial”, en el que el soberano representa el alma, los magistrados son las articulaciones, los premios y los castigos, los nervios, etc. La concepción orgánica es tan persistente que todavía a las puertas de la Revolución Francesa, cuando se proclamaban los derechos del individuo frente al Estado, Edmund Burke escribe: “Los individuos pasan como las sombras, pero el Estado es fijo y estable”. Y después, en la época de la Restauración, Lamennais acusa al individualismo de “destruir la auténtica idea de la obediencia y del deber, y con ello, el poder y el derecho”. Tras lo cual se pregunta: “¿Y qué queda entonces que no sea una aterradora confusión de intereses, pasiones y opiniones diversas?”.

Concepción individualista significa que el individuo ocupa el primer lugar – pero, entiéndase bien, el individuo concreto, con valor en sí mismo – y el Estado, el segundo, ya que éste ha sido hecho para el individuo y no viceversa; más aún, por citar el famoso artículo 2 de la Declaración del 89, la conservación de los derechos naturales e inalienables del hombre es “la finalidad de toda asociación política”. En esta inversión de las relaciones entre individuo y Estado se invierte también la relación tradicional entre derecho y deber. En lo que atañe a los individuos, se sitúan primero los derechos y después los deberes; en cuanto al Estado, primero los deberes y después los derechos. La misma inversión tiene lugar respecto a la finalidad del Estado, que es para el organicismo la “concordia” ciceroniana (la homonia de los griegos), vale decir, la lucha contra las facciones que laceran y matan el cuerpo político, mientras que para el individualismo es el crecimiento del individuo en la mayor libertad posible, sin condicionamientos externos. Lo mismo podríamos decir de la justicia; en una concepción orgánica, la definición más apropiada de lo justo es la platónica, según la cual cada una de las partes que compone el cuerpo social debe desempeñar la función que le es propia, en tanto que para la concepción iusnaturalista es justo que cada individuo reciba el trato que le permita satisfacer sus necesidades y alcanzar sus metas; la primera de todas, la felicidad, que es el fin individual por excelencia.

Hoy día predomina en las ciencias sociales una tendencia que recibe el nombre de “individualismo metodológico”, según el cual el estudio de la sociedad debe partir del análisis de los actos individuales. No es ésta ocasión de discutir las limitaciones de esa tendencia, pero existen otras dos formas de individualismo sin las que no se puede comprender el punto de vista de los derechos humanos: el individualismo ontológico, basado en el supuesto, que no sabría si considerar más metafísico o más teológico, de la autonomía de cada individuo respecto a todos los demás, y de la idéntica dignidad de todos ellos; y el individualismo ético, que define al individuo como persona moral. Estas tres versiones del individualismo contribuyen a connotar positivamente un término que ha recibido una connotación negativa tanto de las corrientes del pensamiento conservador y reaccionario como de las revolucionarias. El individualismo es la base filosófica de la democracia: un hombre, un voto. Como tal, se ha opuesto y se opondrá siempre a las concepciones holísticas de la sociedad y de la historia, ya que éstas, cualquiera que sea su origen, comparten el desprecio por la democracia entendida como la forma de gobierno en la que todos son libres de tomar las decisiones que les atañen y de realizarlas. Libertad y poder que proceden del reconocimiento de algunos derechos fundamentales, inalienables e inviolables, como lo son los derechos humanos.

Sé que se puede objetar que el reconocimiento del individuo como sujeto de derechos no necesitó esperar a la revolución copernicana de los iusnaturalistas. La primacía del derecho (ius) sobre la obligación es un rasgo característico del derecho romano elaborado por los juristas de la época clásica. Pero se trata, como puede apreciarse con facilidad, de derechos que competen al individuo como sujeto económico, como titular de derechos sobre las cosas y como sujeto capaz de intercambiar bienes con otros sujetos económicos dotados de la misma capacidad. El giro del que yo he hablado y que está en el origen del reconocimiento de los derechos humanos se produce cuando aquél se extiende desde la esfera de las relaciones económicas interpersonales a las del poder entre príncipes y súbditos, y nacen los llamados derechos públicos subjetivos, que caracterizan al Estado de derecho. Es la aparición de esta clase de Estado lo que produce el paso final del punto de vista del príncipe al de los ciudadanos. En el Estado despótico los individuos concretos tienen deberes, no derechos. En el Estado absolutista, los individuos disfrutan derechos privados respecto al soberano. En el Estado de derecho, el individuo no sólo tiene hacia el Estado derechos privados, sino también públicos. El Estado de derecho es el Estado de los ciudadanos.

La doctrina de los derechos humanos

Además de los procesos de positivización, generalización e internacionalización se ha manifestado en los últimos años una nueva tendencia que podríamos llamar de especificación, y que consiste en el paso gradual, aunque cada vez más acentuado, hacia una ulterior determinación de los sujetos titulares de derechos. Ha ocurrido con los sujetos lo mismo que ocurrió desde el principio con la idea abstracta de libertad, que se fue concretando paulatinamente en libertades concretas (de conciencia, de opinión, de prensa, de reunión y de asociación) en una progresión ininterrumpida que aún continúa; baste pensar en la defensa de la imagen respecto a la invasión de los medios de difusión o en la protección de la intimidad frente a la creciente capacidad de los poderes públicos para memorizar en sus archivos los datos privados de la vida de los ciudadanos. Así, respecto al hombre como sujeto abstracto, que ya tuvo una primera especificación en el “ciudadano” (en el sentido de que se le podían atribuir derechos ulteriores respecto al hombre en general), se ha impuesto la necesidad de responder más específicamente a la pregunta: ¿qué hombre, qué ciudadano?

Esta especificación se ha producido tanto respecto al género como a las distintas fases de la vida o a la consideración de la diferencia entre los estados normales y excepcionales de la existencia humana. En cuanto al género, se ha producido un reconocimiento cada vez mayor de las diferencias concretas de la mujer respecto al hombre. En cuanto a las distintas fases de la vida, se han diferenciado poco a poco los derechos de la infancia y de la vejez respecto a los del individuo adulto. Finalmente, en cuanto a los estados normales o excepcionales, se ha impuesto la necesidad de reconocer derechos especiales a enfermos, incapacitados, dementes, etc.

Mirando hacia delante, vislumbramos ya la ampliación de la esfera del derecho a la vida de las generaciones futuras, cuya supervivencia se encuentra amenazada por el crecimiento desmesurado de un armamento cada vez más destructivo, y a nuevos sujetos, por ejemplo, los animales, que la moral común ha considerado siempre meros objetos o, como mucho, sujetos pasivos carentes de derechos. Bien entendido que todas estas perspectivas forman parte de aquella que he llamado al comienzo historia profética de la humanidad, y que la historia de los historiadores, quienes sólo pueden permitirse hacer previsiones puramente conjeturales y rechazan las profecías como algo ajeno a su cometido, se niega a reconocer.

Finalmente, descendiendo del plano ideal a la realidad, una cosa es hablar de los derechos humanos, cada vez más novedosos y extendidos, y justificarlos con argumentos persuasivos, y otra muy distinta asegurar su protección efectiva. A este propósito convendrá hacer aún la siguiente observación: a medida que las pretensiones aumentan, su satisfacción se hace más difícil. Los derechos sociales, como es bien sabido, son más difíciles de proteger que los derechos de la libertad. Todos sabemos que la protección internacional es más difícil que la que se produce dentro del Estado, especialmente del Estado de derecho. Se podrían multiplicar los ejemplos del choque entre las declaraciones solemnes y su realización, entre la grandiosidad de las promesas y la miseria de los cumplimientos. Puesto que he interpretado la amplitud actual del debate sobre los derechos humanos como un signo de progreso moral de la humanidad, no será inoportuno repetir que este crecimiento moral no se mide por las palabras, sino por los hechos. De buenas intenciones, ya lo sabemos, está empedrado el infierno.

Walzer, M.: Guerras justas e injustas (Prefacio)

Ha transcurrido casi un cuarto de siglo desde que escribí este libro, pero, al releerlo hoy, no parece tan desfasado como pensaba, a mediados de los setenta, que se encontraría al llegar estas fechas. Hoy el mundo no es menos violento. Las formas de la guerra han cambiado mucho menos de lo esperado por un gran número de líderes políticos, generales, comentaristas de medios de comunicación e intelectuales públicos. Las nuevas guerras son un reflejo de las antiguas, cosa que siempre ha ocurrido. Si consideramos un instante las sangrientas luchas de los años 1980 a 1988 entre Irán e Irak, percibiremos que fue una especie de reedición de la Primera Guerra Mundial: grandes ejércitos brutalmente enfrentados en un escenario bélico relativamente pequeño; masas de jóvenes lanzándose a la carga entre el fuego de las ametralladoras y la artillería pesada; generales que se despreocupan de las víctimas. De manera muy similar, la guerra de 1991 en el golfo Pérsico, pese a haberse desarrollado con una tecnología mucho más avanzada, repitió la estructura política, legal y moral de la guerra de Corea, mientras que, por su parte, las columnas de tanques en el desierto de Kuwait hicieron recordar a las personas de mi edad las andanzas de Rommel y Montgomery en el norte de áfrica durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando los soldados estadounidenses invadieron Granada y Panamá en la década de los ochenta, los breves combates fueron notablemente similares a las escaramuzas coloniales del siglo XIX y principios del XX. Los argumentos morales que precedieron, acompañaron y siguieron a esas guerras están muy emparentados con los argumentos morales que he expuesto y analizado en Guerras justas e injustas. La melodía difiere; la letra sigue siendo la misma.

Ha habido, sin embargo, un amplio y trascendental cambio, tanto en la guerra como en la letra. Los temas que examiné bajo el epígrafe denominado “Las intervenciones”, que resultaban marginales respecto a los objetivos fundamentales del libro, se han visto espectacularmente desplazados a un primer plano. No exagero demasiado si digo que el mayor peligro al que han de enfrentarse hoy en día la mayoría de las personas en todo el mundo emana de sus propios Estados y que el principal dilema de la política internacional es el de determinar si la gente en peligro debe ser o no puesta a salvo mediante una intervención militar externa. La idea de una “intervención humanitaria” ha figurado largo tiempo en los manuales de derecho internacional, pero en el mundo real, por así decirlo, da la impresión de ser sobre todo una forma de justificar la expansión imperialista. Desde que los españoles conquistaran México para impedir la práctica de los sacrificios humanos (entre otras razones), el término “humanitario” ha suscitado los más sarcásticos comentarios. Sin duda, aún sigue siendo necesario examinar con ojo crítico las intervenciones humanitarias, pero ya no es posible desacreditarlas recurriendo a la simple mordacidad.

La disolución de los viejos imperios, los éxitos de las liberaciones nacionales, la proliferación de los Estados, las disputas relacionadas con la posesión de territorios, la posición precaria de las minorías étnicas y religiosas, todo ha contribuido a producir, principalmente en los países nuevos, formas muy intensas de política identitaria primero, una difusa atmósfera de miedo y desconfianza después y, finalmente, un deslizamiento que acaba en algo próximo a la hobbesiana “guerra de todos contra todos”. En la práctica (también en Hobbes, si uno lo lee cuidadosamente), se trata en realidad de una guerra de algunos contra algunos, dándose la circunstancia de que, por lo general, uno u otro bando disfruta del respaldo de un Estado, cuando no es, simplemente, el propio Estado el que entra en combate. A veces, la finalidad de la lucha consiste en obtener la supremacía política en un determinado territorio, pero con frecuencia, el fin de las hostilidades se encamina a la exclusiva posesión de algo que se esgrime como patria ancestral y, posteriormente, la “limpieza étnica” o la masacre (o, lo que es aún más probable, una combinación de ambas cosas) pueden acabar convirtiéndose en política de Estado.

Éste es justamente el punto en el que se plantea un reto al resto del mundo: ¿cuánto sufrimiento somos capaces de contemplar antes de intervenir? El desafío es particularmente intenso debido a las nuevas tecnologías de la comunicación. Hoy, en la mayoría de los casos, la “contemplación” es literal y se acompaña de una perfecta audición; así escuchamos, por ejemplo, las desoladas voces de los supervivientes de la masacre de Srebrenica y otras muchas aterradoras y desdichadas narraciones de padres, niños y amigos asesinados o “desaparecidos”. Es fácil coincidir en que han de impedirse la limpieza étnica y los asesinatos en masa, pero no es en absoluto sencillo imaginar cómo habremos de lograrlo. Quién ha de intervenir, con qué autoridad, qué tipo de fuerza utilizará y en qué grado se habrá de servir de ella, todos éstos son arduos interrogantes que se han convertido hoy en día en cuestiones centrales en el problema de la guerra y la moral.

El lector encontrará en el capítulo 6 una defensa de la intervención unilateral. Mi razonamiento es el siguiente: cuando los crímenes que se cometen “suponen una conmoción para la conciencia moral de la humanidad”, cualquier Estado que pueda detenerlos debe ponerles fin o, en último extremo, tiene derecho a hacerlo. Éste es un argumento concebido desde el punto de vista de la existente comunidad de naciones, y sigo manteniéndolo en la actualidad. Su aplicación es quizá muy obvia en aquellos casos en que los pequeños Estados intervienen de manera local, como sucedió cuando Vietnam invadió Camboya con el fin de clausurar los “campos de exterminio” o cuando Tanzania penetró en territorio ugandés para derrocar al régimen de Idi Amin. Las intervenciones de las superpotencias, cuyos intereses son globales, tienen mayores probabilidades de suscitar la sospecha de algún motivo no explícito. Pero también los Estados pequeños tienen motivos ocultos. No existe nada parecido a una pura voluntad en la vida política. No es posible adoptar un criterio que haga depender la intervención de la pureza moral de quienes deban ponerla en práctica.

En los últimos tiempos, ha habido ciertamente más intervenciones unilaterales justificadas que injustificadas. Pero también ha habido un gran número de casos en los que, injustificadamente, se ha rechazado la intervención. Quizás “injustificadamente” no sea la palabra más adecuada: en zonas como el Tíbet, Chechenia o Timor Oriental tras la anexión indonesia, es posible apoyar los rechazos en verosímiles razones de prudencia. Pero no por ello dejan de ser rechazos moralmente perturbadores. El problema general consiste en que la intervención, incluso en los casos en que esté justificada, incluso cuando es necesaria para impedir la comisión de terribles crímenes e incluso cuando no supone ninguna amenaza para la estabilidad global o regional, es un deber imperfecto, un deber que no incumbe a ninguna instancia en particular. Es preciso que alguien intervenga, pero no existe ninguna entidad específica en la comunidad de naciones que haya sido moralmente investida con la facultad de hacerlo. Por consiguiente, en muchos casos nadie interviene. La gente es muy capaz de contemplar y oír sin hacer nada. Las matanzas continúan y todos los países que disponen de medios para detenerlas deciden que tienen tareas más urgentes y prioridades más conflictivas que atender; los costos estimados de la intervención son demasiado elevados.

Dado que la intervención humanitaria implica una violación de la soberanía estatal, es natural que busquemos instancias que posean algún tipo de autoridad transversal a los Estados o puedan pretenderla apoyándose en fundamentos plausibles, lo que apunta hacia organizaciones internacionales como las Naciones Unidas o un Tribunal Internacional. Puedo concebir que se reclute un ejército de voluntarios a escala mundial, un ejército provisto de su propio cuerpo de oficiales y que reciba órdenes de, digamos, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. A lo largo de las próximas décadas, es probable que se realicen intentos para materializar dicho ejército y hacer que entre en acción. El uso de la fuerza por parte de la ONU tendrá, presumiblemente, mayor legitimidad que su empleo por parte de Estados en concreto, pero no está claro si su intervención será más justa u oportuna. La política de la ONU no es más edificante que la política de muchos de sus miembros y la decisión de intervenir, tanto si es a escala local como global, tanto si se hace de manera individual como colectiva, es siempre una decisión política. Los motivos que la animen pueden ser contradictorios y no hay duda de que la voluntad colectiva que impulsa la acción es tan impura como la voluntad individual (y es probable que sea mucho más lenta).

Con todo, es posible que la intervención de la ONU sea mejor que la intervención de un solo Estado. Sería una intervención que tendría más probabilidades de reflejar un consenso más amplio y, en la medida en que el término es de alguna relevancia para la política internacional, sería también más democrática (el Consejo de Seguridad, en su organización actual, es, por supuesto, una oligarquía). Su intervención podría ser la primera señal de la aparición de una orden legal cosmopolita, un imperio de la ley bajo el cual la masacre y la limpieza étnica recibirían la consideración de actos criminales y se verían sujetos a una rutina represiva bien establecida. Sin embargo, incluso un régimen global provisto de un ejército global sería a veces incapaz de actuar contundentemente en el momento y lugar adecuados. Y, en tal caso, volvería a surgir la cuestión de si alguna otra entidad, en la práctica cualquier Estado o alianza entre Estados, podría actuar legítimamente en su lugar. Las intervenciones humanitarias como las de Camboya o Uganda, que jamás habrían recibido la aprobación de la ONU, hubieran sido imposibles si la ONU las hubiera desaprobado explícitamente, es decir, si hubiera votado en contra de ellas. Existe un determinado número de desventajas obvias en el hecho de confiar únicamente en una sola instancia internacional.

¿Cuál es el valor de la soberanía y la integridad territorial para los hombres y las mujeres que viven en el territorio de un Estado en particular? La respuesta a esta pregunta establece el límite moral de la intervención: cuanto mayor sea ese valor, más estricto deberá ser el límite. Si existen dos naciones, dos grupos étnicos o dos comunidades religiosas en el territorio de un Estado concreto y si, además, los miembros de una de esas comunidades son asesinados sistemáticamente o bien son acorralados y deportados por los miembros de la otra, entonces el valor es pequeño y el límite más laxo.

¿Qué número de asesinatos nos permite hablar de “asesinato sistemático”? ¿Cuál es la cantidad de muertes a la que damos el nombre de masacre? ¿Cuánta gente ha de verse obligada a marcharse antes de que podamos calificar la situación como de “limpieza étnica”? ¿Cuál es el grado de deterioro que debemos observar al otro lado de una frontera para que consideremos que está justificado cruzarla por la fuerza, para que consideremos justificada una guerra?

Si una guerra está justificada, ¿quién debe combatir en ella? ¿Hay alguien que ostente algún derecho? ¿Hay alguien que deba observar algún deber? Los argumentos habituales en favor de la intervención deben elaborarse a partir de aquí, tal como sucede con los argumentos relacionados con la neutralidad. La pretensión de que un Estado pueda ser neutral y decida no tomar posición entre dos Estados que combaten entre sí, uno por un motivo justo y el otro injustamente, es una exigencia difícil de sostener. Ahora bien, ¿puede un Estado acogerse a la cláusula de neutralidad cuando una nación o un pueblo está llevando a otro a la masacre?

Si un Estado o un grupo de Estados (o la Organización de las Naciones Unidas) decide intervenir, ¿cómo debería encauzarse la intervención? ¿Qué tipo de fuerzas armadas debería utilizarse; cuál es el coste que se decidirá asumir, estimado en vidas de soldados del ejército que realiza la intervención; qué coste en vidas de militares y civiles del país invadido se asumiría? Estas últimas preguntas se plantearon de manera especialmente aguda en el transcurso de la guerra de Kosovo, pues en ella la OTAN escogió una forma de intervención diseñada para reducir (a cero) los riesgos implícitos para sus soldados. Cualquier mando militar o político deseará, justamente, encontrar una forma de combatir que le permita resguardar las vidas de sus soldados; en las democracias, es obligado considerar esta cuestión como un asunto de capital importancia. Sin embargo, en mi opinión no es posible justificar una política fija según la cual sus vidas son prescindibles mientras que las nuestras no lo son.

Al planear y dar cauce a la intervención, ¿qué tipo de paz deberán propiciar las fuerzas invasoras? La prueba crucial para conocer las intenciones humanitarias de los invasores, especialmente en el caso de las intervenciones unilaterales, estriba en la disposición que muestren a la hora de abandonar el país una vez que ya se ha conseguido la victoria militar y que se ha puesto fin a las matanzas y a la limpieza étnica. Ésta es la mejor prueba que pueden ofrecer para demostrar que realmente no persiguen la culminación de sus propios intereses estratégicos ni la satisfacción de sus ambiciones imperialistas, que no piensan reclamar el control del Estado cuya población acaban de rescatar. Esta prueba de “entrar y salir”, sin embargo, parece menos fiable tras el cuarto de siglo transcurrido desde que se ideara. En algunos casos (piénsese en Somalia, Bosnia o Timor Oriental), es probable que la causa del humanitarismo exija permanecer más tiempo sobre el terreno, ejerciendo una especie de papel similar al imperante en los protectorados, con el fin de preservar la paz y garantizar que la comunidad rescatada siga estando a salvo. Con todo, los mismos motivos que llevan a algunos Estados a rechazar cualquier intervención pueden conducir a otros, tal como sugieren las experiencias más recientes, a entrar y salir con excesiva rapidez. Su interés primordial consiste en evitar o reducir los costes de la intervención. La expansión imperialista no es el objetivo; afortunada o desafortunadamente, la mayoría de los países que claman por la intervención no son objeto de la ambición imperialista. El peligro radica en la indiferencia moral, no en la codicia económica o en las ansias de poder.

No todas las intervenciones, ni siquiera todas las intervenciones justas, son obra de Estados democráticos y, por consiguiente, no todas las intervenciones son objeto de debate por parte de los ciudadanos. Lo que aquí sucede es lo mismo que ocurre en todas las guerras en general. En nuestros días, el lenguaje de la teoría de la guerra justa se utiliza prácticamente en todas partes y lo mismo está en boca de los gobernantes legítimos que en la de los ilegítimos. Es difícil imaginar una intervención militar que no reciba el apoyo de sus promotores y que ese apoyo no haga referencia a las cuestiones que acabo de esbozar. De hecho, únicamente en los Estados democráticos los ciudadanos pueden unirse a la polémica con libertad y sentido crítico.

16. Nuevos desafíos: la filosofía de la historia ante el problema ecológico-demográfico

Sieferle, R.P.: ¿Qué es la historia ecológica?

La nueva historia ecológica ha entrado en escena con la fuerza dramática de una reclamación pionera. Promete llevar a la historiografía por un terreno nuevo e inexplorado y espera, a su vez, que estos nuevos derroteros sean reconocidos como una parcela sólida y profunda de la realidad histórica. Recuerda en esto a la aparición hace unas décadas de la historia social y de la vida cotidiana, que presentaba también una narración original. Con anterioridad, la historiografía se había ocupado únicamente de los hechos de los grandes hombres, de artimañas diplomáticas, intrigas palaciegas, expediciones militares, acuerdos de paz y diversos “acontecimientos”. Se trataría ahora, en contraste, de reconstruir estructuras sociales, mentales, de cultura material y relaciones de género, en resumen, de reconstruir procesos en lugar de acciones.

La “Historia”, como intento de dar a conocer la diferencia de culturas extrañas y pasadas (o también recientes), genera a menudo unos modelos de narración elementales a los que también pertenece la historia del medio ambiente. Desde la Antigüedad clásica nos encontramos con un flujo continuo de informaciones que reduce la vida exótica de algunos pueblos a las diferentes condiciones ambientales bajo las cuales estos pueblos viven o han vivido. La influencia del medio natural en la formación de culturas es un antiguo modelo explicativo, arquetípico, para entender las diferencias entre culturas.

Esta tradición redujo la diferencia entre los pueblos a reacciones específicas a condiciones distintas del medio natural. El clima, la calidad del suelo, las estructuras paisajísticas, la flora y fauna, así como las costumbres de alimentación derivadas de ellas, contextualizan el despliegue de formas culturales diversas. Según la explicació de la teoría hipocrática de los humores, se produce un “equilibrio” entre interior y exterior, entre los humores del organismo y los influjos del clima. Este equilibrio funcionaría de acuerdo con una norma complementaria: donde hace calor, reacciona el organismo con frío, de ahí la lentitud de los Trópicos. Donde hace frío, reacciona con calor, de lo que se deducía la brutalidad de los bárbaros del Norte. El carácter de los pueblos y el medio ambiente estaban de ese modo interrelacionados.

Este viejo modelo de determinismo ambiental se ha presentado historiográficamente con numerosas variantes, en las que han desempeñado un papel importante sobre todo el suelo como fuente de alimentación y también el entorno geomorfológico, de tal manera que puede hablarse de una “concepción geográfica de la historia”. Hay elementos de ello ya desde la Antigüedad, y desde Bodin, Montesquieu o Buffon, pasando por Buckle o Ratzel, y hasta Febvre o Braudel. Los caracteres humanos y los estilos culturales son moldeados por el clima y por el medio natural. En esa línea, la “naturaleza” incluso actuaría de modo causal sobre la “cultura”. Especialmente, la relación entre clima e historia cultural constituyó durante largo tiempo un objeto de investigación histórica.

En la búsqueda de las condiciones naturales de la historia humana, se identificó junto a la naturaleza exterior, esto es, paisaje, suelo, clima, flora y fauna, también la naturaleza de las personas. Se concibió entonces, sobre todo en el siglo XIX y primeros años del XX, un escenario antropológico o una composición de los diversos pueblos en términos sistemáticos de razas o bien como distintas capacidades vitales de las poblaciones. Esta interpretación antropológica o de razas operaba con la hipótesis de competencias diferentes entre los pueblos, por rasgos genéticos a partir de mezclas tempranas favorecidos por los diferentes medios naturales o por selecciones por las instituciones sociales.

Frente a las propuestas explicativas ligadas a la “naturaleza material”, se impuso en la segunda mitad del siglo XX una interpretación que atribuye las diferentes fases de la historia y las diversas culturas exclusivamente a procesos sociales, económicos o simbólico-espirituales. En el marco de estas ideas, que ya expresaron Locke, Turgot, Ferguson pasando por Hegel, Marx, Spencer y Weber, hasta llegar a los modelos de antropología cultural más comunes en la actualidad, el medio natural ocupa un papel marginal.

En la antropología cultural y en la etnología, donde los debates alrededor de la naturaleza, raza y cultura alcanzaron su mayor intensidad desde el siglo XIX y donde una mirada “desde el exterior” resultaba más fácil que la observación sociológica de la propia sociedad, la cuestión de la determinación ambiental fue uno de los temas centrales. Desde 1920 se tornó dominante una posición más bien culturalista, como se hace patente con claridad en el posibilismo de Franz Boas o en el estructuralismo de Levi-Strauss, aunque encontramos también sobre todo en Estados Unidos una tradición “materialista cultural” que se remonta a Julian Steward, Leslie A. White o Marvin Harris. Esta escuela de pensamiento, que ha ejercido una influencia considerable sobre los fundamentos conceptuales de la environmental history americana, intenta reconstruir una relación interactiva y sistemática entre cultura y condiciones naturales, sin degenerar por ello en reduccionismo.

Las investigaciones sobre historia del medio ambiente en los últimos veinte años han logrado un cambio de perspectiva fundamental frente a la vieja posición materialista sobre la naturaleza. El peligro de una crisis ecológica, que mueve a la opinión pública en Estados Unidos, Alemania y otros países industrializados desde hace más o menos esos veinte años, provocó un desafío para unas cuantas ciencias, al que han respondido con cierta rapidez y con ideas más o menos convincentes. En primer lugar, se le planteó la cuestión a las ciencias naturales, que debían responder a preguntas urgentes sobre los valores límite o las relaciones causales. Los economistas habían de enfrentarse al conflicto tantas veces evocado entre “economía y ecología”; por su parte, los juristas debieron desarrollar un nuevo derecho ambiental, la ciencia política debía clarificar las condiciones institucionales para la protección del medio ambiente y a los filósofos y teólogos se les exigió la formulación de una nueva ética ecológica. Sin embargo, en los círculos de la historiografía académica la cuestión ecológica llegó con timidez y muchas vacilaciones, al menos en Alemania. Eso sí, no faltaron preguntas que venían desde fuera, desde la opinión pública interesada: ¿hubo ya problemas ambientales en tiempos pretéritos?, ¿hay ejemplos exitosos de la relación mantenida con su medio natural por parte de culturas pasadas? Y finalmente: ¿cuáles son las raíces históricas de nuestra crisis ecológica?

La nueva historia ecológica, que ha surgido de este reto, se diferencia del antiguo determinismo ambiental en que le da un giro a la perspectiva. No sólo se pregunta sobre la influencia de la dinámica propia del medio natural sobre la cultura, sino que, a la vez, quiere saber de qué modo la cultura material afecta a las relaciones naturales. Sus primeros resultados conforman la visión actual de una crisis ecológica amenazadora, una visión en la que la naturaleza se manifiesta como un organismo herido, como una máquina que puede estropearse por un uso inadecuado. Esta nueva historia ecológica reconoce sus orígenes en la crisis medioambiental, sobre todo porque la mayoría de las investigaciones buscan “precedentes” de los actuales problemas.

Por esa razón, en esos trabajos ocupan un lugar central los clásicos “medios” del ambiente, es decir, agua, aire y tierra, pero también energía y salud. Conforme a ello,, se investiga la contaminación histórica de las aguas, las condiciones de vida en las ciudades, se recopilan informaciones históricas sobre suciedad del aire, sobre erosión del suelo, falta de combustibles, o sobre emisiones de ciertas industrias. Es ésta una puerta de entrada al tema que a mí me gustaría denominar “higienización del medio ambiente”. Parte de un ideal de limpieza del agua y del aire, así como de espacios vitales más saludables y mejor conservados, y a partir de ahí identifica aquellos factores humanos que han conducido a la contaminación o a la escasez de estos medios. Este planteamiento “higienista” dentro de la historia ambiental resulta un auténtico éxito porque, de un lado, se nutre de ideas familiares y cotidianas sobre el mundo humano y, de otro, porque permite emplear la metodología más usual en historia económica y social. Esta orientación posibilita una primera aproximación a la historia ambiental, tropezando con escasa resistencia de los paradigmas convencionales.

El planteamiento higiénico-ambiental no es invulnerable al reduccionismo sociológico, consistente en pensar que se ha comprendido la esencia de la relación entre los humanos y el ambiente cuando, en realidad, sólo se ha conseguido identificar la estructura social y el juego de intereses de los distintos participantes.

Junto al reduccionismo sociológico existe también el peligro de un reduccionismo ambiental, presente en algunos trabajos de especialistas en ciencias naturales, sobre todo biólogos que escriben sobre problemas medioambientales. La perspectiva etológico-evolucionista entiende a la humanidad como una unidad inseparable de su relación con el ecosistema, dentro del cual vive, e intenta explicar los problemas y las estructuras desde las propiedades antropológicas del ser humano natural. Con este enfoque se ignora, sin embargo, que el ser humano se encuentra inmerso en un contexto sociocultural específico que sigue una lógica evolutiva propia y que para los individuos resulta tan “natural” como el medio físico externo.

La tarea de una historia ambiental que sea ecológicamente convincente sin dejar atrás algunas perspectivas fundamentales de las ciencias sociales, consiste en comprender la interacción de sistemas naturales y socioculturales. Puede unirse así a las nuevas corrientes de la sociología ambiental y de la ecología humana, que intentan evitar tanto el reduccionismo sociológico como natural y que desarrollan razonamientos interdisciplinares e integradores.

La vieja confrontación entre una naturaleza estable y equilibrada frente a una historia humana dinámica ya no existe, ya no se puede partir de la existencia de unos “equilibrios ecológicos”, que son interferidos desde el exterior por las actividades humanas, sino que se discute sobre los lazos recíprocos entre naturaleza y cultura en los diferentes sistemas. Estos desarrollos han conducido en algunos campos a resultados dignos de atención:

Clima: Sabemos hoy, en contraposición a la vieja tradición adaptativa, que las condiciones climáticas son altamente variables. El cambio climático puede desarrollarse con rapidez, en décadas. También se producen grandes mutaciones que provocan situaciones de alerta en la sociedad. Así pues, se convierte en plausible la idea de cambio climático autónomo – es decir, no antropógeno – como agente histórico. Puede establecerse, por ejemplo, una relación entre la crisis agraria del siglo XIV o la del siglo XVII y la existencia de un clima frío y húmedo. De hecho, la reconstrucción del clima y de los eventos climáticos extremos se ha introducido desde hace algunos años en el terreno de la investigación histórica.

Acontecimientos extremos: En los últimos años se discute cada vez más sobre la incidencia de las catástrofes naturales en el desarrollo cultural. De ahí que se aborde el estudio de terremotos, erupciones volcánicas, impactos ambientales, maremotos, plagas de insectos como langostas, incendios, sequías, inundaciones, avalanchas, desprendimientos, etc. Por encima de todo, se analizan las diferentes repercusiones de acontecimientos extremos en espacios distintos, que provocan reacciones también diferenciadas. No se trata sólo de atender a las catástrofes, sino también a la variabilidad de determinados fenómenos o a la estabilidad con que son esperados. Cuanto más alto es el riesgo de catástrofes naturales, más elevados resultan los “gastos de seguridad”, es decir, una parte más grande de los recursos disponibles debe reservarse para la superación de los daños. Aunque también se desarrollan estrategias de previsión con el fin de protegerse de la inseguridad. Todo esto tiene su precio, que puede variar mucho de región a región.

Enfermedades/epidemias: Una orientación nueva de la historia de las epidemias se ocupa de la interacción en el pasado de microorganismos parásitos y portadores humanos. Se trata de un juego evolutivo en el que han de valorarse tanto la competencia como la adaptación. Estamos, por una parte, ante un proceso autónomo o exógeno que procede de los virus (mutación, migración) y, por otra, ante un proceso endógeno o antrópico que influye en el ciclo vital de los parásitos y en la reacción de los hombres a sus efectos. Estos problemas resultan especialmente controvertidos y discutidos en relación con la colonización de América y la consecuente alta mortalidad de sus habitantes originarios.

Desde hace ya más de cien años se debate sobre la importancia de los sistemas energéticos para la economía; es más, una corriente investigadora relaciona de manera específica los modos de aprovechamiento energético con las formaciones sociales. En el contexto de la crisis energética de la década de 1970 y del debate en torno a la energía nuclear, comenzó a introducirse en la investigación la importancia de la energía como base metabólica de los procesos sociales. Hoy es posible preguntar con más precisión por las condiciones energéticas de los modos de producción, por las potencialidades o por las restricciones que imponen al desarrollo social y cultural y que definen sus márgenes de innovación.

A la base material de un determinado modo de producción se la puede designar como “régimen social-metabólico”, esto es, la forma predominante que adopta el intercambio material entre una sociedad humana y su medio físico. Este metabolismo – o sea, el conjunto de producción, consumo, técnica y movimientos de población – viene determinado finalmente por la disponibilidad de energía. El flujo de energía dentro de una sociedad define su radio de acción material y, aún más allá, su perfil físico, su estructura y los efectos sobre el medio ambiente externo.

Históricamente, sólo han existido tres regímenes “social-metabólicos” diferentes, que están marcados por tres flujos de energía:

1. El régimen de energía solar incontrolada de las sociedades cazadoras y recolectoras

2. El régimen de energía solar controlada de las sociedades agrarias

3. El régimen de energía fósil, que caracteriza la actualidad

La estrategia básica del modo de producción agrario consiste en el control de los flujos de energía solar metabólica sobre la base de la biotecnología. La energía irradiada por el sol se toma, en primer lugar, a través de la fotosíntesis de las plantas y se combina químicamente, luego es transformada por los animales y finalmente adquiere una forma aprovechable para el hombre. El sistema agrario nos proporciona sobre todo materias primas que sirven como alimento, como herramientas, como materiales de construcción, como fuerza mecánica y como medios de transporte. También se utiliza como nutriente la energía química que existe en la biomasa vegetal o animal. Los animales sirven como bioconvertidores, transformando la energía química de su alimentación en trabajo mecánico. Finalmente, se aprovechan las plantas, sobre todo la madera para calentar.

Para todos estos fines se intenta tener bajo control el proceso vital de los organismos útiles: el hombre rotura bosques, siembra terrenos de labor, los deja descansar y vuelve a plantarlos, riega y drena, incendia y cultiva, cría y arranca de raíz, propaga y protege a las especies beneficiosas y se enfrenta a los parásitos, a las malas hierbas, a los insectos perjudiciales y a los animales dañinos. La estrategia básica de la agricultura consiste, pues, en eliminar el ecosistema “natural” originario, sobre todo la vegetación, y en ordenar y monopolizar las tierras ganadas con cultivos útiles propios.

Tiene pleno sentido diferenciar tres tipos de superficies que en las sociedades agrarias cumplen diversas finalidades técnico-metabólicas: los terrenos de cultivo se destinan de modo prioritario a la producción de alimentos y estimulantes para el hombre, además de a la obtención de plantas industriales. Los prados sirven de alimento al ganado empleado como fuerza de trabajo mecánica (caballos, mulas, asnos, etc.) o como productor de alimentos. El bosque, finalmente, produce madera, que se utiliza como material de construcción, como combustible y como calefacción. La superficie total útil de una sociedad agraria se divide en tierras de labor, pastos y bosques; cada una de estas formas de aprovechamiento puede ser ampliada hasta la explotación íntegra del ecosistema natural, pero siempre a costa de las otras.

Junto a la utilidad biológica de la energía solar se percibe también en las sociedades agrarias un aprovechamiento mecánico directa de ésta: las diferencias de temperatura en la atmósfera ponen en movimiento el aire, y el viento propulsa barcos de vela y molinos. El agua del mar se evapora, cae sobre las cumbres, fluye hacia el valle y pone en movimiento los molinos de agua. El viento y la fuerza motriz del agua se convierten, pues, en otras fuentes de energía mecánica junto a la conversión metabólica obtenida gracias al trabajo animal y humano. De estas formas de aprovechamiento se puede deducir la estructura del sistema agrario basado en energía solar:

A través de la estructura del régimen energético solar pueden explicarse algunas características de la sociedad agraria. El “sistema” agrario presenta los siguientes rasgos:

- Dependencia del territorio

- Descentralización

- Escasez inherente de energía y de materias primas importantes

- Tendencia a situaciones estacionarias

Las sociedades agrarias son, desde el punto de vista energético, sostenibles, por la sencilla razón de que no hay grandes reservas energéticas que puedan consumir. Los cultivos agrarios más importantes se recogen una vez al año. Y, tras la cosecha, se acumula otra vez energía derivada del rendimiento de la fotosíntesis en el próximo año. La vida del ganado dura algo más, aunque casi nunca más de veinte años. El agua y el viento han de ser aprovechados en el momento, mientras están disponibles. No hay prácticamente ninguna posibilidad de acumulación. El mayor depósito de energía de que disponen las sociedades agrarias es el bosque. Como terreno virgen puede alcanzar una edad de hasta 300 años, pero sólo puede ser aprovechado como tal una única vez, la primera. Por el contrario, un bosque explotado regularmente dura por término medio unos 50 años, y éste es el tope energético.

Estas reservas energéticas minúsculas marcan la primera característica de un sistema agrario basado únicamente en energía solar: como no hay reservas, los hombres intervienen en los ríos. Pero estos ríos son pequeños, de modo que la energía es, en principio, escasa. Y si la energía es escasa, todo es escaso. Por eso las sociedades agrarias se han distinguido siempre por las carencias y la pobreza. La mayoría de la población vivía en un nivel de subsistencia y las hambrunas aparecían regularmente.

Habrá que añadir que los rayos del sol caen sobre la superficie terrestre muy repartidos. Un sistema fundado en energía solar se basa por eso en una concentración de energía escasa en origen, de ahí que sea necesario concentrar la energía para poder aprovecharla. Para lograr este objetivo se exigen inversiones y esfuerzos cuantiosos. Donde más claro se ve esto es en el transporte: si a los cereales o a la madera se los entiende como portadores de energía, es evidente que el gasto de energía en su transporte no pude ser más alto que el contenido energético de la materia transportada. El balance energético de la cosecha ha de ser positivo incluyendo transporte, lo que implica que las rutas no pueden ser muy largas y, por tanto, las sociedades agrarias han de repartirse siempre sobre una vasta superficie. Las grandes concentraciones de población o de industrias constituyen la excepción y sólo pueden ser alimentadas sobre la base de unas relaciones de poder específicas.

Una consecuencia importante de lo anterior radica en el hecho de que resultan irrelevantes para las sociedades agrarias los valores medios de los grandes espacios, o lo que es lo mismo éstas no pueden desarrollar ninguna tendencia a la homogeneización espacial. Las sociedades agrarias forman, por así decirlo, un archipiélago con un intercambio relativamente pequeño entre “islas de escasez”, de manera que se perciben grandes diferencias entre distintas regiones, lo que vale también en un sentido cultural, económico y técnico.

La capacidad metabólica de un sistema basado en energía solar explica que en las sociedades agrarias no exista crecimiento económico continuado.

Las sociedades agrarias no conocieron ningún crecimiento continuado, sino que se movieron de un estado de equilibrio a otro. Es cierto que hubo innovaciones técnicas, pero no existió ningún proceso de innovación continuo y acoplado. Las diversas “invenciones” no se acumulaban; más bien permanecían como acontecimientos aislados que incluso podían ser olvidados. Con frecuencia, las novedades técnicas y económicas, que puntualmente reaparecían, quedaron frenadas por la escasez de energía y de combustible. De ahí que el sistema agrario tendiera hacia un estado estacionario que, no obstante, podía oscilar entre niveles metabólicos diferentes.

Nuestra tesis fundamental considera que la utilización de energías fósiles resulta una precondición necesaria para la transformación del sistema agrario y que, con la superación de sus barreras energéticas, emergió un nuevo régimen social-metabólico. La sociedad transformada, en la cual hoy vivimos, depende energéticamente del aprovechamiento y del alcance de las existencias fósiles, muchos de sus rasgos vienen marcados por las características de estas nuevas energías. Las sociedades europeas de los siglos XVIII y XIX hubieran seguido siendo agrarias, como hasta el siglo XVIII, de no haber sido por el aprovechamiento de las nuevas fuentes de energía, incluso si hubieran explotado mucho más el potencial de innovación que por principio tienen todas las sociedades agrarias.

Este énfasis en los condicionantes ecológicos y energéticos no debe ser entendido como reduccionismo naturalista. Para que puedan obtenerse consecuencias económicas es preciso que concurran, desde una perspectiva ecológico-natural, dos elementos distinguibles:

1. Un recurso, un material o un portador de energía

2. Una forma de proceder orientada a su aprovechamiento en sentido amplio, así como un instrumental técnico, una demanda social, una aceptación cultural, una estructura económica y un marco político

Sólo la coincidencia de recursos y de actuaciones produce un resultado, y para esto se revela imprescindible que ambos elementos estén disponibles. La mera existencia de un recurso (por ejemplo, carbón mineral o petróleo) no reviste consecuencias si no pude ser aprovechado. Pero, del mismo modo, la existencia de una demanda o de una intención es improductiva si falta el recurso o acaso ha sido ya consumido. Esto es válido especialmente para las sociedades agrarias, en las que numerosos recursos (o fuentes de energía) tenían un carácter cualitativo, es decir, no podían ser convertidos uno en otro. La hipótesis tan extendida en la economía actual, en la que se sustituye todo por todo, no se confirma en un contexto agrario.

La existencia de un procedimiento técnico adecuado se presupone en el aprovechamiento de un recurso. A lo largo del siglo XVIII tuvieron lugar algunas innovaciones técnicas fundamentales que posibilitaron la puesta en funcionamiento de energías fósiles. Las rupturas alcanzaron un significado extraordinario en la metalurgia. Pudo ser introducido el carbón en el aprovechamiento del hierro, una condición previa para que la vieja base orgánica de la economía pudiera ser sustituida por una nueva base mineral. La segunda innovación clave fue el desarrollo de la máquina de vapor, que logró obtener energía mecánica del aprovechamiento de materias fósiles y, así, no depender ya de la conversión animal y de las agudas restricciones de localización geográfica presentes en las viejas técnicas de aprovechamiento solar (molinos de agua y de viento, veleros).

Estas dos rupturas técnicas, que no han de entenderse como “invenciones aisladas” sino como un proceso complejo de innovación, posibilitaron el desarrollo de un nuevo régimen social-metabólico.

Teniendo en cuenta sólo la energía térmica, la capacidad energética del sistema agrario basado en energía solar fue rebasada ya a principios del siglo XIX en el país central de la industrialización. La disponibilidad de energía fósil creó en Gran Bretaña las bases para un nuevo régimen energético. El nuevo sistema energético se desvinculó por principio del uso del territorio, cuyo aprovechamiento había definido el anterior sistema. Con otras palabras: ya en 1800 había tanta energía disponible como si la superficie del país se hubiera duplicado, y los desarrollos posteriores alejaron cada vez más al sistema energético de las restricciones que le había impuesto la vieja dependencia de las superficies.

Este proceso de transformación del sistema energético se cerró con la mecanización y la introducción de química en la agricultura. La agricultura cambió entonces su carácter de manera radical. A diferencia de la agricultura tradicional, la moderna agricultura puede operar con un balance energético negativo, esto es, consumiendo más energía en forma de combustible, abonos o pesticidas de la que contienen los alimentos producidos. Ha dejado de ser una parte del sistema energético y se ha transformado en un negocio de conversión de materiales que está supeditado a la disponibilidad de energías fósiles.

Las nuevas energías fósiles crearon unas condiciones que permitieron una revolución profunda de todos los parámetros físicos esenciales. Se produjo entonces un crecimiento global de la población, que se multiplicó por diez o por quince, población que podía ser alimentada con el nuevo sistema agrario. Al mismo tiempo se incrementó la circulación de materiales a través del sistema social, lo cual se tradujo en un aumento del nivel de vida. Literalmente, todo se movilizó. Los hombres, los materiales y finalmente los grandes ecosistemas y sus variedades entraron en movimiento. Desde el punto de vista energético, pueden señalarse algunas características de esta gran transformación:

- Las energías fósiles han posibilitado una rápida expansión de la producción y del consumo. El principio estacionario de la sostenibilidad ha sido vencido (al menos, de forma provisional). Las innovaciones técnicas e industriales ya no quedan entorpecidas por la escasez de energía, sino que pueden desarrollarse sin tener en cuenta las restricciones físicas

- Entramos en una situación nueva, en una fase de sensacional “crecimiento” de la economía y de los parámetros físicos a ella ligados como población, consumo per capita, flujo de materiales y emisiones al medio ambiente.

- Esta evolución favoreció un adiós mental al principio tradicional de suma cero, en cuyo lugar se colocó una sólida esperanza de progreso material, que cristalizó en ideas muy extendidas durante este período de transformaciones como las de “desarrollo” y “modernización” del mundo según leyes naturales.

- La combustión de energías fósiles, previamente depositadas en la corteza terrestre, activa grandes cantidades de carbono que son despedidas a la atmósfera. La consiguiente transformación en la composición gaseosa de la atmósfera terrestre originó problemas ambientales nuevos y no del todo comprendidos hasta el momento: alteración de la radiación, efecto invernadero (calentamiento), modificación de las condiciones de selección para microorganismos

- Finalmente, el sistema basado en energías fósiles se sitúa ante el horizonte histórico de lo finito. Puesto que con el carbón, el petróleo y el gas se consume una cantidad dada, prefijada y limitada de recursos, a este sistema no se le asigna un nivel determinado de duración, sino que se le fuerza a una “huida hacia delante”, hacia una espiral de agotamiento, sustitución e innovación.

El consumo global de energías fósiles se ha multiplicado casi por mil desde comienzos del siglo XIX, lo que supone una tasa de crecimiento anual calculada en un 3,5%. A escala mundial, hoy se consumen tantos combustibles fósiles a lo largo de un año como durante todo el siglo XIX completo. Desde el punto de vista energético, la industrialización se basó en dos hechos estrechamente relacionados entre sí: crecieron de manera enorme las reservas disponibles, pero el acceso a estas reservas creció todavía más, a una tasa exponencial.

Radkau, J.: ¿Qué es la historia del medio ambiente?

Con la historia del medio ambiente parece que se cumple un viejo sueño de la historiografía – finalmente liberado de los mecanismos de represión – que se reveló en la jerga desarrollista orgánica del siglo XIX.

¿Qué hacer? Precisamente porque el tema del medio ambiente provoca un difuso aluvión de palabras y el peligro de una gran desbandada de ideas es enorme, de lo que se trata es de ordenar, concentrar y disciplinar las ideas una y otra vez. Esto significa no sólo pensar acerca de lo que podría significar, en un futuro cualquiera, la historia del medio ambiente, sino también acerca de lo que hay que hacer en el presente; qué tipo de tareas son primordiales y qué metas se pueden alcanzar en un plazo previsible.

La historia del medio ambiente sólo podrá conseguir una cierta solidez cuando encuentre una amplia base en las nuevas generaciones científicas.

Sobre la definición de investigación histórica del medio ambiente. En el congreso de historiadores de Bochum de 1990, sugerí la siguiente definición:

La investigación ecológico-histórica se integra en la investigación de la evolución a largo plazo de las condiciones de vida y reproducción humanas. Investiga cómo el ser humano mismo ha influido en estas condiciones y cómo reaccionó ante las alteraciones. En este sentido, se dedica con especial atención a las acciones humanas involuntarias, con consecuencias a largo plazo, en las que se produzcan efectos sinergéticos y reacciones en cadena, junto con procesos naturales.

La historia del medio ambiente, según mi definición, permanece en el epicentro de la historia de los problemas humanos y no de la naturaleza en sí. Es fácil formular una crítica filosófica desde la perspectiva antropocéntrica, pero uno se engaña a sí mismo, cuando cree que podría, con las fuentes históricas, prescindir jamás del antropocentrismo. Aún así, de alguna forma, una historia de orientación ecológica, tiene que mostrar que el medio ambiente no sólo existe como parte integrante de las actividades humanas, sino que tiene vida y leyes propias. Por eso es por lo que una importante tarea de la investigación medioambiental histórica consiste en identificar cadenas de efectos involuntarios de las acciones humanas y dar a conocer que determinadas acciones no constituyen un principio, sino que producen unos efectos sinergéticos con un medio ambiente que existe previamente. Historia medioambiental no es lo mismo que historia económica. Un conflicto en torno a las fuentes naturales, motivado por la economía, no es en sí mismo parte integrante de la historia del medio ambiente. Sin embargo, mi definición implica que no tendría ningún sentido, por otra parte, intentar trazar aquí una línea divisoria estricta. Toda acción ecológicamente consciente tiene que ver, al igual que la economía, con los principios de la existencia humana, sólo que fundamentalmente con aquellas condiciones de la existencia a largo plazo, transgeneracionales y colectivas. Dado que no conocemos el futuro, la conciencia ecológica incluye – y en esto estriba una problemática especial – un cierto trato con lo desconocido.

Los historiadores del medio ambiente ante la obligación de la especialización. ¿Cómo se hace científicamente más sólida la investigación del medio ambiente? La respuesta rápida que hoy día se presenta es la siguiente: a través de la especialización. Pero, ¿cómo ha de ocurrir?, ¿en qué tiene uno que especializarse? Existen por lo menos diez disciplinas en las que puede uno hacerlo: ecología, historia de la técnica, geografía histórica, historia de la agricultura, historia del bosque, historia del clima, química, historia de la demografía, historia de la medicina, historia del tráfico. Uno reconoce el dilema: en el momento en que la historia del medio ambiente busque conseguir solidez a través de la especialización, amenaza con dividirse. Hoy en día, debería poder afirmarse unánimemente que el destino de la investigación medioambiental depende fundamentalmente de la capacidad interdisciplinaria de los científicos.

No sería correcto concebir la historia del medio ambiente únicamente como una especie de historia crítica de la técnica. Son muchos los problemas graves del medio ambiente, que, en muchos casos, no han tenido ni mucho menos sólo orígenes técnicos. Asimismo sería una equivocación despertar la impresión de que se podrían solucionar fundamentalmente gracias a la técnica. De lo que venimos diciendo, se puede concluir que no tendría sentido querer concebir la historia del medio ambiente como una unidad temática.

¡Hacer lo indiscutible discutible! Para que se pueda crear una red de comunicación con la profundidad deseable, han de ser identificados, en primer lugar, temas de discusión. También, en este sentido, hay aún mucho por hacer. Hasta ahora, entre las líneas de los propósitos de la historia del medio ambiente, vemos como, en los planteamientos, aún se observan muy a menudo premisas sin discutir y contradictorias entre sí. Algunas veces, las presenta una única obra: fragmentos de las dos grandes imágenes contrastantes historia como progreso e historia como decadencia se han entremezclado de forma curiosa. A menudo, se presenta al ser humano como un ser en principio destructor de la naturaleza al que – de ser consecuentes – habríamos de destruir; sin embargo, también se le presenta por otro lado como una creación estrechamente ligada a la naturaleza y que se orienta armónicamente hacia ella, si pudiéramos hacer abstracción de sus instintos.

Más que en ningún otro lugar, en Alemania el movimiento alternativo tiene su origen en una unión de valores conservadores e izquierdistas; antropósofos y marxistas: ascéticos y hedonistas. El movimiento ecologista alemán, al parecer, sólo podía conservar su unidad política, en la medida en que de una forma o de otra, convirtiera en tabú una serie de temas, o que sólo fueran discutidos de forma indirecta. Siempre que la discusión se acercaba a estas zonas tabú, había tensión en el ambiente y amenazaba con empezar a delinearse una guerra de creencias. Asimismo, había una serie de bloques temáticos explosivos acerca de los que sólo se podía discutir racionalmente con cierta dificultad: valoración de las coacciones estatales, papel especial de la mujer, expresar juicios sobre el capitalismo y el socialismo, conservación del antifascismo como principio básico y, últimamente sobre todo, la inmigración. Todos estos temas conciernen directamente a una elaboración de una historia con orientación medioambiental y, si se hace de ellos un tabú, se bloquean con ello algunos caminos de la historia del medio ambiente.

Sin embargo, los mayores tabúes son, desde hace poco tiempo, la inmigración y el desarrollo demográfico. Hace años, mientras me ocupaba de la historia del bosque, pude comprobar en mí mismo, que sentía una gran aversión a seguir con los efectos negativos que ejercen las grandes poblaciones sobre el bosque. Sin embargo, es difícil discutir que estos efectos existen y que además son de gran importancia en la historia de las relaciones del ser humano con el medio ambiente (mientras que determinadas técnicas como la fundición del hierro, las salinas, la fabricación del cristal, no ejercen, por sí mismos, los efectos destructivos sobre el bosque que muchas veces se les imputan). Esto no sólo cuenta para el pasado, sino también para el presente. Desde que se llegara a la perspectiva de las fronteras del crecimiento, es una verdad intrínseca que un crecimiento fuerte de la población significa, para los aspectos mediambientales, un desarrollo a tener en cuenta.

¿Vuelo de altura olímpico o historia de juglares? Cuando, en un simposio internacional de Historia del medio ambiente, un historiador americano ofreció una charla muy global acerca de la problemática del medio ambiente y, posteriormente, una bióloga finlandesa habló sobre el análisis del polen en los jardines de los museos de Turku. Donald Worsters observó cómo, al parecer, los distintos tamaños de las naciones daban pie a diferentes horizontes. Pensar de forma global, actuar “in situ”: Este lema paradójico del movimiento ecológico se refleja también en el panorama actual de la historia del medio ambiente. Las reflexiones teóricas se mueven normalmente siempre a varios niveles superiores a las investigaciones empíricas. Dicho con un poco de malicia: por una parte, tenemos el tipo A de la historia humanista del medio ambiente; se trata del tipo olímpico de los vuelos de altura de la historia global que van desde el mandamiento dominum-terrae del Antiguo Testamento hasta el principio de la responsabilidad del filósofo Hans Jonas, con una escala técnica en el canto solar de San Francisco y en el conocimiento es poder de Bacon, y, por la otra, está el tipo B, tipo éste polémico, producto de la historia del escándalo y de la casuística; la historia de la contaminación del arroyo X por la fábrica Y; la típica historia de los empresarios con un excesivo afán de lucro; la misma historia de todos aquellos valientes que protestan, así como de los burócratas fluctuantes. En ambos tipos, se reflejan las distintas fuerzas motrices del movimiento ecologista alemán. Sería muy injusto tratarlos con excesiva simpleza, ya que ambos tipos tienen sus propios méritos. El tipo A ha sido el primero en otorgar un nivel espiritual, una amplitud de miras a la historia del medio ambiente; el tipo B, por el contrario, lo ha dotado de una relevancia práctica y sagacidad apropiadas.

Energía es el típico concepto moderno; otras épocas entendieron sus problemas medioambientales con otra terminología y es, precisamente a través de esto, como se reconocen los cambios en las épocas.

¿Ha existido también en el pasado una conciencia ecológica y, de ser así, en qué se ha notado? ¿Qué quiere decir, en realidad, tener conciencia ecológica? Reconocer el derecho propio de la naturaleza. Toda la historia documentada en fuentes escritas, se convierte en historia de déficit. La historia del medio ambiente será un eterno escribir la historia con lamentaciones y acabar en resignación y cinismo.

Cuando uno descubre que la historia del medio ambiente tiene necesariamente que ver con las condiciones de vida colectivas a largo plazo, entonces, el trabajo del historiador se convierte mucho más en un estímulo detectivesco y deja de poder practicar aquel (por desgracia muy extendido) tipo de investigación con el que ya se sabe de antemano cómo van a ser los resultados. El estímulo de la investigación es más intenso si uno piensa que el desarrollo de las relaciones hombre-medio ambiente está relacionado con aspectos temporales; con el tiempo de las transformaciones ecológicas; con los mecanismos de retroacoplamiento en las consecuencias no deseadas y con la evaluación o no de las experiencias. Ahí está el historiador en su propio elemento. A menudo, ha de ser muy meticuloso y poner en marcha su sagacidad, ya que, precisamente en la actualidad, donde tanto merodea la ficción de la técnica científica, con frecuencia se enmascaran aquellos procesos en los que un desarrollo técnico arriesgado no se tantea cautelosamente primero con la experiencia.

Pero hasta bien entrada la era industrial, la experiencia poseía un gran poder sobre la técnica. Lo que hoy llamamos conciencia medioambiental habría que buscarlo dentro de esta experiencia. Para ello, hace falta una gran sagacidad, ya que la experiencia, en la mayoría de los casos, queda en parte inarticulada o sólo se indica someramente debido a que, en general, se relaciona con el fracaso.

No podemos olvidar lo siguiente: el mayor y más grave problema ecológico de la humanidad no fueron durante mucho tiempo las emisiones de los lugares de fundición, sino que lo fueron el peligro de la sobreutilización de los campos y los bosques, y la causa principal de esta utilización desmesurada ha sido el exceso de población de una región, ya que la mayoría de las regiones se alimentaban hasta el siglo XIX en gran parte de sus propios recursos y utilizaban, para las estufas y las cocinas, la leña de los bosques más próximos. Por esto, todas las perspectivas que optaron por frenar el crecimiento de la población eran en parte formas de conciencia ecológica: regulación de la sexualidad, restricciones de la inmigración, precisamente lo que los modernos intelectuales de izquierdas más detestan. La historia de la conciencia medioambiental de efectos prácticos no ha venido siendo precisamente por ello una serie de acontecimientos bellos y muy dignos, sino que es una historia plagada de actos egoístas por parte de diferentes grupos; una historia de estrecheces mentales, de luchas de poder.

Ordenanzas forestales, delitos forestales y equilibrio: Hacia un valor paradigmático de la historia del bosque. El bosque era, hasta bien entrado el siglo XIX, uno de los principales recursos vitales de la humanidad, ya que no sólo producía madera, uno de los principales combustibles y materias primas, sino que ofrecía también campos de pastoreo y pequeños núcleos económicos para determinadas capas de la sociedad. Sin embargo, la historia del bosque seguía siendo uno de los sectores de investigación desvinculado, en general, de la ciencia de la historia y asentado en las facultades y en los seminarios forestales sin poder alcanzar un nivel histórico-científico. Habría que reelaborar la historia del bosque y considerarla un campo de acción relevante de la investigación histórica del medio ambiente.

La historia de los bosques puede ser una buena muestra de lo que podría ocurrir si la investigación medioambiental histórica le prestara una especial atención a los largos procesos sinergéticos no intencionados. Lo primero que vemos es que una serie de tipos de delitos forestales de la ecología del bosque no eran perjudiciales en absoluto. Cuando los campesinos dejaban en el bosque ramas aunque reglamentariamente hubieran debido recogerlas, esto era beneficioso para el contenido de sustancia nutritiva del suelo. Cuando los cazadores furtivos – los peores enemigos de los inspectores de montes – diezmaban a los animales de caza, esto hacía que mejorara la regeneración de la naturaleza y los bosques de fronda. Incluso la economía basada en la quema de los bosques, combatida duramente en especial por los reformistas forestales, pudo estabilizar determinados ecosistemas en el bosque. Este sorprendente descubrimiento hizo que muchos protectores de la naturaleza americanos y australianos se convirtieran, hace poco, al sistema de incendiar partes del bosque. Cuando los agricultores permanecían aferrados a su vieja economía del cáñamo impidiendo así la repoblación forestal de los bosques de coníferas, desde el punto de vista ecológico más moderno, actuaban de forma muy razonable. Cuando echaban sus animales al monte, por una parte, efectivamente hacían que, bajo determinadas circunstancias el valor de la leña bajara, pero por otro lado, esto abonaba el suelo del bosque. Todo esto no quiere decir que deberíamos declarar beneficiosas todas las infracciones que se han cometido hasta ahora en el bosque. La utilización desmedida de la paja – que por cierto es más un fenómeno de la época de la reforma que de los viejos tiempos – ha ocasionado mucho daño al suelo del bosque. Pero el historiador tiene que ser consciente de que una historia ecológica del bosque hay que descubrirla detrás de la historia de las ordenanzas forestales y que no se basa solamente en éstas y en el cumplimiento o no de las mismas, sino fundamentalmente también en la relación entre todos aquellos efectos no intencionados. Para la historia real de las relaciones entre el hombre y el medio ambiente, no sólo son decisivas las formas de conducta que han de ser reguladas, sino mucho más todas aquellas costumbres que existen independientemente de las ordenanzas, por ejemplo, toda aquella historia de las distintas formas de indolencia y las acciones que se aceptan sin más.

Todo esto nos puede dar muestras de hasta qué punto una separación de la historia ecológica y económica así como el desviarse de la consideración histórica antropocéntrica tiene cierto sentido o hasta qué punto carece de él. La historia del medio ambiente ha de buscar, sobre todo, ir más allá de una simple historia de las acciones humanas intencionadas, al igual que ya lo hiciera con cierto éxito la historia social. Pero ha de seguir siendo aún una historia que gira entorno a los hombres y sus condiciones de vida.

La creciente presión de la población por la política de repoblación fomentada desde arriba, gravaba los bosques; el crecimiento en rapidez de los procesos socioeconómicos hizo más difícil reaccionar a tiempo contra efectos a distancia que no eran deseados. La cada vez más complicada red transregional de la vida económica iba separando el mundo de la fabricación del mundo de la utilización, por recurrir a la terminología de Uexküll. Los reyes de la madera de Renania, que organizaban en el siglo XVIII los gigantescos ríos de madera hasta Holanda, no tuvieron que sufrir las consecuencias de la destrucción local del bosque porque no veían los valles de la Selva Negra, talados por ellos mismos. Aunque en la historia más remota ya existieran relaciones comerciales con el exterior, los sistemas regionales y locales autárquicos se mantuvieron en la economía de la madera y del bosque hasta bien entrada la época industrial. Su caída no es sólo económica, sino que se trata también de un proceso ecológico de difíciles consecuencias.

Un punto crítico: La relación con las ciencias naturales. El desarrollo de la investigación del medio ambiente como una disciplina de relevancia política depende fundamentalmente de la cooperación de los científicos de la naturaleza y de las ciencias sociales, es decir, de la superación del abismo existente entre las dos culturas científicas. Por lo que yo veo, aún no se ha podido conseguir descubrir, con métodos de las ciencias naturales, nada importante dentro de la historia del medio ambiente. Se han dado algunos casos en la temprana historia forestal: Los análisis del polen dieron como resultado que la influencia del ser humano en el bosque empezó mucho antes del período del primer cultivo en la alta Edad Media, así como que, por otro lado, el carácter de los bosques también se transformaba independientemente de la influencia humana. Pero allí donde existan fuentes escritas, son sobre todo éstas la base de la historia del medio ambiente.

Sin embargo, no sería bueno que el movimiento ecológico, a través de una crítica técnica, reafirmara nuevamente el abismo existente entre las ciencias sociales y las ciencias naturales. Los discursos ecológicos que no se interesan por las ciencias naturales, caen con relativa facilidad en una retórica llena de reproches. Las posibilidades de una conexión entre estos mundos científicos tan diferentes han mejorado considerablemente en los años ochenta. Los estudiantes que simultanean historia y biología ya no son los rara avis de antaño. Algunas ramas científicas como geografía histórica o antropología cultural que en sí ya tienen una conexión entre ciencias naturales y ciencias sociales, merecen una especial atención en el ámbito de la historia del medio ambiente.

Algunos historiadores se inclinan por hablar, en el ámbito de la historia, solamente de investigación medioambiental, pero rehúsan utilizar el término ecología (ecología histórica, historia de la ecología) porque contiene una reivindicación medioambiental, pero rehúsan utilizar el término ecología (ecología histórica, historia de la ecología) porque contiene una reivindicación de las ciencias naturales que es imposible de aplicar. Pero, sobre esto, aún no se ha dicho la última palabra. Cuando se pregunta, según lo planteado hasta ahora, lo primero que habría que hacer aquí y ahora, la respuesta es: en primer lugar, utilizar lo mejor posible las posibilidades de la ciencia histórica. La relación entre inversión y rendimiento debería ser, sobre todo, lo más beneficiosa posible. Hay una gran cantidad de fuentes que deben ser reelaboradas bajo aspectos ecológicos.

La eficacia histórica de las cuestiones ecológicas está ligada a contextos de la historia social. Christian Pfister, conocido por sus estudios de la historia del clima y que ha dedicado una especial atención a la influencia de los cambios del clima en la historia de la agricultura, dijo públicamente que, en contra de su propia voluntad, se había convencido de que la historia de la sociedad había sido muchísimo más importante para el desarrollo agrícola, que el propio clima.

Investigación histórica del medio ambiente y movimiento ecologista. En el momento en que la historia del medio ambiente se encuentra con las viejas nostalgias de los historiadores, es entonces cuando el interés creciente a finales de los años setenta en la historia de las relaciones hombre-naturaleza vuelve, no a los desarrollos intracientíficos, sino a las corrientes ecológicas. Sobre cómo debe ser la postura del historiador del medio ambiente, en relación al origen actual de sus intereses, hay muchas opiniones. Algunos consideran que la historia del medio ambiente debe tener un compromiso práctico dentro de la política del medio ambiente; sólo de esa forma la historia le sería fiel a su origen y a sus intereses originales. Otros, por el contrario, creen que la investigación medioambiental histórica sólo podrá alcanzar un nivel de calidad científica en la medida en que se libere de los intereses políticos actuales. De lo contrario, permanecería presa de modas pasajeras y correría el peligro de manipular los conocimientos históricos dependiendo de las necesidades prácticas del momento. En ambas posiciones, hay algo de verdad y, en principio, no es fácil tomar partido por ninguna de las dos.

Si el historiador del medio ambiente investiga las épocas más actuales, se encuentra con las controversias más actuales. A raíz de esto, ya no tiene sentido mantener una distancia excesiva con el movimiento ecologista. Hay algo que, de todas formas, me parece muy importante: como científico, uno no puede caer en el hecho de escribir sólo para una escena. Incluso cuando uno se inclina hacia una posición concreta dentro de la controversia, debería saber controlar su ambición de tal modo que, por decirlo de alguna forma, el texto fuera legible también para aquellos lectores inteligentes comprometidos con la posición contraria y al menos de tal forma que éstos se sientan correctamente comprendidos y no difamados.

La ciencia de la historia podría proporcionar el mejor servicio al movimiento ecologista en la medida en que, a su manera, contribuya a la creación y consolidación de una red de comunicación ecológica a nivel mundial y contrarreste aquellos procesos que lleven a que todo se divida en escenas o en iniciativas de un solo punto. La historia, muy a menudo, no tiene ninguna utilidad práctica directa, pero posee un alto valor para la construcción de una cultura comunicativa; una cultura con un estilo narrativo vivo; una cultura de las consideraciones no dogmáticas, de la tolerancia y de la autoironía. A menudo se trata únicamente de recuerdos fantasiosos que consiguen que la discusión se pierda en discursos estériles. Ahí es donde deberíamos destacar una ventaja de la historia que casi nunca se le reconoce. La ciencia de la historia es, hoy por hoy, la única disciplina científica en la que todavía se puede utilizar un alemán corriente sin tener que dejar el honor a un lado. En los años setenta, en los que se escribía TEORÍA con mayúsculas, algunos historiadores consideraban vergonzosa la falta de esoterismo en su lenguaje, a la vez que se esforzaban por hacer que sus escritos fueran cada vez menos legibles para los laicos; no siento en absoluto que esos esfuerzos no hayan prosperado. Si la llamada al discurso público en la política del medio ambiente no ha de suponer oraciones limpias, entonces necesitamos una ética científica de la claridad y la sencillez, de la forma de expresión simple y transparente. El orgullo del científico moderno en nombre de la especialización, la profesionalización y el perfil se encamina desgraciadamente a presentar las cosas lo más complicadas posible, sobre todo, para justificar la imprescindible competencia de su propia experiencia. Pero bajo estas circunstancias no avanza el discurso público interdisciplinario. El primer mandamiento de una nueva ética científica debería ser: no hagas cosas innecesariamente complicadas. Los problemas del medio ambiente ya son complicados de por sí.

17. Idea(l) de Europa

Heller, A.: Europa, ¿un epílogo?

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La cultura europea es quizá la de más corta vida de entre todas las culturas de la historia, o al menos eso es lo que parece. La cultura y la consciencia de cultura son coexistentes entre sí. Una consciencia cultural requiere una identificación del portador de esa cultura, un compromiso con una forma de vida concreta y la creencia en la superioridad de esa forma de vida. Todos estos requisitos se cumplen por ejemplo en el análisis habitual de la cultura griega: el centro del helenismo fue Grecia, los textos que se leían eran de Homero y de los clásicos griegos, y los que no querían practicar gimnasia desnudos eran considerados bárbaros. De un modo parecido, el centro de la cultura europea es supuestamente “Europa”. Pero, ¿desde cuándo llevamos discutiendo sobre “cultura europea”?

La identidad europea no es “natural” en el mismo sentido en que se puede hablar de la identidad griega, romana o judía. “Europa”, la figura mitológica que dio nombre al continente, era griega. Los habitantes del continente se identificaron como cristianos, y, durante mucho tiempo, como cristianos católicos (universales). Sus urbes eran por tanto Jerusalén, donde vivió y murió el Mesías, y Roma, el centro de la Cristiandad. Políticamente, se consideraban los herederos del Imperio romano. En cuanto a lengua común, tenían el latín. Y cuando las clases educadas dejaron de hablar latín, los “europeos” ya no tenían la lingua franca. Los siglos XVI y XVII no se caracterizaron precisamente por una unificación o un establecimiento de una integración común denominada “Europa”. En vez de la supervivencia de la humanidad universalizante, se produjo una naciente y rápidamente difundida diversificación y diferenciación. En vez de una sola cristianidad, había muchas religiones cristianas. Las naciones-Estado empezaron a formarse. Las guerras nacionales y religiosas diezmaron y dividieron el continente. Se descubrieron y poblaron nuevos continentes. Se emprendieron experimentos con políticas económicas e instituciones políticas alternativas.

Sin embargo, no existe una autoidentidad cultural sin historia. No se puede percibir la cultura sin historias y leyendas ad urbe condita que habíamos oído de nuestros ancestros sin haber aprendido de nuestros tutores cómo fue establecida Europa por dioses, semidioses y héroes; sin experimentar en nuestros años de formación lo “Otro”, que no es Europa. Porque sin todos estos aspectos, la cultura europea no existe. El proyecto llamado “Europa” u “Occidente” requiere un respaldo cultural, una recién estrenada mitología cultural. La identidad europea, o la identidad occidental, ha sido enfocada por la no identidad: el genio europeo o la humanidad así creada, proyectada e imaginada con el espíritu, al igual que otras ideas universales tales como el “arte” o la “cultura”. Si existe una humanidad, entonces todo el mundo vive en (un tipo particular de) cultura, todo el mundo crea (un tipo particular de) arte. Sin embargo, y eso estaba en el centro de la autoidentificación europea, la nuestra no es sólo una entre muchas otras, sino que es la más elevada y suprema cultura o arte; de hecho, la superior a todas en la cornucopia de las diversas culturas y artes. Y, sin embargo, el reconocimiento de los logros de las otras siempre ha formado parte de la identidad europea. El mito de Occidente y Oriente no es una yuxtaposición de civilización y barbarie, sino de una civilización ante otra. La identidad cultural europea (occidental) ha sido concebida de un modo tanto etnocéntrico como antietnocéntrico (ambos términos acuñados por ella) como absolutista y relativista, como progresista e historicista.

Europa sólo pudo vivir en paz con su propia autoidentidad durante un siglo, y a pesar de ciertas tendencias en sentido contrario, el siglo XIX fue en lo general el siglo de la cultura europea. La modernidad, alias Occidente, alias Europa, tenía entonces confianza en sí misma. Lo que puede denominarse “cultura europea” floreció así durante el período de las guerras napoleónicas hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. Durante este tiempo, el proyecto de modernidad vio su realización. Sin embargo, el genio europeo que había creado no sólo una nueva estructura socio-política y cultural, no sólo nueva, sino sin precedentes, pareció cansarse después de tan ardua labor. Así, el siglo XX empieza con la narrativa de la decadencia de Occidente. Los europeos cuando hablan de su propia cultura empiezan a referirse cada vez más como una civilización del nuevo barbarismo. Todas las grandes promesas del siglo XVIII, el progreso del conocimiento, la tecnología y la libertad, aparecen ahora como tantas fuentes de peligro y manifestaciones de decadencia. Los sistemas totalitarios que surgen de la cultura europea parecen corroborar las predicciones y los diagnósticos más lúgubres. Las proporciones geográficas entre Europa y el resto del mundo empezaron a sentirse de un modo gradual. El Imperio británico, uno de los últimos imperios mundiales hasta la fecha, se desmoronó. Este acontecimiento tuvo una importancia singular, ya que era el Imperio británico el que se había acercado más al ideal helénico; modeló las formas de vida de sus clases coloniales superiores a la imagen y semejanza de la madre patria. Gracias a este impulso, los ingleses se convirtieron en los griegos (o latinos) del mundo moderno. Sin embargo, la autoidentidad europea apenas se desarrolló con la colonización británica. Para un inglés, Europa significaba el continente, y la isla Gran Bretaña era un mundo aparte. Esta actitud empezó sólo a cambiar cuando se acabó el Imperio.

La modernidad, el hijo recién nacido de “Europa”, empezó a invadir el mundo en todas direcciones. Pero el mundo que se adhería a un u otro aspecto de las visiones europeas no se comportaba al modo de las ciudades-Estado helénicas. Homero y Platón pertenecían orgánicamente a la civilización griega: a donde fuera la civilización griega, Homero y Platón la seguían. Sin embargo, las catedrales góticas, o Mozart, no pertenecen a “Occidente” o a “Europa” del mismo modo que Homero y Platón pertenecían a los griegos. Dondequiera que vaya la modernidad (“Occidente”, “Europa”), Mozart no necesariamente sigue. Porque Mozart o Shakespeare son europeos en un sentido totalmente distinto al de Homero o Platón como griegos. Junto a la modernidad “Europa”, creó una cierta clase de historia que no permite que su tradición cultural autogenerada se vea diseminada junto a su verdadera identidad: la modernidad. De hecho, la cultura europea parece ser la que más corta vida tiene de entre todas las que registra la Historia.

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El genio europeo que creó la modernidad la desarrolló para que culminara en un punto de no retorno. El proyecto estaba inherentemente proyectado hacia el futuro, y, como resultado, la fantasía social se volvió en contra del futuro. El credo de la progresión se convirtió en el fundamental. La progresión parecía ser ilimitada. La imagen de una progresión ilimitada, además, va pareja con la imagen de la culminación. Dado que no todos los tipos de conocimiento y experiencia son acumulativos, la imaginación europea se dirigió hacia esos tipos de conocimiento que lo fueran, como el conocimiento que podía acumularse en las ciencias naturales y en la tecnología. La imaginación tecnológica, es decir, la búsqueda de un acumulativo “saber-cómo” y “saber-qué”, es sin duda alguna uno de los fundamentos de la civilización moderna. Los hombres y mujeres modernos empezaron a experimentar con unas formas de poder nuevas y sin precedentes. De hecho, llevó un período de tiempo considerablemente corto establecer esas nuevas formas de poder y de regencia, la democracia totalitaria (el jacobinismo), el totalitario puro y simle, así como un sorprendente número de variaciones en cada forma.

Los tres procesos de acumulación y descubrimiento, que juntamente forman la cultura “europea” u occidental, pueden ser identificados como industrialización, capitalismo y la destreza política de las modernas naciones-Estado.

La fantasía cumulativa, el horizonte abierto de lo ilimitado, penetra el pensamiento europeo, la creatividad y la necesidad de estructuras por todos sus poros. Cada día debe crearse algo nuevo: el producto de ayer hoy ya no sirve. No hay nada natural en la velocidad con la que las artes se vuelven anticuadas. Es más bien el resultado de una intrusión de solucionadores de problemas (principalmente tecnológicos) en la esfera de las artes, solucionadores de problemas que, una vez se hallan resueltos, surgen otros nuevos por resolver. Sin embargo, el producto “más nuevo” no es más hermoso o significativo que el anterior. Sencillamente, lo que ocurre es que los anteriores se vuelven “inaceptables”.

El siglo XIX, el siglo de la cultura europea-occidental, inventó la democracia liberal, el sufragio universal, los sindicatos, los partidos y tantas otras cosas. Nunca antes de la modernidad las clases más bajas habían participado en la configuración de las vidas de sus comunidades respectivas, exceptuando las formas de súplica o violenta rebelión. Las luchas de clase que se cernieron sobre el gran siglo europeo, trajeron consigo el inesperado resultado de que desde entonces en adelante el saber-cómo ético e institucional mostraba una inconfundible tendencia a la acumulación en todos los estratos sociales.

El siglo de Europa desde las Revoluciones Francesa y Americana hasta el final de la Primera Guerra Mundial inventaron ciertas formas de democracia liberal, pero no llegaron a generalizarse ni siquiera en Europa. Y ésta es una declaración exageradamente modesta. Desgarrada por la división y la lucha de clases, Europa se convirtió de nuevo en el campo de batalla de naciones a un nivel sin precedentes hasta entonces. Las nuevas instituciones resultaron débiles, ya que no proporcionaban una moral y una ética públicas y tras ellas no había tradición. Como resultado de esta fragilidad inherente, fueron barridas por la falta de libertad institucionalizada. El conocimiento se acumulaba más y más, al igual que la riqueza, la experiencia, el totalitarismo y las tecnologías logísticas. Tal como advirtió Ortega y Gasset: el barbarismo surgió como resultado de la civilización europea. La imaginación cumulativa recorrió el mundo. La modernidad ya no es europea. La imaginación tecnológica surge por primera vez en la actualidad en las costas del océano Pacífico, y los europeos han aprendido ciertas lecciones políticas de su propia creación moderna: los Estados Unidos.

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Collingwood fue el primero en considerar una cuestión irrelevante el que seamos “progresistas” o “decadentes”. Porque la respuesta reside en el criterio de progresión (y regresión) que tenga uno mismo y, por tanto, en nuestro punto de vista. Si medimos la progresión por modelos de “acumulación”, no hay ninguna duda de que Europa ha vivido una progresión a largo plazo. La Europa central y occidental es ahora más rica que antes, y lo que es más importante, la distribución de la riqueza se ha vuelto más equitativa. El “Estado social”, la creación de la socialdemocracia, ha expandido nuestra visión de acumulación hasta abarcar “los modelos generales de vida” en la siguiente valoración: un cierto nivel de pobreza se considera un fenómeno socialmente intolerable. Con la excepción de ciertas zonas de la Europa central y oriental, han empezado a enraizarse distintos tipos de democracias liberales, algunas de ellas aún nuevas y frágiles. Puesto que es muy improbable que las democracias liberales se lancen a una guerra entre sí, la Europa occidental, meridional y oriental parecen estar protegidas de esas formas de conflicto nacional, las cuales pueden dar como resultado la rebarbarización y la destrucción. Los tradicionales odios nacionales han cesado y de nuevo parece posible un cierto grado de cooperación entre las naciones.

Al mismo tiempo, la teoría de decadencia puede también depender de una cierta cantidad de evidencias empíricas. Porque, como ya se ha mencionado, el genio de Europa parece haberse agotado después de una tarea tan exigente. A pesar de las obvias exageraciones de Kulturkritik, existen síntomas inconfundibles de un empobrecimiento en la fantasía creativa, de la producción masiva de una imaginación confeccionada, de estupidez aprendida, de estrechez mental profesional, de pérdidas de significados y prácticas significativas si comparamos esta época con el pasado. ¿Es éste todavía un mundo acumulativo, con orientación de futuro? La vieja Europa se parece a un cadáver cuyo pelo y uñas, riqueza y conocimiento acumulativo, siguen aún creciendo, pero el resto está muerto. Sería absurdo negar que todavía nacen en Europa filosofías honestas y obras de arte de alta calidad. Aunque en la actualidad la literatura más atractiva se escribe en las llamadas periferias y no en Europa, que antes era considerada el centro, en filosofía, no obstante, la supremacía de Europa ha resultado imbatida. Sin embargo, las naciones europeas centran su atención en preservar el pasado y cultivar las tradiciones. Se reconstruyen edificios antiguos, se remodelan viejos castillos, vuelven a publicarse libros viejos... Los europeos caminan de puntillas como en un museo en sus ciudades porque éstas son museos.

Aunque antes de prepararnos para el funeral debemos primero averiguar qué vamos a depositar en esa tumba. Tenemos también que descubrir quién es el enterrador.

Recapitulemos la mitología autocreada de “Europa”. Érase una vez un joven continente, Europa, que tomó el relevo del difunto Imperio romano. Europa creó una cultura propia y en el árbol de esa cultura crecieron distintas ramas, lo que ocasionó que se convirtiera en la cultura más suprema de todas las que registra la historia. Capitana del mundo, también lo civilizó, imprimiendo su propia imagen en otras naciones, tribus y continentes. La mitología autocreada de Europa es, por supuesto, algo más que una mitología cabal. Mientras los hombres y mujeres crean la historia, tiene el anillo de la verdad. Y dado que estamos de acuerdo con esa historia, tenemos que prepararnos para el funeral. Europa, la poderosa, la líder del mundo, ya no existe; Europa, la fuente de inspiración de todas las culturas superiores, se ha agotado. Descanse en paz.

Pero también podemos contar la historia de un modo diferente; y si tiene sentido, no hay cadáver que enterrar. Porque la entidad que parecía yacer en la cámara mortuoria no ha muerto, ya que nunca ha existido. La entidad que estamos a punto de enterrar tiene otro nombre: modernidad. La cultura europea es modernidad, y la modernidad no está muerta sino que está viva y coleando, tanto si nos gusta como si no. En realidad, Europa triunfó a la hora de imprimir su cultura en el mundo entero en tanto que imprimió su visión de este mundo. Imprimió la visión del conocimiento acumulativo, sobre todo del saber tecnológico, de la riqueza acumulativa, atreviéndose a experimentar con formas políticas completamente nuevas, e igualmente acumulativas, en todo el mundo. También imprimió la vigorosa máquina de la nación-Estado y la ideología del nacionalismo, así como las ideas universales de libertad, igualdad y fraternidad. El mundo entero aprende en la actualidad lo que los europeos practicaron con tanto éxito hace un siglo: poner en marcha dispositivos ideológicos y manipular a las masas hacia el interés nacional mediante lemas universalistas. Al mismo tiempo, el mundo entero aprende también la otra cara de la moneda; en otras palabras, la verdad de que las ideas no son palabras vacías y que pueden volverse en contra del dirigente, del mismo modo que los dirigentes las vuelven hacia aquellos a los que oprimen. Ninguna cultura se diseminó nunca tan deprisa ni fue adoptada con tanta facilidad como el “europeo común”, por la razón de que era una cultura sin cultura.

La modernidad, la cultura europea por excelencia, no está preparada para el entierro. Finalmente, en Europa se ha establecido confortablemente. La división funcional del trabajo, una sociedad que está estratificada y reposa sobre intereses conflictivos pero que a la vez no tiene clases, un Estado que puede convertirse en corporativista pero también democrático hasta un punto nunca antes alcanzado, éstos son los términos de tal establecimiento. La percepción del fallecimiento de la modernidad que rodea a este estado de cosas se deriva de la circunstancia de que la modernidad ha desarrollado y a sus categorías. Sigue en movimiento pero aún no ha traspasado sus límites.

La modernidad no puede ser enterrada porque nunca ha muerto; al contrario, se ha limitado a llevar a cabo sus propias determinaciones. Europa, la cultura europea, la tradición europea, etc., no pueden ser enterradas porque nunca existieron. Los héroes mitológicos y los semidioses no se entierran. Permítanme repetir brevemente la historia alternativa. Había una vez, en este diminuto continente, una cultura sombrilla cristiana. Esta cultura sombrilla abarcaba un gran número de tribus, pueblos, formas de vida y lenguas distintas. Este lugar del mundo tenía cuatro características interesantes y distintivas. Una de ellas era la división del poder que allí prevalecía (entre el Papa y el Emperador). La segunda era que varias culturas separadas que vivían juntas bajo la misma sombrilla eran iguales en cuanto a poder cultural; así, ninguna de ellas podía asimilar a las demás. La tercera era la gran diversidad desarrollada en un espacio físico relativamente pequeño. Y el cuarto rasgo interesante y distintivo era la supervivencia en ellos de las polis, la ciudad-Estado. No es tarea nuestra explicar aquí cómo esa afortunada coincidencia de factores tan diversos dio como resultado el coloreado mosaico de las culturas europeas premodernas (en plural), ni cómo llegaron juntas al logro artístico más elevado en ciertos géneros artísticos.

Incluso si las sumamos todas, las culturas europeas (en plural) no dan como resultado una “cultura europea”. Eran culturas en conflicto, en competencia, o a veces simplemente se ignoraban unas a otras. Hay música italiana y música germana, pintura veneciana o pintura florentina, pero no existe la música europea o la pintura europea. No existe el teatro europeo pero sí hay un Shakespeare y una tragedia clásica. La novela europea no existe, pero sí la inglesa, la francesa y la rusa, porque ni siquiera la cultura del siglo XIX se convirtió en cultura europea. Los británicos exportaron el golf, el cricket, las carreras de caballos, los clubs y Kipling. Los franceses exportaron cocina, conciencia lingüística, modas y Víctor Hugo. ¿Quién ha exportado alguna vez “cultura europea” si no lo ha hecho ese invento europeo: la modernidad?

Pero si la modernidad no muere, hay que detener a los enterradores: no hay cadáver que enterrar. ¿Y qué hay de un epílogo? Un epílogo es diferente que un funeral; viene a propósito después de que el drama haya llegado a la conclusión. ¿Es entonces, pues, tiempo para un epílogo?

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Resulta difícil determinar cuándo termina un drama histórico y cuándo surge uno nuevo. Si el celebrado Dieciocho Brumario resulta un epílogo o un prólogo depende por completo de la historia que vayamos a contar. La Europa occidental contemporánea parece el lugar en el que se esté desarrollando el drama. Ahí se creó la modernidad, sufrió diversas convulsiones y ahora parece haber llegado a un alto. Es muy improbable que “Europa” sea la iniciadora de una nueva institución imaginaria de significación, un discurso absolutamente nuevo, etc. Reducir la marcha no equivale a permanecer inmóvil. Las civilizaciones antiguas duraban entre ochocientos y dos mil años. Seamos cautelosos: la erupción revolucionaria del siglo XIX, el siglo “europeo”, nos ha contagiado un fraudulento sentido de temporalidad.

Sin embargo, la posthistoria, aunque es un concepto erróneo, expresa una percepción distinta de la temporalidad. Así lo hace el término “postmoderno”. Si la modernidad es el drama de la revolución permanente, la postmodernidad puede caracterizarse como la épica del establecimiento.

Lo que ha sido designado aquí como una “nueva cultura europea” no significa una fusión de culturas, más una pérdida que una ganancia, sino una nueva cultura sombrilla en cuyo marco local, parcial y nacional puedan medrar las culturas. Lo que promete un nuevo marco europeo es el surgimiento de la virtud cívica, el gusto, la educación de los sentidos, la urbanidad, la civilidad, la alegría, la nobleza, unas formas de vida nacidas con dignidad, sensibilidad por la naturaleza, creada por el hombre o conservada; al igual que la poesía, la música, el drama, la pintura, la piedad, la cultura erótica y muchas otras cosas más. Además, lo que aquí se sostiene sobre una futura cultura europea puede sostenerse sobre cualquier marco cultural posible.

A un sueño no puede escribírsele un prólogo; un sueño es demasiado subjetivo para convertirse en un género público. Pero los que comparten el “sueño europeo” en verdad no pueden escribir un epílogo. Su sueño puede hacerse aún realidad.

Habermas, J.: ¿Es necesaria la formación de una identidad europea? ¿Y es posible?

Después de que los gobiernos europeos no hayan podido llegar a un acuerdo en torno al proyecto constitucional elaborado por la Comisión, la unificación de Europa vuelve a estancarse. La mutua desconfianza de las naciones y Estados miembros parece indicar que los ciudadanos europeos carecen de todo sentimiento de pertenencia a un espacio político común y que los Estados miembros están más lejos que nunca de perseguir un proyecto común.

I

En el proceso de unificación europea que se extiende a lo largo de casi medio siglo, una y otra vez han surgido problemas que parecían irresolubles. Pese a todo, el proceso de integración siempre ha seguido avanzando, también sin una clara solución de estos problemas. Los funcionalistas creen que esto confirma su hipótesis de que la creación, procedente de la voluntad política, de un espacio económico y monetario unificado genera constricciones funcionales cuya elaboración inteligente tiene como consecuencia, en cierto modo por sí misma, la formación de una red cada vez más densa de interdependencias, que traspasan también los límites de otros ámbitos sociales. A una conclusión parecida conduce el argumento de la “dependencia respecto de la trayectoria seguida en el pasado” de un procedimiento de decisión que estrecha cada vez más el espacio de las alternativas futuras.

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Los problemas que hoy deben resolverse son de naturaleza genuinamente política, y ya no pueden resolverse simplemente en virtud de los imperativos funcionales de una integración que avanza indirectamente, a través de mercados comunes y de las consecuencias acumuladas de decisiones anteriores. Hoy nos enfrentamos a tres problemas: a) los actuales desafíos de la ampliación hacia el Este; b) las consecuencias políticas de la integración económica ya consumada, especialmente para los países de la zona euro; y c) los cambios de la situación política mundial.

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La ampliación de la Unión Europea hacia el Este mediante la incorporación de diez Estados significa un crecimiento de complejidad que desborda las estructuras y procedimientos de control políticos existentes. Sin las adaptaciones previstas en el proyecto constitucional, la capacidad de gobernar de la Unión no puede asegurarse ni siquiera en el nivel de una coordinación débil. Además de la controvertida distribución del peso electoral, es relevante sobre todo la inclusión de nuevos ámbitos políticos en los procedimientos de decisión mayoritaria. A medida que se renuncie al principio de unanimidad, el estilo de negociación intergubernamental usual entre los firmantes de tratados internacionales debe dejar paso a ese tipo de procedimiento deliberativo de decisión que conocemos por nuestros foros nacionales. Pero esto aumenta considerablemente los costes de legitimación. Pues las minorías sólo estarán dispuestas a aceptar las decisiones de las mayorías si existe una relación de confianza hacia éstas, con independencia de cómo estén conformadas en cada caso. Y sólo una conciencia de pertenencia común crea las bases para el sentimiento de que nadie se sale con la suya a costa de los demás.

Hasta ahora, la unificación económica de Europa no era un juego de suma cero: a medio plazo, todos se han beneficiado. Por eso las poblaciones europeas han aceptado con pocas excepciones (Noruega, Suecia) una política de unificación que las élites imponían por encima de sus cabezas. Sin embargo, este tipo de legitimación que se dosifica en función del output, es decir, de los resultados, ya no es suficiente para la aceptación de políticas que tienen como consecuencia una distribución desigual de costes y beneficios. Tras la ampliación hacia el Este, esta situación se producirá con más frecuencia, porque serán necesarias ciertas intervenciones políticas transformadoras que atajen y aminoren los desniveles de desarrollo entre los miembros nuevos y los antiguos. De este modo se agudizan los conflictos relacionados con la distribución de los escasos recursos del presupuesto, relativamente pequeño, de la Unión Europea: conflictos entre los países contribuyentes netos y los beneficiarios netos, entre el núcleo y la periferia, entre los antiguos países beneficiarios del sur de Europa y los nuevos beneficiarios del Este, entre los Estados miembros pequeños y grandes, etcétera.

b

Por otra parte, las políticas transformadoras y con efectos redistributivos no sólo son una consecuencia de la incorporación de países que ahondan más aún el desnivel de desarrollo ya existente (por ejemplo, entre Suecia y Portugal). Ya en la Europa de los quince ha surgido una necesidad de coordinación que ya no puede cubrirse por la vía de esa mera “integración negativa” a la que se recurría hasta ahora. Mientras se trataba únicamente de institucionalizar las mismas libertades de mercado, bastaba con obligar a los gobiernos a suprimir las restricciones de la competencia, es decir, bastaba con obligarlos a omitir algo. Por el contrario, hoy los gobiernos deben hacer algo si quieren armonizarse entre sí en ámbitos políticos que hasta ahora permanecían en manos de la administración nacional. A consecuencia de la creación de un único espacio económico y monetario, crece una necesidad de armonización a la que, desde la cumbre de la Unión en Lisboa, los gobiernos hicieron frente en un primer momento con acuerdos informales. Estos planes de acción y métodos de coordinación abierta (revisión por expertos, comparativas, aprendizaje político) no sólo afectan a ámbitos políticos tales como el mercado de trabajo y el desarrollo económico, sino también a ámbitos centrales de la política nacional como la emigración, la justicia y la persecución de delitos.

c

El tercer desafío viene de fuera. Tras el final del orden mundial bipolar, Europa se ve obligada a redefinir su función global, y especialmente su relación con Estados Unidos. Los modestos intentos de articular en Europa una política común de seguridad y defensa son quizás lo que muestra con más claridad en qué umbral se detiene hoy el proceso de unificación. Sin una formación democrática de la opinión y la voluntad a escala europea, que habrían de levar a cabo los distintos foros nacionales, pero observando siempre los discursos que tienen lugar en los otros foros, en este ámbito fuertemente simbólico y con importantes efectos integradores no podrán darse políticas comunes, sustentadas por todos los Estados miembros de la Unión.

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La iniciativa de un proceso constituyente puede interpretarse como el intento de reaccionar a estos desafíos. La nueva Constitución debe profundizar la integración, reforzar la capacidad de acción colectiva de la Unión y reducir el déficit democrático que tantas quejas provoca. Los gobiernos podrían incluso utilizar la propia Constitución como un vehículo para la formación de la identidad europea, si estuviesen dispuestos a ensayar un cambio del estilo político que han mantenido hasta ahora (un cambio que, naturalmente, no carece de riesgos, y que en todo caso requeriría mucho tiempo), e implicasen a los propios ciudadanos en el proceso constituyente por medio de referendos.

La cuestión de qué Europa queremos no puede hallar una respuesta satisfactoria únicamente en la dimensión del derecho constitucional, porque los conceptos convencionales del derecho público y del derecho internacional ya no tienen la amplitud suficiente. Hace tiempo que la tupida red de regulaciones supranacionales procedentes de Bruselas y Luxemburgo ha sobrepasado la imagen de una laxa federación de Estados que bastase como marco político para el mercado común y la moneda común. Por otro lado, la Unión Europea está igualmente alejada de la imagen de un Estado nacional constituido federalmente y capaz de armonizar las políticas financieras y económicas de los países miembros. Es cierto que el proyecto constitucional reconoce implícitamente a los Estados nacionales una potestad ilimitada en relación con los tratados que firman, al dejarles abierta la opción de retirarse ellos. Pero los miembros de la Convención han elaborado una “Constitución” “en nombre de las ciudadanas y ciudadanos y de los Estados de Europa”, de modo que el artículo I.1 comienza con estas palabras salomónicas: “Guiada por la voluntad de las ciudadanas y ciudadanos y de los Estados de Europa de construir en común su futuro, esta Constitución funda la Unión Europea...”. En consecuencia, la Convención ha dado a su proyecto el título de “Tratado por el que se establece una Constitución para Europa”, sustrayéndose así a una oposición conceptual con la que hasta ahora los expertos en derecho público resolvían la cuestión de la soberanía en un sentido o en otro. Desde un punto de vista puramente jurídico, el primado del derecho europeo sobre el nacional ha decidido la cuestión en un sentido desfavorable a los Estados nacionales, pero políticamente las cosas no son tan fáciles.

Por otra parte, es obvio que la cuestión de las fronteras podría haberse regulado en la Constitución. Se ha dejado abierta por razones políticas. Parece existir el acuerdo tácito de que la ampliación de la Unión Europea hacia el Este sólo puede incorporar al resto de los países balcánicos. Todas las otras relaciones deben regularse mediante acuerdos de asociación. Por eso el problema del trazado de las fronteras se agudiza de facto con la cuestión de la incorporación de Turquía, que desde Atatürk se cuenta entre las naciones modernas de Europa.

Se considera (a pesar de Berlusconi) que los miembros fundadores de la Unión son más bien favorables a la integración, mientras que Gran Bretaña, los países escandinavos y los países de nueva incorporación procedentes de la Europa del Este (que están comprensiblemente orgullosos de la autonomía nacional que acaban de reconquistar) preferirían mantener la hechura intergubernamental de la Unión.

El conflicto entre los integracionistas y los intergubernamentalistas se trata en detalle en el trabajo diario de las comisiones de expertos, pero no se difunde a la amplia esfera pública política como un conflicto sobre fines y principios. En las discusiones sobre la distribución de competencias entre, por un lado, la Unión y los Estados miembros y, por otro lado, entre el Parlamento, el Consejo de Ministros y la Comisión, dos motivos de fondo parecen cumplir una función importante: las ideas históricamente arraigadas acerca de la importancia y la función actual del Estado nacional, y las diversas concepciones de la política económica, especialmente en lo tocante a la relación de política y mercado.

Quien siga pensando en los términos de la política exterior clásica considerará a los Estados nacionales como los principales actores con capacidad de actuación a nivel internacional. Desde esta perspectiva, la Unión Europea se presenta como una organización internacional entre otras. Sin duda aparece como una fuerza importante entre las instituciones y redes del régimen económico mundial, pero no se puede ni se debe exigir de ella el cumplimiento de una misión política propia. Desde este punto de vista, la voluntad política que se expresa en los órganos de la Unión Europea se dirige esencialmente hacia el interior. Quien, por el contrario, conciba el proceso de globalización económica y la situación política mundial desde el 11 de septiembre como un reto para el desarrollo de formas de “gobernar más allá del Estado nacional”, verá a la Unión Europea más bien en el papel estratégico de un global player. En tal caso, lo más lógico es querer que ser refuerce la capacidad de acción colectiva de Europa en su conjunto.

A menudo estas percepciones contrarias de los acontecimientos internacionales se asocian a interpretaciones correspondientes de la crisis del Estado social. Los países de Europa occidental se enfrentan a la tarea de adaptar sus acreditados sistemas de seguridad social a los cambios en las tendencias demográficas y en el marco económico global. Llevan a cabo la inaplazable reforma del Estado social mediante sus propias administraciones, pero las causas de esta necesidad de reformas no son exclusivamente de naturaleza interna. No se trata sólo de problemas domésticos que se encuentren al alcance de las políticas nacionales. Por eso se plantea la cuestión de si los gobiernos nacionales sólo tienen que adaptarse a unas condiciones que han cambiado, o si también quieren influir por su parte en la configuración de la globalización económica a través de las instituciones del régimen económico mundial, eventualmente en competencia con Estados Unidos. Es obvio que los gobiernos de orientación más intervencionista que neoliberal sólo podrían impulsar sus concepciones de un “modelo europeo de sociedad” con la ayuda de una Unión Europea capaz de actuar a escala internacional.

II

Estas convicciones de fondo polarizan a los detractores y los partidarios de una integración más profunda en una oposición que recorre todas las naciones. Pero la desigual distribución de las opiniones entre las distintas naciones también impulsa en direcciones opuestas la acción de los gobiernos de los grandes Estados miembros. Cuando Churchill, en un famoso discurso pronunciado en la Universidad de Zurich en 1946, exigía a Francia y Alemania que tomasen la iniciativa de la unificación de Europa, daba por sentado que Gran Bretaña se alineaba con Estados Unidos y Rusia en un grupo de promotores bienintencionados pero que no participaban en el proyecto. Margaret Thatcher y Tony Blair dan a veces la impresión de que, en el tiempo transcurrido desde entonces, no ha cambiado mucho esta concepción, que históricamente parecía obvia. Otras cargas históricas se plasman en el euroescepticismo de otros países. Tras el fracaso provisional de la Constitución y el conflicto sobre el aumento del presupuesto europeo que este fracaso provocó inmediatamente, esta Unión Europea desgarrada por conflictos internos tiene más bien el aspecto de una nueva plataforma para el viejo juego de las potencias europeas.

Europa no puede darse una Constitución porque falta el “sujeto” constituyente. Según esta tesis, la Unión no podrá convertirse en una comunidad política con una identidad propia “porque no hay un pueblo europeo”. Este argumento se basa en el supuesto de que sólo una nación vinculada por una lengua, una tradición y una historia común ofrece la base necesaria para una comunidad política. Pues los miembros de una comunidad política sólo pueden y quieren aceptar sus derechos y obligaciones mutuas, y sólo confían en un respeto equitativo de estas normas, si existe una base de ideales y orientaciones axiológicas comunes.

La conciencia nacional es (en la forma de una naturalidad creada artificialmente) una formación de la conciencia enteramente moderna. La imagen de la historia nacional se construyó con la ayuda académica de historiadores y etnólogos, de juristas, lingüistas y expertos en literatura; se introdujo soterradamente en los procesos educativos a través de la escuela y la familia, se difundió a través de los medios de comunicación de masas, y mediante la movilización de los reclutas obligados a hacer el servicio militar quedó anclada en la mentalidad de generaciones enteras entusiastas de la guerra.

La fusión de estos dos elementos (nacionalismo y republicanismo), característica del Estado nacional, se ha relajado, y no sólo en Alemania, tras dos guerras mundiales y tras los excesos del nacionalismo radical. De ahí que, al abordar la cuestión de la posible ampliación de la solidaridad del Estado nacional, debamos tener en cuenta las transformaciones de la solidaridad ciudadana que han tenido lugar en las últimas décadas.

La “competencia por la localización” de las empresas es algo muy diferente de la lucha de la nación por el “espacio vital” o por un “lugar bajo el sol”. La solidaridad ciudadana exige poca cosa: las cargas fiscales redimen de la obligación de sacrificar heroicamente la propia vida.

Los Estados que adoptar hace ya tiempo la forma de Estados constitucionales se ven hoy expuestos a los riesgos de una sociedad mundial crecientemente interdependiente. Responden a estos riesgos creando órdenes supranacionales que van más allá de una mera coordinación de las actividades de los Estados particulares. Las comunidades y organizaciones internacionales se dan la forma de constituciones o de otros tratados funcionalmente equivalentes, sin adquirir por ello un carácter estatal. Estas asociaciones políticas constitucionales anticipan hasta cierto punto la creación de capacidades de acción supranacional. Un relativo desacoplamiento de la Constitución y el Estado se muestra, por ejemplo, en la circunstancia de que las comunidades supranacionales como la ONU o la Unión Europea no disponen de ese monopolio de los medios para ejercer la violencia legítima que ha servido al moderno Estado administrativo, jurídico y fiscal como garantía de su soberanía. Por ejemplo, a pesar del acuartelamiento de medios coercitivos, descentralizado y asignado a los Estados nacionales, el derecho europeo estatuido en Bruselas y Luxemburgo tiene prioridad sobre las leyes nacionales y se aplica inapelablemente en los Estados miembros, por lo que Dieter Grimm puede afirmar que los tratados de la Unión Europea son ya una “Constitución”.

Por supuesto, en relación con la cuestión de una posible ampliación de la solidaridad de los ciudadanos del Estado más allá de las fronteras nacionales debemos atender a ciertas diferencias características entre las Naciones Unidas y la Unión Europea. Para que la ONU funcione, incluya a todos los Estados y ya no admita demarcaciones sociales entre ins y outs, es suficiente una estrecha base de legitimación, en la medida en que esta organización limite sus funciones a la política de derechos humanos y a asegurar la paz. Para la solidaridad entre ciudadanos cosmopolitas basta la indignación moral unánime ante los incumplimientos evidentes de la prohibición del uso de la fuerza y ante las masivas violaciones de los derechos humanos.

Pero este potencial no basta para la necesidad de integración de una Unión Europea que, como queremos suponer, aprende a hablar hacia el exterior con una sola voz y asume en el interior las competencias necesarias para llevar a cabo una política configuradora. La solidaridad entre los ciudadanos de una comunidad política, por grande y heterogénea que sea su composición, no puede crearse únicamente a través de las fuertes obligaciones negativas de una moral deontológica universalista (en el caso de la ONU, a través de la prohibición de las guerras de agresión y de las violaciones masivas de derechos humanos). Los ciudadanos no se identifican recíprocamente como miembros de una determinada comunidad política actúan más bien con la conciencia de que “su” comunidad destaca frente a otras por una forma de vida preferida colectivamente, o en todo caso aceptada tácitamente. Este tipo de ethos político ya no es algo que brote naturalmente. Se produce de una forma transparente como resultado de una autocomprensión política que siempre acompaña a los procesos democráticos, y se da a conocer a los propios implicados como algo construido.

La conciencia nacional surgida en el siglo XIX era ya una construcción de este tipo, aunque todavía no lo era para los propios ciudadanos. Por eso la cuestión no es si “existe” una identidad europea, sino si los foros nacionales pueden abrirse unos a otros de tal modo que pueda desarrollarse la dinámica propia de una formación común de la opinión y la voluntad políticas en torno a temas europeos. Sólo en la estela de los procesos democráticos puede formarse hoy una autocomprensión política de los europeos, por supuesto sin que ello implique una segregación peyorativa de los ciudadanos de otros continentes.

La estructura de la solidaridad ciudadana no presenta ningún obstáculo para su posible ampliación más allá de las fronteras nacionales. No obstante, el aumento de confianza no es sólo la consecuencia de la formación común de la opinión y la voluntad políticas, sino también su condición. Hasta ahora la unificación de Europa se ha realizado en la forma de un proceso circular de este tipo. También hoy el camino que conduce a una profundización democrática de la Unión, y al necesario entrelazamiento de las esferas públicas nacionales, pasa obligatoriamente por un capital de confianza ya acumulado. En este contexto es imposible sobreestimar la importancia de la reconciliación de Francia y Alemania.

Aún no se ha mitigado la fuerza de escisión que poseen las historias nacionales divididas y las experiencias históricas que recorren el suelo europeo como fallas geológicas. El terremoto provocado por una política del gobierno Bush en Irak que vulnera el derecho internacional ha escindido también a nuestros países a lo largo de estas fisuras históricas. El potencial contenido en la memoria nacional tiene una especial fuerza explosiva porque los Estados nacionales son al mismo tiempo los “soberanos de los tratados europeos”.

III

Así pues, si hoy son nuevamente tales antagonismos de raigambre histórica los que impiden el proceso de unificación europea, la concepción de las “distintas velocidades” vuelve a ser actual. Antes de perderse, como el ministro alemán de Asuntos Exteriores, en ensoñaciones acerca de las ambiciosas tareas estratégicas que la Unión Europea ampliada tiene en el mundo, las élites políticas deberían reflexionar sobre las limitaciones de una gestión burocrática. Deben responder ante todo a la cuestión de cómo y dónde la controvertida cuestión de la finalidad de la unificación de Europa podría convertirse, con perspectivas de éxito, en el tema de un proceso de autocomprensión de los propios ciudadanos. La identidad política de los ciudadanos, sin la que Europa no puede adquirir capacidad de acción, sólo se forma en una esfera pública transnacional. Esta formación de la conciencia se sustrae a la intervención de las élites situadas por encima de los ciudadanos, y a diferencia del tráfico de mercancías y capitales en el espacio común económico y monetario, no es posible “producirla” mediante decisiones administrativas.

  1. 11. La problemática del sujeto en la filosofía práctica contemporánea: de la “muerte del sujeto” al “apogeo del individualismo”
  2. 12. Naturaleza humana vs Diversidad cultural: identidad, alteridad e interculturalidad (desde la perspectiva colonialista del descubrimiento de América)
  3. 13. Naturaleza humana vs Diversidad cultural: identidad, alteridad e interculturalidad (desde la perspectiva de una sociedad multicultural)
  4. 14. Concepto de “historia universal” vs Idea de “humanidad común”
  5. 15. Guerra, paz y derechos humanos
  6. 16. Nuevos desafíos: la filosofía de la historia ante el problema ecológico-demográfico
  7. 17. Ideal de Europa